Flechazos

Hockney
David Hockney Portrait of an Artist (Pool with Two Figures) 1972 Private Collection © David Hockney Photo Credit: Art Gallery of New South Wales / Jenni Carter

En cuanto le vi, supe que había ido bien. Me contuve para no preguntar, aunque me moría de ganas. Disimulé hablando de esto y lo otro, haciendo tiempo hasta sentarnos a la mesa y dejar que contase su historia. Me encanta cuando Toni, normalmente en la orilla de las conversaciones, nota que tiene nuestra atención y se lanza a hablar con esa mezcla de timidez y extrañeza por sentirse protagonista, comprobando que no aburre a nadie, pidiendo permiso con la mirada.

Honestamente, habría apostado por que la cita sería un fiasco. El día anterior me había enseñado la foto del chico. Unos treinta años, atlético, ojos rasgados, vestido con una camiseta de fútbol. Conozco a Toni desde hace siglos y alguno de sus ligues me ha dejado sin respiración. Sin embargo, en octubre cumplirá cincuenta y cinco y los años pesan de otra manera en esas aplicaciones.

Viéndole disimular su entusiasmo, me sentí aliviado. Sabía que su mala racha duraba más de lo normal y me preocupaba que empezase a pensar que no era solo una racha. A estas alturas, mi amigo no se engaña, sabe qué puede esperar de Grindr, pero todos tenemos alguna tarde de domingo en la que bajamos la guardia y pensamos que tal vez hoy será diferente. Esas son las citas peligrosas.

Si le diesen tiempo, más de uno se enamoraría de Toni. Esas cosas ocurren. Hace años, tuve un compañero opuesto a lo que siempre me había atraído. No sé cómo sucedió, ni siquiera me di cuenta, pero, a los pocos meses, habría dado un brazo por tener una mínima posibilidad con él.  Ese chico me volvió loco.

Aunque los niñatos a los que Toni persigue ni siquiera entienden a qué se dedica, mi amigo es brillante. Cualquiera que le escuche cinco minutos se dará cuenta de que es una de esas personas que mejoran la vida de uno. Sin embargo, no debemos perder de vista que, en un lugar donde la gente se presenta con fotos de pectorales, el hecho de ser un genio o un idiota importa una mierda.

El chico trabajaba en la FNAC. Le invitó a casa y, en cuanto llegó, vio en las pupilas que había tomado éxtasis. Toni no entró en detalles, pero era evidente que el sexo había ido bien.  El chaval se marchó enseguida. Tenía que pasar por su óptica. Todos decimos chorradas así cuando queremos desaparecer. Mi amigo llegó dando por hecho que no habría segunda cita y, un par de horas después, comprobó que le había bloqueado. Pese a todo, Toni parecía pletórico. Había comprobado que aún tenía tiempo.

Flechazos

El viaje de los Nachos (Fin)

mont-saint-michel

<- Leer parte 3

Abrí los ojos. Nacho conducía. Atravesábamos un paisaje de costa llano, sin apenas vegetación, con el horizonte y el Atlántico uniéndose en una lámina gris. Con los ojos desenfocados por el sueño distinguí una imponente silueta emergiendo del agua, como un pastel de roca sobre una bandeja. A medida que nos acercábamos se perfilaban las formas del Mont Saint-Michele, la monumental abadía normanda levantándose sobre una isla en el estuario del Couesnon.

Pronto descubrimos un segundo mar que destrozó el encanto del primero. El Saint-Michel flotaba sobre un océano de autocaravanas, con sus toldos de colores y antenas parabólicas, una flota que anunciaba uno de los destinos más concurridos de Francia, casi cuatro millones de turistas al año. Entonces, tomamos una decisión sabia. Decidimos instalarnos en el camping y entrar a la isla al anochecer, cuando la marabunta se hubiese retirado.

