De impura raza

Ros

Mi amigo Eliseu adoptó hace años a dos dobermans. Como le entusiasma la música, los llamó Papageno y Papagena, personajes de la Flauta Mágica. Son perros elegantes, de pelo brillante y pose atlética. Sin embargo, la gente los mira con recelo. El cine ha conseguido que asociemos a los dobermans con imágenes de campos de concentración, prisiones y otros lugares violentos. Además, circulan leyendas siniestras y absurdas, como que proceden de experimentos genéticos y su cerebro crece hasta desbordar la capacidad del cráneo; entonces enloquecen y atacan a sus dueños.

Cuando hablamos de razas peligrosas, mi amigo defiende a los animales que cargan con ese estigma y alega que cada año se producen más ataques de juguetones pastores alemanes que de cualquier otro perro. Aunque no dudo de la estadística, me resisto a creerla ya que, como tantos otros niños de mi generación, yo crecí con el ansia de tener un pastor alemán de pura raza.

De niño devoraba libros sobre perros y estudiaba las características que debían cumplir un verdadero pastor alemán: la altura, las marcas faciales, la forma de la cola… De todos esos rasgos, el que encontraba más hermoso eran sus orejas elevadas, picudas, en alerta. Cuando un amigo me mostraba un supuesto ejemplar, yo ponía cara de experto y lo examinaba de cabo a rabo. Si todo parecía coincidir, me guardaba una carta final: el paladar. Abría la boca del animal y si no era negro, lo descartaba. Con los años, he averiguado que el paladar negro no es más que una creencia popular, sin embargo, entonces lo tomaba como la prueba definitiva.

Mi primer pastor alemán se llamaba Ros. Llegó siendo una bola de pelo que rodaba por el parqué de casa y se estrellaba contra los bajos del sofá. Quizá para hacerme apreciar más mi regalo, alguien exageró su pedigrí y, como si pasease al príncipe de los perros, lo bajaba a la calle sintiéndome el niño más privilegiado del barrio.

Cada día lo acariciaba y abría su boca para comprobar que su paladar seguía  igual de negro. Sin embargo, con la misma impaciencia que un adolescente se mira al espejo, deseando descubrir su primer pelo del bigote, yo esperaba un signo de que sus orejas empezaban a despuntar.

Obsesionado al ver que nada ocurría, consulté revistas en las que aconsejaban pegárselas con esparadrapo o usar prótesis de cartón para fortalecer el cartílago. Día tras día, mareaba a mi padre con aquellos remedios, enfadándome al ver que sólo yo le daba importancia. Un amigo me comentó que operarlo era la única solución y llegué a preguntar a un primo veterinario cuánto costaría. Afortunadamente, mi idea le pareció una majadería y me la quitó de la cabeza.

Poco a poco me invadió la sensación de haber sido estafado. Como un bobo, me había creído la historia del pedigrí, cuando Ros no era más que un cruce. A él, mi disgusto le traía sin cuidado y a todas horas me buscaba, ofreciéndome su cabeza, sin sospechar la decepción que me ocasionaba acariciar sus orejas de trapo.

Recuerdo unas vacaciones en un camping de Baiona. Una familia portuguesa que acampaba al lado se encariñó con él y, de vez en cuando, le ofrecía comida. Al principio me agradó su actitud, pero de pronto, Ros comenzó a escaparse cada noche a su tienda. El hijo de ese matrimonio nos lo devolvía por la mañana, con un gesto en el que parecía decirme: ‘Qué le voy a hacer si me prefiere’. Aquello me hacía sentir humillado y celoso. Si Ros hubiera sido un auténtico pastor alemán, nunca me abandonaría a cambio de unas sobras, pensaba.

Una tarde, mientras sesteaba en la hamaca, me despertó un silbido. El hijo de mis vecinos intentaba atraer la atención de Ros, ofreciéndole una galleta. Aquello me irritó sobremanera y, mientras Ros corría a su lado, le llamé con todas mis fuerzas. Ros se quedó clavado, dudando. En lugar de desistir, el chico agitó la galleta todavía más. Enfurecido salté de la hamaca, gritando cada vez más alto.

Ros y yo tardamos en reconciliarnos. Ni siquiera sé en qué momento todo eso de la ‘pura raza’ empezó a darme grima. Sus orejas no llegaron a despuntar, como tampoco las de Dutch, el siguiente ‘pastor alemán,’ o como Silvio, que acabó pareciéndose más a una salchicha que al Schnauzer gigante que me habían regalado. Quizá todo ocurrió cuando apareció el primer pelo de mi bigote y, el adolescente que se miraba en el espejo, entendió que él y Ros se parecían mucho más de lo que entonces estaba dispuesto a admitir.

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