
Mi madre adora la casa y, sin embargo, sale disparada en cuanto se levanta. Si la entretienes en el pasillo, le verás mover el pie con impaciencia, que es su manera de dar las luces pidiéndote que te apartes. El hábito viene de lejos. Cuando trabajaba, desayunaba siempre en alguna cafetería cerca de su sucursal y esta costumbre ha sido una de las pocas, quizá la única, que mantiene en la jubilación.
No es cuestión de desayunos especiales. Ella solo quiere su tostada. A primera vista, podría parecer una tostada corriente y, sin embargo, está tan llena de pequeñas especificidades que termina siendo una tostada imposible. Diría que apenas un par de cafeterías en el mundo, casualmente las dos en nuestro barrio, consiguen prepararla a su gusto. De hecho he viajado con mi madre en ocasiones y la he visto crispar a los camareros más templados. En el Brickwood, un encantador café del barrio de Clapham, durante una escapada a Londres, consiguió que el cocinero se desesperase dándole a probar panes de las variedades más exóticas. Al cuarto día, con el hombre a punto de colgar el delantal, mi madre emitió un enigmático ‘ummmm’, que mi padre y yo nos apresuramos a jurar que significaba ‘aceptable’ en un español coloquial.
Tampoco necesita levantar la voz. Detesta las escenas y, sin embargo, con su dulzura, es capaz de doblegar al camarero más envarado. El secreto es la técnica de la culpabilidad, hacer sentir a quien le atiende que no ha hecho su trabajo. En unas vacaciones en París, logró que los empleados del Starbucks de la Rue de Seze olvidasen el manual de la cadena y accediesen a cambiar el vaso de plástico por una taza, el palito de madera por una cuchara y el surtido de muffins por tostadas. Recuerdo al equipo del local observando tras la barra a la apacible señora que se había cargado años de marketing sin necesidad de soltar una palabra en francés, simplemente arrugando la nariz. «C’est têtue ta mère, eh! (es testaruda tu madre)«, me despidió uno de los camareros a la salida.
Los días de mi madre transcurren a otra velocidad. En eso, la jubilación no ha cambiado nada. Ella se crece en el torbellino de quehaceres de una familia numerosa. Cuando mis sobrinos se van a sus casas y yo me desplomo rendido en el sofá, me mira con una pena infinita. Sin embargo, el desayuno es su momento de silencio y, como los futbolistas que se aíslan en el vestuario antes de una final, en ese tiempo encuentra la paz que necesita para encarar el día. Viéndola en su mesa, con La Región a un lado, y saboreando a pequeños mordiscos su tostada perfecta, uno diría que esa rebanada de pan crujiente contiene todo lo que necesita para recordarnos que, pase lo que pase, las cosas importantes deben hacerse bien y no cambiar nunca.