Adoptar a Chenoa

vaca

En Montederramo pastan 3,43 vacas por cada vecino, estadística que ha llevado al pueblo de mi madre a saltar a la prensa como uno de esos lugares «exóticos» donde las cabezas de ganado triplican a las de personas. Por supuesto, ninguno de los que allí vive se ha sorprendido y, si ustedes leyesen los reportajes, se darían cuenta de la poca chicha que tiene la historia ya que, por más o menos cencerros que suenen, los problemas del rural resultan siempre parecidos.

Cada octubre, Montederramo celebra la Festa da Carne, cita imprescindible para sacar de su error al que siga creyendo que el marisco es el tesoro de Galicia y prueba del papel que el ganado ha jugado siempre en la economía local. Sin embargo, tras pasar una semana allí me he dado cuenta de que algo ha cambiado. Aunque sería ridículo decir que se ha vuelto difícil encontrar vacas, basta pasearse por los alrededores para verlas, los rebaños ya no atraviesan el pueblo y ahora uno puede pasar la tarde apoltronado en una de las mesas de La Manuela o El Bodegón sin que un leve mugido le saque del sopor de agosto.

A mi familia le gusta recordarme que de pequeño me subía al mostrador del comercio de mi tía y esperaba el desfile de vacas que tenía lugar a primera hora de la mañana y última de la tarde, cruzando el pueblo por la calle del medio. Entonces, como quien se monta en el tranvía, salía disparado detrás del primero que me aguantase y le freía a preguntas sobre su rebaño. En aquellos años, mientras la mayoría de mis amigos podía recitar de memoria las alineaciones de la liga y yo apenas pasaba de Arkonada, nadie me ganaba llamando a las vacas por su nombre.

Supongo que de esa época, cuando fantaseaba con adoptar un ternero y verlo crecer en el piso de Ourense, me viene esta fascinación bovina. Con los años me he vuelto realista y he aceptado que el salvapantallas es el único lugar donde puedo encontrar la mirada relajante de mi vaca, mano de santo contra el estrés del trabajo. Sin embargo, de cuando en cuando me doy una vuelta por el campo y descubro admirado que las vacas se llaman ahora Chenoa o Prestige. Entonces miro a mi Lama y le confieso que una Chenoa de quinientos kilos y no un galgo esmirriado es lo que realmente necesitamos para convertir el salón de casa en el hogar perfecto.

Adoptar a Chenoa

La tostada perfecta

Conchita

Mi madre adora la casa y, sin embargo, sale disparada en cuanto se levanta. Si la entretienes en el pasillo, le verás mover el pie con impaciencia, que es su manera de dar las luces pidiéndote que te apartes. El hábito viene de lejos. Cuando trabajaba, desayunaba siempre en alguna cafetería cerca de su sucursal y esta costumbre ha sido una de las pocas, quizá la única, que mantiene en la jubilación.

No es cuestión de desayunos especiales. Ella solo quiere su tostada. A primera vista, podría parecer una tostada corriente y, sin embargo, está tan llena de pequeñas especificidades que termina siendo una tostada imposible. Diría que apenas un par de cafeterías en el mundo, casualmente las dos en nuestro barrio, consiguen prepararla a su gusto. De hecho he viajado con mi madre en ocasiones y la he visto crispar a los camareros más templados. En el Brickwood, un encantador café del barrio de Clapham, durante una escapada a Londres, consiguió que el cocinero se desesperase dándole a probar panes de las variedades más exóticas. Al cuarto día, con el hombre a punto de colgar el delantal, mi madre emitió un enigmático ‘ummmm’, que mi padre y yo nos apresuramos a jurar que significaba ‘aceptable’ en un español coloquial.

Tampoco necesita levantar la voz. Detesta las escenas y, sin embargo, con su dulzura, es capaz de doblegar al camarero más envarado. El secreto es la técnica de la culpabilidad, hacer sentir a quien le atiende que no ha hecho su trabajo. En unas vacaciones en París, logró que los empleados del Starbucks de la Rue de Seze olvidasen el manual de la cadena y accediesen a cambiar el vaso de plástico por una taza, el palito de madera por una cuchara y el surtido de muffins por tostadas. Recuerdo al equipo del local observando tras la barra a la apacible señora que se había cargado años de marketing sin necesidad de soltar una palabra en francés, simplemente arrugando la nariz. «C’est têtue ta mère, eh! (es testaruda tu madre)«, me despidió uno de los camareros a la salida.

