
Hace un par de veranos murió la madre de una amiga. Llevaba tiempo delicada, pero su salud se había deteriorado en los últimos años y apenas salía de casa. Me acerqué al tanatorio y vi a su padre al fondo del vestíbulo, rodeado de familiares. Al aproximarme, me saludó con afecto. Entre silencios, me dijo: «¿Sabes, Nacho? Los últimos años fuimos muy felices». La frase, por inesperada, me dejó aturdido. Por mi amiga conocía detalles de la enfermedad, la fragilidad y necesidad constante de asistencia. La palabra ‘felicidad’ no parecía encajar. «Me alegro de haber podido cuidar de ella todos los días», continuó, haciéndome pensar que tal vez la felicidad tenga caras que no llego a imaginar.
Mi amiga me había contado hace tiempo la historia de sus padres, digna de una novela. Ella, la niña bonita de una familia de posibles, como se decía entonces; él, un joven humilde llegado a la ciudad para labrarse un futuro. Dos enamorados que debieron sobreponerse a la negativa de los padres de mi amiga, empeñados en conseguir para su hija un pretendiente de mejor posición. Él debió esperar años, afanándose por construir una carrera que le hiciese merecedor de la mujer de su vida. Lo hizo y no se equivocó. Ella fue la mujer de su vida.
Por ahora no he tenido la experiencia de cuidar de alguien cercano con una enfermedad grave, aunque lo he visto a mi alrededor. Supongo que es una de esas cuestiones que aceptamos como inevitables, que etiquetamos con esa expresión de ‘ley de vida’ -pareciese que todas las leyes de vida prevén una condena-. Cuando la enfermedad se presenta muchos hogares se ponen a prueba hasta extremos difíciles de describir. A medida que me hago mayor se vuelven frecuentes estas historias y las palabras del padre de mi amiga reaparecen como un bálsamo: la posibilidad de encontrar felicidad en el cuidado de quien queremos, entre pruebas, esperas, en el angustioso proceso en el que vemos a alguien contra las cuerdas.
Hace poco mi amigo Andrés compartió un artículo de Ángeles Caballero en El Confidencial titulado ‘Ese maldito olor a desinfectante‘, dedicado a los cuidadores, a las enfermeras, los celadores, a todas las personas que nos sonríen y nos animan en los momentos de miedo, de incertidumbre, de hospital, cuando parece que la vida nos echa a un lado. Alivia pensar que, en esos días, no todo es dolor y que, a menudo, esos escenarios están iluminados por el cariño.
A Charo, una vecina del barrio, le queda nada para jubilarse y dejar de poner desayunos. Hace un par de semanas que arrastra una tendinitis y debe ir en taxi a la residencia donde cuidan a su marido. A Álvaro le ingresaron hace casi quince años, cuando la enfermedad hizo imposible atenderle en casa. Desde entonces, dice que cuenta con los dedos de la mano los días que no ha pasado a verle. Sus hijas insisten en que se vaya unos días a airearse a San Vicente, que ellas se ocuparán del bar, pero no hay manera. Escuchándola, me venían a la cabeza esos artículos que advierten de como algunas enfermedades desgastan a los familiares de quien las padece. Con estas ideas en mente, el otro día cometí la torpeza de meterme donde no me llaman y aconsejarle que hiciese caso y se marchase a descansar. ‘¿A descansar, Nacho?’, me dijo, ‘Ver a Álvaro es el mejor momento del día’.