
Hace unos días me contaron que un amigo con el que hace años que no hablo se ha venido a trabajar a mi ciudad. Un contacto común me dijo que dirige una sucursal de banco no demasiado lejos de mi casa. He intentado recordar cuándo fue la última vez que nos vimos, hará quince años. El otro día le busqué en Facebook. Quería ver su fotografía, comprobar cuánto había cambiado.
Nos conocimos siendo niños. Vivíamos en el mismo barrio, él me timbraba y hacíamos juntos el camino al colegio. En clase cada uno tenía su grupo. Él, con los del equipo; yo, con los de Star Wars, pero nos llevábamos bien. Además, nuestras familias congeniaban y pronto nos hicimos amigos.
Con diez años, una multinacional compró la empresa donde su padre trabajaba como electricista y toda la familia se mudó a otra ciudad. Entonces nos dijimos que, pese a la distancia, seguiríamos viéndonos. Yo pasaba una semana en su casa durante el verano. Íbamos a la playa en bus, alquilábamos una película al día y perdíamos el tiempo curioseando camisetas en el Corte Inglés. A él también le gustaba quedarse en la finca de mis padres, la piscina, la bici, el perro y esas cosas que no son fáciles de encontrar en una ciudad. Así fuimos creciendo, compartiendo historias parecidas a las de cualquier par de amigos.
Cuando empecé a trabajar se espaciaron los encuentros, pero conseguimos mantener la costumbre de vernos dos o tres veces al año para ponernos al día. Entonces ocurrió lo de aquella noche.
Él había venido a Santiago a salir. Desde siempre le había gustado rodearse de chicas y le acompañaba un grupo de amigas, gente divertida con la que reírse, pero también mantener buenas conversaciones. Bebimos en los bancos de la Alameda y continuamos la fiesta en el Ensanche.
Sin esperarlo, una de ellas empezó a preguntarme cómo era posible que no tuviese novia. Entonces, aquel tipo de situaciones me ponían nervioso. Yo se lo había dicho a mi familia y a algunos amigos, pero la mayoría de la gente aún no lo sabía y todo lo que apuntase en esa dirección me asustaba. Sin embargo, aquella chica parecía decidida a arrancarme una confesión.
Poco a poco nos apartamos del resto. Yo intentaba cambiar de tema, pero ella, con habilidad, encontraba la manera de volver. Sería el alcohol o el cansancio, pero finalmente tiré la toalla y le di a entender lo que quería escuchar. Ella me tranquilizó, asegurándome que no debía inquietarme, que me guardaría el secreto.
Aquella fue la última vez que vi a mi amigo. Puedo imaginar qué ocurrió, aunque también podría equivocarme. Mi imaginación a menudo va más lejos. Sé que lo correcto habría sido llamarle, pero entonces estaba agotado de tener que explicarme, así que ninguno de los dos hizo nada, simplemente dejamos que pasase el tiempo. Supongo que, en ese momento, no costó tanto. Poco después mi vida cambió bastante y aquello quedó atrás, aunque uno va aprendiendo que es difícil saber qué es lo que dejamos realmente atrás.
Me encaja como director de banco. Siempre fue una de esas personas en las que resulta natural confiar e imagino que el fútbol le habrá dado ese fondo competitivo necesario para lidiar con los objetivos. El asfixiante nudo de corbata de su fotografía me hace sonreír. Yo le recuerdo siempre en camiseta. Si nos cruzásemos por la calle, sé que le reconocería a la primera.