Atravesar el dique, cruzar la muralla y ascender entre sombras por las callejuelas empinadas de ese santuario, sin más ruido que el eco de algunos restaurantes cerrándose, se convirtió en uno de los momentos del viaje. Desde las murallas apenas se divisaba la bahía, ese espacio a merced de las mareas en el que el océano puede retirarse hasta quince kilómetros y que, cuando regresa a su lugar, convierte Saint-Michel en una isla, en la fortaleza y la prisión inexpugnable que fue durante siglos.

No alcanzaba el presupuesto para una de las famosas tortillas soufflé de La Mère Poulard, pero sí pudimos sentarnos en un muro y observar a los cocineros a través del cristal preparar las últimas del día, divirtiéndose improvisando una melodía con esa percusión de cucharas y cacharros de cobre.

A la mañana siguiente, volvimos a hacer el recorrido a la luz del sol, comprobando como el turismo lo vuelve todo vulgar. Con la marea baja, recuerdo escribir en la arena ‘Take me a picture, please‘ seguido de mi correo electrónico, con la esperanza de que lo viese alguno de los curiosos que fotografiaban desde lo alto de las almenas.  Alguien atendió a nuestros exagerados aspavientos y nos retrató. Aplaudimos agradecidos, aunque nunca recibimos esa imagen.

Con el Saint-Michel atrás, el viaje siguió su curso. Atravesamos Bretaña, recorrimos las murallas de Saint-Malo, y nos bañamos en su playa de arena oscura, de casetas de bañistas con listas azules y puestos de helados. Hicimos noche en Rouen, compramos alguna botella de Calvados para regalar, y madrugamos para continuar hasta La Rochelle, descender entre los bosques de las Landas y llegar a Biarritz, con sus ventosos arenales de surfistas y voladores de cometas y sus prohibitivos hoteles balneario. El viaje tocaba a su fin. Los silencios en el coche resultaban tan cómodos como las conversaciones. Nacho había conseguido que aprendiese a montar la tienda y renunciase a girar el mapa. Septiembre se terminaba. Los desayunos y cenas en el camping obligaban a abrigarse con la sudadera y los días de verano empezaban a menguar.

Ocurre a menudo que los mejores viajes, por lejos que nos lleven, terminan descubriéndonos a quien tenemos al lado. Esos cuatro mil kilómetros nos enseñaron mucho más de lo que habíamos visto. Un día, Nacho me dijo que abandonaba el Periodismo. Se había cansado de darle oportunidades a un oficio que se las negaba todas. Entonces se reinventó ganando un plaza de funcionario en Tenerife. Confiaba en que sería una etapa corta, pero tardó años en hacerse con el billete de vuelta. Cuando al fin íbamos a celebrar su regreso, apareció una de esas razones que le dan vuelta a la vida como un calcetín. Tal vez pensó que los lugares los hacen las personas y, cuando uno es realmente afortunado, basta una persona. Entonces voló a Galicia y nos presentó a esa chica que, mientras yo acababa mi desayuno, me sonreía, asombrándose de la naturalidad con la que el godo que había confundido España con la Península había estado a punto de perder su avión. Junto a ella, en su primera mañana de casado, Nacho meneaba la cabeza, asegurándose otra vez de que el otro Nacho tomase la dirección correcta para volver a casa.

El viaje de los Nachos (Fin)

El viaje de los Nachos (3)

Normandia

<- Leer parte 2

Me gustaría recordarme en una de las salas del Rijksmuseum, admirando los colores de La Lechera de Johanes Vermeer. Sin embargo, la memoria es caprichosa y la imagen que ha sobrevivido de ese viaje es la de dos amigos sentados en las mugrientas escaleras de un portal de Ámsterdam, untando de paté una rebanada de pan, agotados después de un batiburrillo turístico que incluía la Casa de Ana Frank, el Museo Heineken, un taller de diamantes y algunos mercados de tulipanes. Aquel no fue un viaje para gourmets. Las vacaciones de hotel y restaurante llegarían mucho después a nuestras vidas. Para cumplir la ruta planeada, debíamos estirar el presupuesto al máximo y la receta era sencilla: pasta, fiambre y gasolina.

