
A mi hermana la han hecho indefinida y, unos días antes, ese novio que sigue diciendo que no es su novio le regaló un viaje a Berlín. El día de su cumpleaños, le pidió que se girase y, cuando se dio la vuelta, le lanzó el billete en forma de avión de papel. Serán sus primeras vacaciones juntos y Sara, que sólo imagina aventuras en lugares con monzones, está a punto de descubrir que son otros los viajes peligrosos.
Mientras me alegro por mi hermanita, recibo una foto de las notas de Victoria. No creo que a mi sobrina le importe un bledo ser una de las lumbreras de la Safa, pero siento envidia viendo a mi hermana orgullosa. Hubo una época en la que yo también subía la Avenida de Buenos Aires acelerado, deseando llegar a la caja de ahorros para asomarme al mostrador y enseñar a mi madre mi evaluación. Tal vez ella imaginaba que me convertiría en uno de esos periodistas que sientan en las tertulias y nos explican a todos cómo funciona el mundo.
Se acaba 2017 y me siento a cuadrar cuentas. Decido empezar por lo bueno, y anoto que el menisco va arreglándose. Nada más entrar en la consulta, el trauma me saludó con un «siéntese, Ignacio» tan cálido que a punto estuve de saltar a su regazo. Con menos delicadeza, me ordenó pasar a la camilla y, a modo de palanca de marchas, empezó a mover mi pierna en todas direcciones. Finalmente, me pidió que me pusiese en cuclillas. Desde esa posición tan indigna, le escuché decir que el quirófano puede esperar y yo, que desconfío de cualquier diagnóstico que no salga de una máquina, dudo de en qué parte del balance acabará mi menisco.
Esta mañana, mi Lama se ha ido al trabajo cantando City of Stars, la versión de Operación Triunfo. Llevaba el jersey grueso que le compré en Dublín y, mientras hago inventario de 2017, pienso que hemos dejado de hacernos regalos en los viajes. Antes me agarraba a esa idea de que, en cuestión de sentimientos, lo importante era desprenderse de las convenciones. Al otro lado de los cuarenta, he empezado a fijarme en quienes no olvidan los detalles, como María, que me ha traído una taza de té espléndida. Hasta hace poco me agradecía con whiskey que la bajase a Renfe, ahora me trae té. A la taza le falta un asa para ser perfecta, pero su forma de cilindro ligeramente más estrecho en la base hará que la use todo el tiempo.
Me esfuerzo por no divagar y concentrarme en las cosas que he conseguido, esas que me permitirán decir «fue en 2017 cuando…», y sin embargo, lo que se me viene a la cabeza es el Bico, ese restaurante donde a mi amigo Andrés le gustan todos los camareros y creo que a todos los camareros les gusta un poco Andrés. En una cena, Óscar nos contó como, cuando su padre estaba embarcado, su madre dormía con una motosierra debajo de la cama, por si a algún incauto se le ocurría entrar a robar. Y aunque Óscar ya no vive a las afueras de Boiro, le veo muy capaz de plantarse en el pasillo de madrugada, con sus ojos de huskey, el mentón levantado y un compás en la mano, como un D’Artagan de Montealto.
Vuelvo a perder el hilo y aparecen las hermanas Ruiz, ese café en la terraza del Badulaque, con el sol de sobremesa calentándonos la cara, resistiéndonos a cerrar los ojos para no perder de vista la ría de Cedeira y el regusto a brazo de gitano en la boca. Y pienso que los años son colecciones de imágenes inconexas a las que nos empeñamos en darle un significado en forma de historia, conversaciones, ruidos, calambres en el estómago, fogonazos de euforia y esa paz de llegar a casa después de un fin de semana y volver a bajar las persianas.
Sé bien que falseo las cuentas, que me niego a escribir el único nombre en el que pensaré cada vez que diga «2018 fue el año cuando…» y, sin embargo, todo lo demás sigue estando ahí, igual de real y luminoso, porque la vida no es un pulso entre lo bueno y lo malo, sino un suma y sigue, un banquete en el que no sabemos qué plato servirán después, y aún así esperamos con la servilleta puesta.
