
Lo había comprobado tres veces. Mi vuelo de regreso salía a las 14.05. No había necesidad de volver a mirar y, sin embargo, le pedí a Nacho que lo hiciese. Le había enviado a su móvil un correo con mis billetes. La boda terminaba. El viento, que no había dejado de soplar, amainaba. Los invitados se despedían, acababan sus desayunos y yo sonreía recordando mi desafortunada metedura de pata durante la fiesta. Había empezado mi brindis diciendo que Canarias y España tenían una hora de diferencia. Al momento, un murmullo de protesta me impidió terminar la frase. Desconcertado, miré a mi alrededor buscando una explicación, hasta que un alma caritativa me susurró: ‘No olvide usted que Canarias también es España’. Al darme cuenta de la ofensa, añadí con rapidez que Galicia, por su posición geográfica, debería tener la misma hora que Canarias, en un triste intento de ganarme al auditorio. Sin embargo, nada pudo evitar ya que me coronaran como el «godo mayor» de la boda.
Esa mañana, los novios habían madrugado para despedirnos. En la luminosa plaza de aquella hacienda se apilaban las maletas y empezaban a organizarse los grupos para trasladarnos al norte o al sur de la isla, dependiendo desde donde saliese el avión de cada uno. La familia de Nacho se quedaría cuatro días más en Tenerife y yo imaginaba cuánto me habría gustado pasar una semana con mi Lama en aquella casa aislada con vistas al océano, entre muros encalados, vigas de madera barnizadas y suelos empedrados. Enseñarle esos paisajes de roca volcánica y cactus, los barrancos y la silueta de la costa, con sus altos coronados por capillas y faros. Todo tan diferente al Tenerife de hoteles gastados, con ingleses fofos y blancos flotando en piscinas, aliviando la resaca con clases de aqua-gym. Entonces vi a Nacho sonreír y tuve un mal presentimiento.
‘No me digas que no es a las dos. Lo comprobé ayer’, pregunté con urgencia. Las conversaciones pararon y todo el mundo nos miró en silencio. ‘Ser es a las dos’, me dijo, ‘pero desde el sur, no desde el norte’. Una diminuta ‘s’ entre paréntesis había estado a punto de dejarme en tierra. Mientras mi despiste hacía reír a todos, Nacho me miraba meneando la cabeza y entonces apareció en mi memoria otro Nacho, un Nacho de hace no sé exactamente cuánto tiempo, tal vez veinte años.
En esa imagen, mi amigo cerraba el maletero de un coche de alquiler. Sería quizá un Megane o cualquier otro modelo al alcance de veinteañeros mal pagados. Comenzaba septiembre y el resto había disfrutado de sus vacaciones. Aparcamos en la Galuresa, una de las gasolineras a la entrada de Santiago. Milagrosamente, todo había entrado en el maletero: la tienda, la mesa plegable, las sillas del camping, cajas con conservas… Nos esperaban dos días de carretera hasta Amsterdam y, después, regresar bordeando la costa de Holanda, Bélgica, Normandía, Bretaña, las Landas y a casa de nuevo. Nacho y yo nos habíamos hecho amigos estudiando Periodismo. Congeniábamos, teníamos prisa por conocer otros lugares y, sin embargo, la idea de pasar dos semanas solos en un coche me producía una cierta desazón.
Mi amigo Fran me dijo una vez que aconsejaría a todo el mundo hacer dos veces el interrail: una solo, para poner a prueba nuestra salud mental, soportando tantos días de viaje en tren con nosotros mismos, y la otra, con la persona con la que deseamos vivir el resto de la vida. Un viaje implica decisiones, a veces demasiadas, y cada una representa una oportunidad para romper la baraja. Dos mil kilómetros de ida y dos mil kilómetros de vuelta dentro de un Megane estaban a punto de brindarnos la ocasión perfecta para descubrir hasta dónde llegaría nuestra aventura de verano.