Tras un par de días en Ámsterdam, en un camping repleto de adolescentes dormitando bajo nubes tóxicas o deambulando como zombies entre tiendas, continuamos viaje hasta Delft, un apacible pueblo en la costa de Holanda, protegido tras un frente de molinos de viento, con calles adoquinadas llenas de terrazas con ruidosos estudiantes americanos. A las afueras, encontramos un camping ecologista, ocas sueltas, erizos y lechosos holandeses tomando el sol semidesnudos entre la hierba, un lugar perfecto para reponerse y dejar Holanda con un imagen más amigable que la de los coffeshops y chinos fotografiando cabinas del barrio rojo.

Gante, con su lúgubre castillo, fue la siguiente parada. Al momento me enamoré de los elegantes flamencos rubios que desplegaban repipis manteles de cuadros y descorchaban botellas de vino a orillas del canal, una idea del botellón muy alejada del Dyc-cola en vaso de tubo con hielo de gasolinera a la que estaba acostumbrado. Esa noche decidimos agotar las existencias de la nevera portátil y Nacho volcó en la olla todo cuanto quedaba en las latas, sin orden ni concierto: lentejas, salchichas… Tuve que pasear hasta altas horas de la madrugada por las pistas de tierra del camping para digerir aquel hormigón de conservas. Mi amigo, en cambio, no tardó dos minutos en dormirse, haciendo gala de sus superpoderes para quedarse frito.

Dejamos atrás Bélgica para llegar a los paisajes húmedos, verdes y mullidos de Normandía. Conduciendo entre colinas y granjas, buscábamos la costa. Yo seguía girando el mapa como un cubo de rubik cuando el verano se apagó. Un cielo gris nos recibía a la llegada de Omaha, la playa donde la II Guerra Mundial comenzó a terminar. Aquel arenal abierto al Atlántico recordaba a demasiadas películas. Caminamos bromeando, aunque poco a poco el viento y la atmósfera cargada de historia nos dejó en silencio. En los altos, visitas guiadas de turistas recorrían los restos de las baterías alemanas. Frente a aquellos paisajes, sin posibilidad alguna de protegerse, resultaba fácil entender que el desembarco fue una cuestión de número: enviar más soldados que balas alemanas había para detenerlos.

A pocos kilómetros se extendían colinas de césped púlcramente cuidado, forradas de una geometría perfecta de cruces blancas. En cada una, un nombre, un símbolo religioso, el lugar de origen y la edad, la mayoría veinteañeros. ¿Cómo habría reaccionado yo si me hubiesen sacado de la universidad para enviarme a una guerra al otro lado del mundo?, ¿qué habría ocurrido si los miles de soldados extranjeros enterrados en aquellos cementerios no hubiesen venido?

Regresé al coche pensando que uno puede leer los libros más elocuentes, pero, en ocasiones, visitar los lugares nos permite entender que la historia fue real y no un simple relato entretenido, lugares donde, aunque no encontremos las respuestas, nos hagamos las preguntas adecuadas. Supongo que estaba a punto de aprender que era precisamente eso lo que hacía que viajar mereciese la pena.

(Continuará)

El viaje de los Nachos (3)

El viaje de los Nachos (2)

control policial

<- Leer parte 1

Seguramente no elegí el momento. Debería haber aprovechado las rectas de Castilla, pero me entró prisa. Nos dirigíamos a Francia, habíamos previsto pasar la primera noche en Burdeos y llegar a Ámsterdam al día siguiente. Recuerdo una tormenta de verano, algún silencio más largo de lo normal y yo pensando que, si íbamos a convivir dos semanas, debería contárselo.

