Sabina contra Lady Gaga

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Cuando mi Lama y yo empezábamos a salir, durante uno de esos cafés en los que tratábamos de impresionarnos mutuamente, me enseñó en su móvil el vídeo de un concierto multitudinario. Cantaba Lady Gaga en el Palacio de los Deportes y de pronto, entre el público enloquecido de las primeras filas, apareció un brazo con una cazadora azul galáctico. Centímetro a centímetro, aquella manga de astronauta subía buscando la mano de la cantante. ‘Ese soy yo’, me dijo en el momento en el que se tocaban. Después me miró fíjamente, intentado adivinar si el hecho de que fuese doce años mayor que él me impedía entender la hazaña de haber rozado a la señora Gaga.

Vivíamos ‘los inicios’, como a mi Lama le gusta decir cuando se refiere a esos días, haciéndome sentir que, en lugar de una relación, fundamos una etapa histórica. El caso es que, tras ver el vídeo, me esforcé por demostrar todo el entusiasmo del que fui capaz, aunque lo único que me había impresionado era el brillo sideral de su cazadora ‘¿Cuál ha sido tu concierto inolvidable?’, me preguntó. Al momento vino una imagen a mi cabeza. La descarté. Creo que inventé algo para salir del paso, quizá le hablé de The Cure,  Massive Attack o algún otro grupo oficialmente molón, de esos que nadie se atrevería a cuestionar en público y que a mi Lama, como buen millennial, le sonaría vagamente, aunque no acertase a tararear ni una canción.

En esa imagen espontánea de mi memoria aparecíamos Óscar, un amigo del bachillerato, y yo. Eran vacaciones de Navidad, tendríamos quince años y habíamos ido a escuchar a Milanés, Krahe, Aute y Sabina al Paco Paz, uno de los pabellones de deportes de mi ciudad. Al poco tiempo a Óscar le empezó a doler la barriga. Al parecer, había cenado una ostra en mal estado y tuvo que sentarse en las gradas. Yo me escabullí hasta la primera fila y apareció Sabina en el escenario.

Nunca antes había pensando en esa noche como mi mejor concierto.  No tengo un currículo festivalero para impresionar a nadie, aunque he visto a Dylan, a los Rolling, Cold Play, Muse, Madonna, en fin, a algunas de esas bandas que muchos describirían como míticas y que a nadie le extrañaría que ocupasen ese puesto de ‘concierto inolvidable’. Sin embargo, la imagen que apareció fue la de ese pabellón y yo embobado frente a un tipo con ridículos pantalones de cuero y americana plateada. Y a mí, que a esas alturas no había roto un plato y bebía cosas tan fuertes como lícor 43 con cacaolat, esas canciones de princesas que atracan famarcias, de amores de tren y hoteles baratos, esas historias que tenían tan poco que ver conmigo, encontraron alguna razón para quedarse.

Solo una semana después, mi prima Inma llegó de Valencia y me regaló el directo de Sabina y Viceversa, dos casetes que no paré de escuchar hasta memorizar la letra de todas las canciones.  Aprendí esas y las del resto de sus discos. En realidad, no creo que haya pasado nunca tanto tiempo escuchando a alguien. Leí su biografía, le vi en conciertos tantas veces como pude y hasta volví loco a mi amigo Alberto, empeñado en que me enseñase a tocarlas con la guitarra. Supongo que me convertí en algo parecido a un fan, aunque esa palabra me provoque sarpullidos. Sin embargo, poco a poco, las cosas cambiaron.

De pronto aparecieron otros grupos que nada tenían que ver con Sabina.  Cada viernes repasaba El País de las Tentaciones y preparaba a conciencia mi playlist: Sexy Sadie, Los Planetas, La Casa Azul… Después llegaron los bares de ambiente, las macro fiestas gays, las soirées electro y esos primeros novios que me hacían sentir sofisticado llenándome el ipod de grupos franceses que nadie conocía. Llegué a renegar de haber sido uno de esos adolescentes moñas que escuchaban a cantautores y, sin embargo, como ese primer amor del que uno se avergüenza, pero que nunca pierde de vista, Sabina seguía ahí y sus estribillos aparecían de nuevo mientras conducía, regresando a casa de copas, fregando tras una cena. Le espiaba por el rabillo del ojo mientras detestaba ese último disco porque no sonaban como los primeros y, sin embargo, siempre encontraba alguna frase que me dejaba del revés y me hacía pensar que, aunque a veces odie escucharlo, siempre me gusta leerlo.

Esa especie de segunda adolescencia indie también pasó. Me cansé de fingir entusiasmo con todos los grupos que adoraban mis novios. Aprendí que uno no necesita descubrir cada semana a esa banda ‘que es lo más’, algo que ahora me ocurre con las series de televisión. Y entonces apareció mi joven Lama, que no sabía quién era Perales y para el que Fraga era un nombre en algún libro de la ESO. Recuerdo el día que me descubrió cantando a Sabina en el coche. Su cara al ver que sabía de memoria «todas las de ese que canta Y nos dieron la una, las dos y las tres, la que ponen en las bodas», añadió. Me esforcé por hacerle ver qué encontraba de especial en esas letras, aunque supongo que debemos aceptar que no todos los gustos son contagiosos.

Entre sustos fiscales y achaques de salud, a Sabina se le aflojó el ánimo y desapareció de los escenarios. Entonces empecé a echarle de menos y reapareció esa urgencia por volver a verle. Tal vez fueron los rumores de que ya no volvería o los pronósticos de que se presentaría con alguna de esas bobadas tipo Tiramisú de Limón o su enésima gira con Serrat, pero que el Sabina de los Dieguitos y Malfadas, de Peor para el sol, de Y sin embargo, Ruido y de tantas canciones, ese ya era historia. Siempre hay alguien deseando firmar la esquela de un talento.

Después de años, mi amigo Andrés y yo le veremos este jueves en Madrid. Y ahora aceptando que, pese a simulacros y amores raros, sigue siendo el autor de esas canciones con las que me he hecho mayor, historias que ahora sí tienen que ver conmigo, aunque no hablen de nadie como yo.  Por eso, aunque en sus letras ya no hay princesas ni atracos,  si lo escucho mientras hago la cena y con la espumadera en la mano canto:  «sobran lunes por la tarde, faltan novios en los cines‘, mi Lama me mira preguntándose si estaré a punto de echarme a llorar o sacarlo a bailar.

Sabina contra Lady Gaga

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