Un barrio para quedarme

Cuatro Caminos

En mi barrio crece un ginkgo biloba que en otoño se tiñe de dorado y se convierte en una de las atracciones de Cuatro Caminos. Cuando le caen las hojas se forma un círculo de oro a sus pies y a uno le entran ganas de tirarse y restregar su espalda, como a un golden retriever en el paseo de la mañana. Los botánicos consideran a los ginkgos fósiles vivientes, la especie más antigua de la tierra, sin relación alguna con el resto de los árboles, algo así como el último superviviente de una familia en la que todos los demás se han extinguido. No imagino soledad más grande y, desde que sé esto, me inspira tanta ternura que, si no me importase pasar por loco, me pararía a darle un abrazo en condiciones.

A unos metros de mi árbol favorito empieza Fernández Latorre, la calle donde se encuentra el edificio en el que a mi Lama y a mí nos gustaría vivir cuando salgamos de pobres; uno de esos inmuebles art déco con su fachada llena de molduras y balcones afrancesados, pero con la piedra ajada y sin el aire pretencioso de otras casas de la época que figuran en guías de arquitectura. En los bajos de esa vivienda, una pequeña peluquería nos intriga. No tiene nombre, ni cartel; sólo una puerta de madera labrada. Como si fuese un cirujano, el peluquero viste bata blanca y atiende a los clientes de uno en uno, con las cortinas corridas para que nadie husmee. He escuchado que se llama Antena, pero todo son rumores.

No muy lejos de la peluquería misteriosa se ha instalado Jose Catoira, un luthier que aprendió el oficio en Cambridge y que ahora ha regresado a su ciudad. En las vitrinas de su taller se exhiben violines y partituras y, en la galería de arriba, se le ve trabajando, sentado en una banqueta con delantal de carpintero y virutas a sus pies. Una vez al año, los comerciantes de Fernández Latorre salen a la calle y organizan un mercado. Entonces, nuestro luthier se convierte en la estrella indiscutible y todos nos sentimos orgullosos de vivir en un barrio donde se fabrican y restauran violines.

A mí me encanta Cuatro Caminos y, sobre todo, ese primer tramo de Fernández Latorre, justo antes de llegar a la fuente donde cuentan que el Dépor celebraba sus victorias y digo cuentan porque desde que he llegado a la ciudad sólo he visto gaviotas chapoteando. Por desgracia todavía siguen cerrados demasiados negocios desde la crisis y, a veces, abren otros cutres, que desentonan como manchas de grasa en un vestido de domingo. Cada vez que veo las oficias de la ORA, por ejemplo, me entran ganas de comprar un spray y estamparles un go home.

Cuando atravesamos Fernández Latorre, existe un punto en el que mi Lama y yo nos separamos de manera automática, sin explicaciones. Él se pasa a la acera de Esturri y se queda pasmado frente a ese despliegue de aparadores vintage y tresillos de los sesenta, imaginándose su vida en un apartamento de Mad Men. A decir verdad, eso era antes. Ahora mi Lama trabaja para una firma de la competencia y ya no mira a Esturri con admiración, sino con ese gesto de ‘a ver por dónde van estos’ con el que se vigila al adversario. Yo, en cambio, me quedo en la acera de Formatos, una librería maravillosa en la que, si pides consejo para preparar unas vacaciones en Italia, no te traerán la Lonely Planet, sino los viajes de Henry James. Formatos se trasladó al barrio hace casi doce años y, desde entonces, José Manuel y Ramón ejercen aquí el oficio de libreros, convirtiendo su escaparate en uno de mis paisajes favoritos de la ciudad.

Hasta Formatos llega el olor a eucalipto seco de Verdelar, esa floristería victoriana en la que uno tiene la impresión de que será una atormentada Virgina Woolf quien preparare el ramo de flores. Frente a ella, el Java Café, donde mi Lama y yo desayunamos cada sábado un cuenco de fruta y yogur griego, mientras decidimos si el camarero nos resulta atractivo o le cortaríamos ese flequillo que le llega a la barbilla.

De vuelta, paramos a por unos puerros en Casa Vega. Cuando me mudé a Coruña, ese ultramarinos, abierto desde 1952, no era más que una tienda gris y destartalada, con un tendero cascarrabias contando las horas que le quedaban para jubilarse y echar la persiana. Fernando y Borja han sabido darle un futuro, convirtiéndolo en uno de los lugares con más encanto del barrio, con su elegante suelo de baldosa y su impecable selección de producto fresco, expuesto con la delicadeza de un museo.

Sin embargo, nuestra parada favorita es el Buena Sombra. Uno de esos pequeños restaurantes a los que ir cuando no se tienen ganas de centro, cuando apetece dejarse de experimentos y sentarse a beber una botella con amigos en un lugar donde charlar y escuchar, sin miedo a que entre una despedida de soltero. Uno de los secretos es su brocheta de rape y langostinos con risotto, pero ese es solo un secreto pequeño porque el grande es Jose, ese camarero vestido de crooner, que no necesita libreta para recordar lo que has pedido y que nunca te hace esperar aunque jamás le veas con prisa.

Será porque trabajo en Santiago, donde paso la mayor parte del día, pero me sigo sintiendo turista cada vez que voy al centro, como si nada de lo que pasase allí me incumbiese. Sin embargo, Cuatro Caminos es diferente. Me encanta que mi vida transcurra en un lugar así, en un barrio al que no llegan los turistas, como han sido siempre todos mis barrios, salir a hacer recados y ver a los jugadores de ajedrez del Delicias, a los borrachos del Torre Esmeralda, al chico nuevo de la óptica Sánchez Lázaro, el dependiente más sexy de Coruña, el edificio de la UGT, con esa pintada de Zapatero hijo de puta que nadie ha borrado desde 2010 y que me deja un poco triste cuando paso al lado, al club de calceta del Briznas, a los jubilados del centro cívico Santa Lucía, con sus clases de tango y chachachá, o la fachada del Hotel Plaza y sus espaguetis de neón tan ochenteros. No tengo planes de irme, aunque tampoco estoy seguro de que Coruña sea la ciudad para quedarme. Lo único que sé es que, acabe donde acabe, no pienso moverme de Cuatro Caminos.

Un barrio para quedarme

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