Los días de mi madre transcurren a otra velocidad. En eso, la jubilación no ha cambiado nada. Ella se crece en el torbellino de quehaceres de una familia numerosa. Cuando mis sobrinos se van a sus casas y yo me desplomo rendido en el sofá, me mira con una pena infinita. Sin embargo, el desayuno es su momento de silencio y, como los futbolistas que se aíslan en el vestuario antes de una final, en ese tiempo encuentra la paz que necesita para encarar el día. Viéndola en su mesa, con La Región a un lado, y saboreando a pequeños mordiscos su tostada perfecta, uno diría que esa rebanada de pan crujiente contiene todo lo que necesita para recordarnos que, pase lo que pase, las cosas importantes deben hacerse bien y no cambiar nunca.

La tostada perfecta

La isla de las lagartijas

Faro Cíes

Se sentaron en uno de los puestos con cuatro asientos y desplegaron un mapa sobre la mesa. En el tren de las ocho, la mayoría de los pasajeros prefiere el silencio, sin embargo, esos dos matrimonios discutían con vitalidad adolescente, interrumpiéndose y pisándose unos a otros. Hablaban con acento del norte y, aunque calculé que no andarían lejos de los setenta, conservaban todavía un aspecto atlético y saludable.

Una de las mujeres, con una elegante mata de pelo blanco, insistía en que debían subir al faro, sin que lograse arrastrar a los demás en su entusiasmo. La otra consultaba el tiempo en su móvil y decía que, a no ser por las vistas, hubiera preferido un día nublado. Enseguida quedó claro que se bajarían en Vigo para tomar el barco a las Cíes.

Sin importarle la mirada del resto de los pasajeros, uno de los hombres, el que lucía un bigotito fino, como dibujado a lapiz, se levantó del asiento y empezó a imitar a un arquero disparando flechas. Contaba un chiste sobre Robin Hood y, aunque no tenía gracia alguna, ellas hicieron un esfuerzo y se rieron amablemente al final. Su amigo, en cambio, se burló del numerito, recordándole que había sido siempre un contador de chistes nefasto. Mientras ambos decidían cuál de los dos tenía menos talento para el humor, la mujer de la mata de pelo se esforzaba por desplegar un palo selfie. Podría haberle pedido al revisor o a mí mismo que les sacase una foto, pero estaba decidida a demostrar cómo manejaba aquel aparato de chavales.

Al parecer, el hombre del bigote conocía un poco las Cíes y, con el dedo sobre el mapa, adelantaba lo que les esperaba. Reclamando su papel de jefe de la expedición, les contaba que desde la playa subirían al faro por un camino empedrado. Como el sol le daba de lleno, las losas se calentaban y se llenaban de cientos de lagartijas, que se escabullían en las cunetas al notar pasos. Todos se rieron con la exagerada descripción de esa alfombra de reptiles, aunque parecía que la idea de ascender al faro ya no le parecía tan atractiva a la mujer del pelo blanco. Desde luego, si se había inventado la historia para quitarse de en medio la excursión, no había sido una mala treta.

Eran los únicos turistas del vagón y el resto observábamos con envidia su humor de verano. De pronto, el que se había proclamado líder vio cuestionada su autoridad. Una de las mujeres recordó cómo, durante un campo de trabajo en la universidad, se habían perdido en los montes de Gales. Al parecer habían tenido que caminar horas bajo una tormenta, incapaces de encontrar el camino. Finalmente les descubrió un granjero, que les devolvió al campamento en su remolque. El recuerdo hizo que todos pusiesen sobre la mesa episodios similares, en los que se habían extraviado siempre por culpa del hombre del bigote, que sonreía y encontraba argumentos para culpar a otro.

Mientras les escuchaba, no me costó imaginarles de mochileros, reconstruyendo la cara juvenil detrás del bigote o coloreando la mata de pelo blanco. Tal vez aquel campo de trabajo habría sido el primer viaje. Luego habrían venido los sueldos y con ellos la posibilidad de dejar atrás los campings y costearse hoteles. Quién sabe si habrían aparcado los viajes cuando los niños eran pequeños y ahora, con ellos criados y disfrutando de su pensión, podrían retomar sus aventuras.

A medida que nos acercábamos a Santiago, su conversación se volvía lenta, llena de silencios. Al bajarme, me giré y vi al hombre del bigote reclinado en su asiento. Quizá había entendido que esta vez no le quedaría otra que subir al faro y aceptar que, aunque algunas lagartijas se asomasen al camino, no llegarían a cientos. Y mientras el tren reemprendía la marcha llevándose a Vigo a esos desconocidos, me alegró pensar que, de nuevo otro verano, su viaje continuaba.

La isla de las lagartijas