El viaje de los Nachos (3)

Normandia

<- Leer parte 2

Me gustaría recordarme en una de las salas del Rijksmuseum, admirando los colores de La Lechera de Johanes Vermeer. Sin embargo, la memoria es caprichosa y la imagen que ha sobrevivido de ese viaje es la de dos amigos sentados en las mugrientas escaleras de un portal de Ámsterdam, untando de paté una rebanada de pan, agotados después de un batiburrillo turístico que incluía la Casa de Ana Frank, el Museo Heineken, un taller de diamantes y algunos mercados de tulipanes. Aquel no fue un viaje para gourmets. Las vacaciones de hotel y restaurante llegarían mucho después a nuestras vidas. Para cumplir la ruta planeada, debíamos estirar el presupuesto al máximo y la receta era sencilla: pasta, fiambre y gasolina.

Tras un par de días en Ámsterdam, en un camping repleto de adolescentes dormitando bajo nubes tóxicas o deambulando como zombies entre tiendas, continuamos viaje hasta Delft, un apacible pueblo en la costa de Holanda, protegido tras un frente de molinos de viento, con calles adoquinadas llenas de terrazas con ruidosos estudiantes americanos. A las afueras, encontramos un camping ecologista, ocas sueltas, erizos y lechosos holandeses tomando el sol semidesnudos entre la hierba, un lugar perfecto para reponerse y dejar Holanda con un imagen más amigable que la de los coffeshops y chinos fotografiando cabinas del barrio rojo.

Gante, con su lúgubre castillo, fue la siguiente parada. Al momento me enamoré de los elegantes flamencos rubios que desplegaban repipis manteles de cuadros y descorchaban botellas de vino a orillas del canal, una idea del botellón muy alejada del Dyc-cola en vaso de tubo con hielo de gasolinera a la que estaba acostumbrado. Esa noche decidimos agotar las existencias de la nevera portátil y Nacho volcó en la olla todo cuanto quedaba en las latas, sin orden ni concierto: lentejas, salchichas… Tuve que pasear hasta altas horas de la madrugada por las pistas de tierra del camping para digerir aquel hormigón de conservas. Mi amigo, en cambio, no tardó dos minutos en dormirse, haciendo gala de sus superpoderes para quedarse frito.

Dejamos atrás Bélgica para llegar a los paisajes húmedos, verdes y mullidos de Normandía. Conduciendo entre colinas y granjas, buscábamos la costa. Yo seguía girando el mapa como un cubo de rubik cuando el verano se apagó. Un cielo gris nos recibía a la llegada de Omaha, la playa donde la II Guerra Mundial comenzó a terminar. Aquel arenal abierto al Atlántico recordaba a demasiadas películas. Caminamos bromeando, aunque poco a poco el viento y la atmósfera cargada de historia nos dejó en silencio. En los altos, visitas guiadas de turistas recorrían los restos de las baterías alemanas. Frente a aquellos paisajes, sin posibilidad alguna de protegerse, resultaba fácil entender que el desembarco fue una cuestión de número: enviar más soldados que balas alemanas había para detenerlos.

A pocos kilómetros se extendían colinas de césped púlcramente cuidado, forradas de una geometría perfecta de cruces blancas. En cada una, un nombre, un símbolo religioso, el lugar de origen y la edad, la mayoría veinteañeros. ¿Cómo habría reaccionado yo si me hubiesen sacado de la universidad para enviarme a una guerra al otro lado del mundo?, ¿qué habría ocurrido si los miles de soldados extranjeros enterrados en aquellos cementerios no hubiesen venido?

Regresé al coche pensando que uno puede leer los libros más elocuentes, pero, en ocasiones, visitar los lugares nos permite entender que la historia fue real y no un simple relato entretenido, lugares donde, aunque no encontremos las respuestas, nos hagamos las preguntas adecuadas. Supongo que estaba a punto de aprender que era precisamente eso lo que hacía que viajar mereciese la pena.

(Continuará)

El viaje de los Nachos (3)

Deja un comentario