
Abrí los ojos. Nacho conducía. Atravesábamos un paisaje de costa llano, sin apenas vegetación, con el horizonte y el Atlántico uniéndose en una lámina gris. Con los ojos desenfocados por el sueño distinguí una imponente silueta emergiendo del agua, como un pastel de roca sobre una bandeja. A medida que nos acercábamos se perfilaban las formas del Mont Saint-Michele, la monumental abadía normanda levantándose sobre una isla en el estuario del Couesnon.
Pronto descubrimos un segundo mar que destrozó el encanto del primero. El Saint-Michel flotaba sobre un océano de autocaravanas, con sus toldos de colores y antenas parabólicas, una flota que anunciaba uno de los destinos más concurridos de Francia, casi cuatro millones de turistas al año. Entonces, tomamos una decisión sabia. Decidimos instalarnos en el camping y entrar a la isla al anochecer, cuando la marabunta se hubiese retirado.
Atravesar el dique, cruzar la muralla y ascender entre sombras por las callejuelas empinadas de ese santuario, sin más ruido que el eco de algunos restaurantes cerrándose, se convirtió en uno de los momentos del viaje. Desde las murallas apenas se divisaba la bahía, ese espacio a merced de las mareas en el que el océano puede retirarse hasta quince kilómetros y que, cuando regresa a su lugar, convierte Saint-Michel en una isla, en la fortaleza y la prisión inexpugnable que fue durante siglos.
No alcanzaba el presupuesto para una de las famosas tortillas soufflé de La Mère Poulard, pero sí pudimos sentarnos en un muro y observar a los cocineros a través del cristal preparar las últimas del día, divirtiéndose improvisando una melodía con esa percusión de cucharas y cacharros de cobre.
A la mañana siguiente, volvimos a hacer el recorrido a la luz del sol, comprobando como el turismo lo vuelve todo vulgar. Con la marea baja, recuerdo escribir en la arena ‘Take me a picture, please‘ seguido de mi correo electrónico, con la esperanza de que lo viese alguno de los curiosos que fotografiaban desde lo alto de las almenas. Alguien atendió a nuestros exagerados aspavientos y nos retrató. Aplaudimos agradecidos, aunque nunca recibimos esa imagen.
Con el Saint-Michel atrás, el viaje siguió su curso. Atravesamos Bretaña, recorrimos las murallas de Saint-Malo, y nos bañamos en su playa de arena oscura, de casetas de bañistas con listas azules y puestos de helados. Hicimos noche en Rouen, compramos alguna botella de Calvados para regalar, y madrugamos para continuar hasta La Rochelle, descender entre los bosques de las Landas y llegar a Biarritz, con sus ventosos arenales de surfistas y voladores de cometas y sus prohibitivos hoteles balneario. El viaje tocaba a su fin. Los silencios en el coche resultaban tan cómodos como las conversaciones. Nacho había conseguido que aprendiese a montar la tienda y renunciase a girar el mapa. Septiembre se terminaba. Los desayunos y cenas en el camping obligaban a abrigarse con la sudadera y los días de verano empezaban a menguar.
Ocurre a menudo que los mejores viajes, por lejos que nos lleven, terminan descubriéndonos a quien tenemos al lado. Esos cuatro mil kilómetros nos enseñaron mucho más de lo que habíamos visto. Un día, Nacho me dijo que abandonaba el Periodismo. Se había cansado de darle oportunidades a un oficio que se las negaba todas. Entonces se reinventó ganando un plaza de funcionario en Tenerife. Confiaba en que sería una etapa corta, pero tardó años en hacerse con el billete de vuelta. Cuando al fin íbamos a celebrar su regreso, apareció una de esas razones que le dan vuelta a la vida como un calcetín. Tal vez pensó que los lugares los hacen las personas y, cuando uno es realmente afortunado, basta una persona. Entonces voló a Galicia y nos presentó a esa chica que, mientras yo acababa mi desayuno, me sonreía, asombrándose de la naturalidad con la que el godo que había confundido España con la Península había estado a punto de perder su avión. Junto a ella, en su primera mañana de casado, Nacho meneaba la cabeza, asegurándose otra vez de que el otro Nacho tomase la dirección correcta para volver a casa.