
Begoña desempaña el cristal y cuelga el cartel de abierto. Dos minutos para las ocho. Al otro lado de la general, la luz de la casa está encendida. ‘Sácame una pequeña, anda, y que esté bien cocida’, le dice a la nueva, que rebusca con torpeza en los cestos de pan. Begoña se coloca detrás del mostrador y señala al reloj con el mentón, como queriendo explicarle algo, pero sin que la chica entienda nada. A las ocho en punto se abre la puerta y suena ese horrible avisador que se ha empeñado su hijo en instalar. ‘Buenos días, Suso’, le saluda, envolviendo la barra en papel. La nueva observa atenta a ese hombre de ojos azules pescado y mejillas coloradas que estruja el currusco hasta oírlo crujir. Luego deja un euro, manchándose de harina al guardar la vuelta. Antes de irse, Begoña distingue un gesto difuso y rápido en los labios de Suso y se pregunta si será una sonrisa. No reacciona a tiempo y se queda mirándole mientras se va.
El sábado, un minuto antes de las ocho, la nueva prepara la barra pequeña bien cocida, demostrando que se queda rápido con los gustos de los clientes. La puerta no se abre y Begoña piensa que Suso anda raro. Afuera, el mismo cielo gris cemento y esa lluvia aburrida que agota el ánimo. A media mañana, la nueva se queda pasmada y, un segundo antes de soltarle algo para que arree, Begoña se da cuenta de que la chica ha reconocido al ciclista que llega a la casa de enfrente. Hace memoria y le salen diez años desde la última vez que vio a Suso en la bici. Entonces, tenía otra figura; nunca fue un atleta, pero tampoco le colgaba esa tripa que casi no le deja pedalear. Cómo le habrá dado por volver, se pregunta.
A los tres días, un estruendo metálico la saca de la modorra y, con un gesto automático, baja la radio. No puede creer lo que está viendo. La persiana del garaje está abierta y asoma el morro de la DKV, con ese azul sucio de submarino. Begoña siente un escalofrío, como si una hilera de hormigas corretease debajo de la piel. Al girar para entrar en la carretera, ve a Suso al volante y la puerta hundida, sin cristal. Se asombra de que el cacharro ese todavía funcione, que sea lo único que salió vivo del accidente y piensa que, si a ella se le agita el pulso al ver a Suso dentro, menudo cuajo deber tener él para montarse.
De pronto repara en el calendario y siente un calambre en la tripa: 30 de noviembre. Al momento, le viene la imagen de aquel otro 30 de noviembre, con todos en la sala de estar celebrando el santo del abuelo Andrés; entonces, escucharon el llanto y luego la imagen de Suso en la puerta, doblado de dolor, con los de la Guardia Civil dándole la noticia. Y justo hoy esa furgoneta, desenterrada tras diez años en ese garaje con pinta de tumba. La idea de que aquello tenga algo de ritual alarma a Begoña, que se siente revuelta, temerosa de que haga alguna tontería, que lo mismo ha perdido la cabeza por la soledad. Cierra la tienda y se sienta en silencio, sin radio ni nada, esperando.
Al acercarse a la panadería al día siguiente, ve el garaje abierto y con luz. Son las siete y media, todavía noche. ¿Qué estará haciendo a estas horas ese hombre? El frío ha helado los charcos en el asfalto. La bicicleta apoyada contra el portal, algunas cajas con herramientas apiladas, una bombona y Suso limpiando, barriendo enérgico. Disimulando su desconcierto, Begoña le saluda desde lejos con un gesto. Comprueba que el garaje está vacío y se alegra de que la furgoneta haya desaparecido, qué valor dormir sabiendo que debajo se encuentra el trasto que le dejó viudo. Una hora más tarde, desde el ventanuco del horno, ve salir a Suso por la carretera del río, pedaleando a todo meter, como si le persiguiese el demonio, y piensa que definitivamente ha perdido la cabeza.
Esa noche, Begoña escucha ruido. Aparta una punta de la cortina y ve un Fiesta blanco que no reconoce. Siente curiosidad, pero también temor a ser sorprendida, como si no tuviese más que hacer que ocuparse de chismes. Se dice que tal vez debería haber visitado más a Suso estos años, haberle ayudado a echar fuera las penas, que si uno no habla, se quedan dentro, pudriéndose unas encima de otras. Al principio, lo intentó; al fin y al cabo, ella también sabe lo que es estar sola. Suso se mostró amable, pero frío y ella no volvió. Nunca habían sido amigos, pero le tenía afecto. Le parecía un hombre bueno, decente, alguien que va a lo suyo, sin molestar y, aunque no se lo había dicho a nadie, alguna vez se había imaginado cómo sería la vida de ellos juntos.
Al cerrar, Begoña mira a la cocina y descubre dos sombras a través de la ventana. Escucha una voz de mujer, una conversación animada y, de pronto, le llega un sonido alegre que reconoce, esa risa contagiosa de Suso, una risa que parece cambiar la casa y la calle entera y Begoña se queda parada, mirando y escuchando. La ventana de la cocina se abre y se asoma una mujer que enciende un cigarro. Las miradas de ambas se cruzan y Begoña se marcha avergonzada.
Al día siguiente, Suso entra a las ocho, como siempre. La nueva se gira y, con agilidad, encuentra una barra pequeña y bien crujiente, pero se da cuenta de que Begoña se le ha adelantado y está ya en el mostrador. Suso y Begoña se sonríen en silencio. La chica no entiende. Sólo cuando Suso se da la vuelta para irse, repara en el tamaño de la barra que lleva bajo el brazo.