Nunca he sido de soltar las cosas a bocajarro. Necesito introducciones. Cuando me lancé, cruzábamos Álava y la carretera admitía una salida del armario. Incluso encerrados en un coche, nada impedía a un buen conductor escuchar y conducir concentrado. Sin embargo, aparecieron curvas, pendientes pronunciadas, tráfico de camiones y, honestamente, era tarde para detener una conversación que se precipitaba ganando velocidad, sincronizada con aquella autopista que descendía entre valles cerrados y túneles interminables. Nacho, adelantándose a lo que estaba a punto de oír, agarraba con fuerza el volante sin separar la vista del asfalto. Yo no podía dejar de hablar. Todo fue extraño, incluso peligroso, pero entramos en Francia sanos, salvos y, desde luego, conociéndonos mejor.

Tras una primera noche a las afueras de Burdeos, en un hotel Formula 1 en el que no dejé de jugar con su sistema automático de lavado de aseos, continuamos viaje. A la mañana siguiente nos detuvo una retención provocada por un control de la Gendarmería francesa.

— A esos los han parado por árabes —convenimos los dos, sintiéndonos protegidos con nuestro dni español e indignados al ver como una familia entera era obligada a salir de un Mercedes destartalado y a descargar de la baca fardos y maletas atadas con cuerdas. El conductor, la mujer y dos niños miraban desde la acera con gesto indiferente, como si aquello formase parte de la rutina del viaje. Tras media hora examinando minuciosamente los bultos de su equipaje, dejaron que continuasen. El siguiente coche, con matrícula francesa, pasó sin problema. Era nuestra turno.

Bonjour monssieur, ¿a dónde se dirigen? —preguntó uno de los agentes con esa suavidad francesa que hace temer lo peor. No tuve tiempo de detener a Nacho.
—A Ámsterdam.
—Aparquen, por favor  —nos ordenó nada más escuchar nuestro destino, avisando con un gesto al resto de agentes que fumaban distraídos. Siguiendo sus órdenes, abrí el maletero, seguro de que nada habría ocurrido si mi amigo hubiese dicho Colonia, Estrasburgo o cualquiera de esas soporíferas ciudades del norte de Europa en las que sólo se fabrican televisores o muebles de diseño.

Con delicadeza de modistos, los gendarmes desplegaron un plástico sobre el arcén, abrieron mi mochila y extendieron toda mi ropa, desdoblando camisetas y separando calcetines, empaquetados en ovillos. Recuerdo el gesto de uno de ellos, curioseando las etiquetas. Por un momento creí que me preguntaría si tenía su talla. Me impresionó el primor de abuela con el que aquellos gorilas con chaleco antibalas volvían a plegar todo y meterlo en la mochila, a decir verdad, con bastante más atención y cuidado del que yo había invertido a la hora de hacer el equipaje.

Con la agradable sensación de haber sido controlados por una unidad policial de madres, continuamos. Dejamos atrás París, circunvalamos Bruselas, divisando a lo lejos el reflejo metálico del Atomium. «¿Nos acercamos?», preguntó Nacho. «¿Qué se nos ha perdido ahí?», contesté, despreciando una ciudad de la que no sabía nada y que, unos años más tarde, me cambiaría la vida.

Sin GPS, toda la ayuda con la que contábamos era un mapa de carreteras. Atravesando las calles de Ámsterdam, Nacho me miraba por el rabillo del ojo, alarmado al ver como giraba el plano intentando orientarlo en la dirección correcta. Cansado de disimular, preferí ser honesto y dejar de fingir que podría ser de alguna utilidad al conductor, más allá de sintonizar la radio y dar conversación. Finalmente llegamos al camping, deseando zambullirnos en la piscina y disfrutar de un sueño reparador. Nada más cruzar la recepción, un cartel enorme nos hizo darnos cuenta de que quizá no sería tan fácil descansar:  ‘Prohibido fumar porros, je, je, je’.

