
Al llegar al embalse, dudo. Veintidós años con carné y las prioridades todavía me confunden. En realidad, sospecho que nadie las entiende y todos esperamos a ver qué hace el otro. Tras unos segundos de titubeo, la furgoneta cruza y el conductor me mira extrañado. Finjo sintonizar una emisora y, en cuanto lo veo alejarse por el retrovisor, atravieso el puente. Por el rabillo del ojo, busco la roca desde la que nos tirábamos de pequeños. Me imagino zambulléndome en el agua con un elegante salto de cabeza. Al momento me doy cuenta de que se trata de un recuerdo falso. Siempre he sido más bien torpe y lo real se parecería probablemente más a una estrepitosa bomba, salpicando a Natalia o a cualquiera que tomase el sol en la orilla.
Tomo el desvío de Leboreiro y veo que carteles de orquesta cubren la puerta del bar-tienda de Rocío, cerrado desde hace años. Me pregunto si seguirán colgadas del techo esas cintas adhesivas para atrapar moscas y aquel olor espeso a colacao. El cruce de la carretera principal y la que lleva a Montederramo marcaba el límite del territorio permitido durante la infancia. A partir de allí debíamos dar la vuelta con las bicis. Entonces, de regreso al pueblo, apenas encontrábamos tráfico: el Land Rover salpicado de barro del panadero, el Cuatro Latas de la Guardia Civil y, tal vez por las tardes, el coche de línea regresando de Ourense. Hoy no me he cruzado con nadie. Al llegar a la recta de A Franqueira, nos gustaba acelerar hasta perder el control de los pedales. Todavía hoy se ven los postes oxidados de las porterías y apuesto que podría encontrar cartuchos del tiro al plato.
Antes de la primera curva desde la que se ve el pueblo, la carretera bordea prados donde recogíamos árnica. Una mujer se acercaba en coche a comprarla los días de feria. Venía con una balanza y nos pagaba cuatro duros. Primero se nos ocurrió mojar las flores para que pesasen más. La siguiente vez escondimos piedrecitas. Allí se acabó el negocio. En esos campos rodeados de abedules y robles pastan terneras. Apenas se cultiva nada en la falda del San Mamede, pero ese verde hace que uno desee ser vaca. Según mi tía Camila, la obsesión bovina me viene de lejos. De niño vigilaba la calle desde el mostrador del comercio. En cuanto veía al señor Julio o a cualquiera pasar con ganado salía disparado y le acompañaba hasta donde fuese, incordiándole por el camino con todo tipo de preguntas. Durante años, una mirada de vaca fue mi salvapantallas en el ordenador del periódico. Nada más eficaz contra el estrés que una rubia gallega recordándote que, en esta vida, nada es urgente.
Cada vez que paso al lado del cementerio me sobreviene una sensación incómoda. No he entrado demasiadas veces, aunque tengo la impresión de que, entre esos mármoles comidos por el musgo, será donde acabe algún día. Justo enfrente, han cerrado las granjas y el olor a purín ha desaparecido. Hoy todo huele a hierba segada. Desde la carretera distingo un cartel de ‘Se vende’ entre tablas que tapian ventanas. ¿Para que compraría alguien una granja abandonada? De pequeño habría más de diez mil pollos. Cuando crecían se cambiaban de nave. Entonces, el Espinillo me avisaba y, tan pronto como su padre nos dejaba solos, llenábamos las mangas de la cazadora de pollitos, la girábamos en el aire como si fuese una honda y los disparábamos lo más lejos posible. Supongo que hoy iría a la cárcel por algo así.
También han cambiado el cartel con el nombre del pueblo. Han sustituido el metálico por uno de madera, como tallado a navaja, aunque apuesto que habrá salido de algún polígono chino. Al lado, una hornacina de cristal astillado con una virgen en el interior, los restos de una vela consumida y flores secas. Desde ese alto, unos árboles tapaban la vista, pero esos pinos han desaparecido, quizá ardieron o alguien se decidió a talarlos. Ahora se ve el monasterio, el río oculto entre hileras de árboles y las casas mirando a la carretera, con la ropa tendida en las huertas de atrás. Apago el coche y bajo a tomar una foto. Un hombre pasa montado en un tractor y me saluda con un movimiento de cabeza. Me pregunto si me habrá reconocido y siento un punto de vergüenza por comportarme como un turista. Supongo que uno debe irse, cumplir algunos años y volver para sentir ganas de fotografiar los lugares de siempre.
Son las cuatro y el pueblo sestea inmóvil. Todo ocupa el lugar que le corresponde y, sin embargo, todo parece distinto. Nunca he sabido explicar qué tiene de especial Montederramo, aunque estoy seguro de que, si le pidiese a un niño que dibujase un pueblo, se parecería bastante a este.