Empacho de emprendedores

Elevator-Pitch

Odio a los emprendedores. En realidad, quizá exageré, pero me gustaría que emprendiesen en silencio o, al menos, que nos diesen una tregua. Hace poco me invitaron a un cumpleaños y un tipo con un entusiasmo crispante no paró de dar la murga diciéndonos cuánto le gustaría que el día tuviese sesenta horas para poder incubar todos los huevos de empresa que pone al día. Después me miró con sus ojitos de plan de negocios y me preguntó: ‘¿Y tú qué, no tienes ganas de montar algo?’. Yo me encogí de hombros y seguí comiendo aceitunas, mientras él me borraba de la mesa con desprecio, imaginándose tal vez que sería uno de esos parásitos que aspiran a cumplir sus ocho horas e irse a casa.

Aquel telepredicador nos contó entusiasmado que acababa de hacer un curso de Elevator Pitch (algo así como ‘Charla de ascensor’, en una traducción un poco pedestre del inglés), técnicas para aprender a ir directos al grano por si un inversor se pone a tiro.  ¿Alguien en su sano juicio le daría un euro a un desconocido que se cuela en el ascensor y te ametralla con su proyecto de food trucks veganas?

Con la crisis nos han convencido de que todo nos ha pasado por remolones, por ser un país sin más horizonte que aspirar a funcionarios y que deberíamos aprender de los yankees, tan enérgicos y dispuestos siempre a hacer hueco en su garaje para diseñar una multinacional. Si le preguntasen a mi padre qué futuro desea para su hijo, no lo dudaría: opositar. Podría llamarle en este instante y anunciarle que abandono mi trabajo para convertirme en auxiliar administrativo y él mismo me compraría los temarios. Sin embargo, todo ha cambiado y quien aspira ahora a un puesto en la administración debe llevarlo en secreto o será tachado de persona plana, sin ambición. En estos tiempos de emprendimiento, uno debe haber diseñado tres aplicaciones para móvil y una pyme con drones si quiere meter baza en cualquier fiesta.

Desde hace algunos años doy un curso de comunicación en una escuela de negocios. Me deprime ver llegar a mis alumnos vestidos con trajes que no son de su talla, corbatas de taxista y esos zapatos afilados que compraron para la boda del hermano y ahora se alegran de no haber tirado.  Me recuerdan a como nos vestíamos en esos primeros fines de año con acné y lícor 43. Todo forma parte de la liturgia financiera que se les impone. Se les convence de que están llamados a ser los emprendedores del futuro y, por tanto, la americana se transformará en su segunda piel. En el vestíbulo de la escuela, les espera una mesa con ediciones de The Economist, Wall Street Journal, etc., sin que importe que la mayoría ni siquiera tenga el First.  No han cumplido los treinta y ya dan la hora con el amaneramiento que uno explicaría una OPA hostil.

Lo que más me irrita de la filosofía emprendedora es esa retórica donde el esfuerzo, el sacrificio y la disciplina se presentan como las condiciones que conducen éxito y, por tanto, el fracaso es simplemente la consecuencia de no trabajar bastantes horas. No importa el peldaño social en el que hayamos nacido, la universidad y los máster que hayan podido pagar nuestros padres, si hubo o no veranos en Inglaterra  y, si esos amigos de la familia, se han convertido en clientes o inversores de nuestro proyecto. En el discurso del emprendimiento, los otros no cuentan, sólo el esfuerzo individual. Si no llegas, trabaja más.  Si sigues sin alcanzar tu meta, siéntete culpable porque es tu responsabilidad. Para triunfar, debes olvidar horarios, fines de semana, tiempo con la familia y no digamos hobbies. Un emprendedor que piensa en vacaciones pagadas, bajas por enfermedad o conciliación está condenado a fracasar.

Hace unos años, acompañé a un amigo a una conferencia de Mario Vargas Llosa. El Nobel había sido invitado por una importante empresa como conferencia central en un jornada dedicada a motivar a los trabajadores. Su charla se centró en como su éxito llegó solo cuando tuvo el valor de abandonarlo todo y concentrarse por completo en sus libros, sin reloj, ni descanso, sin pensar en el dinero, solo en la satisfacción que le producía escribir de sol a sol. La obsesión, como secreto del éxito. Ese era el astuto mensaje elegido para trasladar a los empleados, que se proyectaban en las palabras de Vargas Llosa, imaginándose como también ellos podrían llegar a ser Nobeles en su campo si entendían que reservar una parte de tiempo para dejar de producir era resignarse a la segunda división.

En un mundo de emprendedores, donde el éxito profesional se formula en términos de lucha y supervivencia individual, en qué lugar queda la organización para defender derechos colectivos, ese tipo de unión que ha sido la base de conquistas que a nuestra generación nos han venido dadas y que estamos viendo como se debilitan o desvanecen. El discurso a favor del emprendimiento se ha infiltrado en las aulas. Nuestros gobernantes defienden la necesidad de estimular las actitudes emprendedoras desde secundaria para que los adolescentes asimilen que tendrán únicamente aquello que logren peleando y que esa debe ser la meta donde concentrar sus energías, y no en otro tipo de batallas.

Por mi trabajo, debo asistir con cierta frecuencia a eventos de emprendedores, donde no falta nunca el apartado de ‘casos de éxito’, ponentes que han hecho de viajar por España y contar sus peripecias su principal ocupación, especialistas en fabricar frases de autoayuda y persuadir a un auditorio de que una actitud positiva vale más que un préstamo del banco. Por supuesto, algunas de estas historias resultan fascinantes y admirables. Sin embargo, no son las habituales.  A mi alrededor veo multiplicarse cada día los casos de personas que descubren como esta nueva fanfarria de ser emprendedor no es nada más que una coartada para esconder la vieja miseria de ser autónomo.

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