Firmas de leche y firmas de adulto

Firma nacho

Enseñarnos a firmar representaba para mi padre una de las cuestiones básicas en la educación de un hijo, tanto como aprender a cepillar los zapatos o a mondar una naranja sin llevarnos la pulpa por delante. Creía que las firmas infantiles o descuidadas eran propias de personas sin ambición y esta idea le llevaba a hacerme practicar de manera concienzuda desde pequeño ya que debía estar listo para estrenarla cuando recibiese mi primer dni.

Para él no existían firmas de leche y firmas de adulto. Debía perfeccionarla y no usarla hasta estar seguro de que ese era el trazo con el que quería identificarme el resto de la vida. La firma no era algo que se debiese rectificar y mucho menos abandonar. De alguna manera, representaba la primera decisión definitiva. Todavía me divierte cuando encuentro postales de amigos escritas con esa caligrafía oronda y esmerada de la EGB y con un nombre transformado en firma enmarcándolo simplemente en un óvalo o añadiendo un aspa o algún otro adorno infantil. Gracias a la obsesión de mi padre, la mía fue siempre una firma con hechuras de adulto.

Una afilada «A» mayúscula domina la firma de mi padre. La traza con un gesto ágil en el que su muñeca sube y baja, como si marcase un compás musical. Sin levantar la pluma, completa después el resto del nombre, estilizando los rasgos de la «g» y la «t», para terminar con un golpe sonoro, en el que retrocede con resolución desde la última a la primera letra, en un gesto rotundo de autoridad caligráfica. El resultado es un nombre apenas legible, con las letras levemente tumbadas a la derecha, sacudidas por un cierto aire de urgencia.

De niño, recuerdo sentarme a su lado en el sofá, verle sacar una pluma de la americana, apoyar alguna factura sobre un libro y emborronarla con firmas en serie. Para mí, aprender a firmar fue imitar sus movimientos y en la «i» mayúscula de Ignacio se adivina con facilidad la «a» de Agustín. Como la expresión de un vínculo genético, con los años reparé en que esta transfiguración se reproducía en las firmas de mis hermanos y, además de la lógica similitud de la A de Alejandro, también en la R de Rebeca y en la S de Sonia y Sara intuyo la horma de mi padre.

Nunca he pensado en serio si la firma dice algo de nuestro carácter. Sin embargo, cuando al firmar llego a la ‘o’ final y prolongo su rizo hasta convertirlo en una línea que retrocede subrayando ni nombre, entonces me acuerdo de mi padre, como si en ese gesto se condensase el compromiso de llegar a ser todo cuanto a él le gustaría que fuese en la vida.

Firmas de leche y firmas de adulto

La Manuela, el bar del futuro

Manuela

Si el futuro entró en Montederramo por algún sitio, fue a través de sus bares. A principios de los sesenta, la Acacia compró la primera televisión. Aquel café, desde el que muchos vecinos vieron al hombre llegar a la luna, cerró antes de que yo naciese, pero otros tomaron el testigo. En mi época, por ejemplo, las novedades aparecían en La Manuela. Fue ella quien trajo al pueblo el vídeo, un VHS que hizo más llevaderas las tardes lluviosas de invierno. Arrimados a una estufa de butano y devorando pipas como hamsters, Espinillo, Medioquilo y yo descubrimos embobados a personajes clave en nuestra educación, como un tal Stallone, capaz de masacrar a un ejército sin más ayuda que un cuchillo de sierra y algo de pintura en la cara.

Poco después llegó la primera máquina recreativa con videojuego: el Green Beret. Un joystick y un botón rojo bastaban para transformarnos en soldados de élite. Aquella máquina de La Manuela, hoy considerada un clásico, destrozó mi bolsillo. Cuando nos quedábamos sin blanca, no quedaba otra que ayudar en misa. El cura soltaba una propina rácana que luego completaba mi tía, de manera especialmente espléndida si me había animado a hacer una de las lecturas. Poco imaginaba don Manuel que la motivación de sus monaguillos era conseguir cash para dilapidarlo haciendo la guerra.

El futuro volvió a asomarse a nuestro bar en los noventa, esta vez en forma de cadena de música. Pronto descubrimos que aquella torre incorporaba un discman, maravilloso aparato que permitía escuchar una canción en bucle sin la pesadez de rebobinar. Lamentablemente, el único cd disponible aquel verano era Luz Casal y eso la convirtió en nuestra pesadilla. Sin saber por qué, Roseta llegaba al bar y pinchaba la cinco, una y otra vez, con esa obsesión insana de los quince años. Al final, consiguió grabarnos a fuego la letra de Es por ti, como si fuese un depresivo himno generacional. Más tarde llegarían Sabina, Extremoduro…, pero aquel verano solo escuchamos a Luz y mi Lama todavía me mira raro cuando suena y le digo que me recuerda tanto a Roseta, como si le ocultase una inesperada historia de amor.

Hace semanas, me enteré de que Manuela había fallecido. Pese al tiempo que pasé en su bar, no podría contar demasiado sobre ella. La recuerdo al otro lado de la barra, callada y vestida de negro. Mis amigos y yo nos convertimos en clientes fijos antes de que nos saliese el primer pelo del bigote.  Ser clientes rentables nos llevó más tiempo y es que, durante años, pipas y coca-cola fueron todo nuestro gasto. Supongo que, en cuanto dejamos atrás la edad de las Mirindas, lo compensamos con creces.

Lo cierto es que nuestros padres tenían el Bodegón; los primos y hermanos mayores se atrincheraban en el Galicia, pero la Manuela era nuestro bar. Allí pasábamos tardes enteras, desde la siesta hasta la madrugada, veranos en los que uno sabía la hora porque veía a Manolo volver con el chimpín, al carnicero pasar tambaleándose sobre la bici o a mi tía y el resto del ‘comando viudas’ con su caminata diaria hasta el cementerio. Como el vídeo, el discman o los videojuegos, también nosotros formábamos parte de ese futuro que llegaba al pueblo a través de La Manuela.

La Manuela, el bar del futuro