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El viaje de los Nachos (2)

El viaje de los Nachos (1)

Boda Noche

Lo había comprobado tres veces. Mi vuelo de regreso salía a las 14.05. No había necesidad de volver a mirar y, sin embargo, le pedí a Nacho que lo hiciese. Le había enviado a su móvil un correo con mis billetes. La boda terminaba. El viento, que no había dejado de soplar, amainaba. Los invitados se despedían, acababan sus desayunos y yo sonreía recordando mi desafortunada metedura de pata durante la fiesta. Había empezado mi brindis diciendo que Canarias y España tenían una hora de diferencia. Al momento, un murmullo de protesta me impidió terminar la frase. Desconcertado, miré a mi alrededor buscando una explicación, hasta que un alma caritativa me susurró: ‘No olvide usted que Canarias también es España’. Al darme cuenta de la ofensa, añadí con rapidez que Galicia, por su posición geográfica, debería tener la misma hora que Canarias, en un triste intento de ganarme al auditorio. Sin embargo, nada pudo evitar ya que me coronaran como el «godo mayor» de la boda.

Esa mañana, los novios habían madrugado para despedirnos. En la luminosa plaza de aquella hacienda se apilaban las maletas y empezaban a organizarse los grupos para trasladarnos al norte o al sur de la isla, dependiendo desde donde saliese el avión de cada uno. La familia de Nacho se quedaría cuatro días más en Tenerife y yo imaginaba cuánto me habría gustado pasar una semana con mi Lama en aquella casa aislada con vistas al océano, entre muros encalados, vigas de madera barnizadas y suelos empedrados. Enseñarle esos paisajes de roca volcánica y cactus, los barrancos y la silueta de la costa, con sus altos coronados por capillas y faros. Todo tan diferente al Tenerife de hoteles gastados, con ingleses fofos y blancos flotando en piscinas, aliviando la resaca con clases de aqua-gym. Entonces vi a Nacho sonreír y tuve un mal presentimiento.

‘No me digas que no es a las dos. Lo comprobé ayer’, pregunté con urgencia. Las conversaciones pararon y todo el mundo nos miró en silencio. ‘Ser es a las dos’, me dijo, ‘pero desde el sur, no desde el norte’. Una diminuta ‘s’ entre paréntesis había estado a punto de dejarme en tierra. Mientras mi despiste hacía reír a todos, Nacho me miraba meneando la cabeza y entonces apareció en mi memoria otro Nacho, un Nacho de hace no sé exactamente cuánto tiempo, tal vez veinte años.

En esa imagen, mi amigo cerraba el maletero de un coche de alquiler. Sería quizá un Megane o cualquier otro modelo al alcance de veinteañeros mal pagados. Comenzaba septiembre y el resto había disfrutado de sus vacaciones. Aparcamos en la Galuresa, una de las gasolineras a la entrada de Santiago. Milagrosamente, todo había entrado en el maletero: la tienda, la mesa plegable, las sillas del camping, cajas con conservas… Nos esperaban dos días de carretera hasta Amsterdam y, después, regresar bordeando la costa de Holanda, Bélgica, Normandía, Bretaña, las Landas y a casa de nuevo. Nacho y yo nos habíamos hecho amigos estudiando Periodismo. Congeniábamos, teníamos prisa por conocer otros lugares y, sin embargo, la idea de pasar dos semanas solos en un coche me producía una cierta desazón.

Mi amigo Fran me dijo una vez que aconsejaría a todo el mundo hacer dos veces el interrail: una solo, para poner a prueba nuestra salud mental, soportando tantos días de viaje en tren con nosotros mismos, y la otra, con la persona con la que deseamos vivir el resto de la vida. Un viaje implica decisiones, a veces demasiadas, y cada una representa una oportunidad para romper la baraja. Dos mil kilómetros de ida y dos mil kilómetros de vuelta dentro de un Megane estaban a punto de brindarnos la ocasión perfecta para descubrir hasta dónde llegaría nuestra aventura de verano.

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El viaje de los Nachos (1)