Cada cierto tiempo inauguramos una exposición y llegan cuadros nuevos al museo. Durante los preparativos hablo con comisarios, artistas, leo el catálogo, trato de descubrir esas historias que usaré para captar la atención de los periodistas: el cuadro más caro, el que fue prohibido, el robado… Esto sucede cuando la exposición arranca, pero el interés de los medios decae pronto y en el equipo de Comunicación pasamos a ocuparnos de otro proyecto. Sin embargo, los cuadros se quedan, permanecen los meses que dura la exposición y, entonces, aparecen las historias pequeñas, a veces las definitivas.
Al lado de nuestro departamento, una puerta de servicio nos permite acceder a una sala del museo. La tranquilidad de la zona hace que la utilice como lugar donde mantener conversaciones telefónicas tranquilas o como escondite cuando necesito leer algún texto con concentración. Esto explica que termine enganchándome a alguna de las obras colgadas en este rincón y que esto suceda, no por la calidad del cuadro o el prestigio del autor, sino porque también en el arte el roce hace el cariño.
En esta ocasión fue la explicación de un guía, oída por causalidad mientras atendía una llamada personal, la que me hizo fijarme en un óleo que quizá me habría pasado inadvertido. Lo primero que captó mi atención fue escuchar el nombre del autor, aunque debería decir sus apellidos: Ovidio Murguía de Castro, hijo de Rosalía de Castro y Manuel Murgía, dos de los grandes nombres de la cultura gallega. Ella, la matriarca de nuestra poesía, y él, el gran inventor de la historia de Galicia.

Al momento recordé haber leído una descripción de Murguía en la que se le presentaba como un hombre severo, colérico y manipulador, acostumbrado a hacer valer su voluntad y dispuesto a poner todo al servicio de su ego. No me costó imaginarme cómo debió haber sido crecer en la casa de aquella familia, al pequeño Ovidio encontrando refugio en su madre, a la sombra de un padre déspota y distante, absorbido por la épica de construir una historia para el país.
Tan pronto como el grupo de visitantes se alejó me acerqué a leer la cartela del cuadro: Paisaje invernal. De inmediato advertí lo joven que había muerto el autor, a los veintiocho años. El óleo, oscuro y triste, plasmaba un paso entre montañas atravesado por un riachuelo con apenas agua, toda la vista aparecía cubierta por un cielo de nubes borrascosas. El cuadro había sido pintado en 1899, un año antes de la muerte del autor.
A medida que pasaban los días, el óleo seguía llamando mi atención y, tras revisar varias bases de datos, descubrí una fotografía de Ovidio, un joven pálido, delgado y con un atildado bigote de época. En su escueta biografía se decía que a los catorce años quedó huérfano de madre, dejando su educación en manos de Murguía.
Uno de los guías del museo me sorprendió una tarde ensimismado con el óleo y, dándose cuenta de mi interés, comenzó a hablarme del autor. Siendo apenas un adolescente y gracias al círculo de intelectuales que frecuentaba su padre le fue fácil contar con los mejores profesores de pintura en Santiago, en el entorno de la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Enseguida despuntó y fue enviado a Madrid, al Círculo de Bellas Artes, institución que comenzaba a labrarse un prestigio, pero por entonces muy alejada de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, adonde llegaban los estudiantes realmente talentosos, atraídos por las estancias en Roma que se ofrecían.
Murguía estaba decidido a poner todos los medios a su alcance para hacer de su hijo el gran pintor que Galicia necesitaba, el artista que plasmase en sus óleos la imagen de ese país que se había propuesto construir. A través de la correspondencia que se conserva, sabemos que, si bien su padre resultó ser su principal valedor, fue también el artífice de su destrucción psicológica.
Durante sus años en Madrid, Ovidio enviaba bocetos regularmente a casa, deseoso de complacer a su padre con los progresos que apreciaban su profesores. En sus cartas le relataba sus clases y sus visitas al Prado para copiar las obras de los maestros. Sin embargo, las respuestas de Murguía no ahorraban en crueldad, mofándose de su falta de pericia, pensando tal vez que aguijonear el amor propio de su hijo serviría de acicate para estimularle a practicar.
En pleno romanticismo, el joven aprendiz sentía inclinación por el paisaje, género considerado menor por su padre, que le empujaba a dirigir su formación al retrato, convencido de que serían estos los trabajos que le permitirían ganar fama y fortuna. Con este propósito se esforzaba en conseguirle encargos, haciendo valer sus influencias en los círculos de amistad de la familia, como hizo con Montero Ríos, que le encomendó la decoración del Pazo Lourizán, pintado por Ovídeo en una colección que todavía se conserva.
Ovidio, instalado en Madrid en casa de Pérez Lugín, novelista que pasaría a la historia por La Casa de la Troya, se esforzaba sin éxito en escapar al control de su padre, intentando liberarse de encargos que no le complacían, escapando a la Sierra del Guadarrama para entregarse a los paisajes. Desgastado por estos conflictos, y sin conseguir dejar atrás el sentimiento de haber decepcionado a su padre, descuidó el trabajo, encontrando en la noche, los cafés y el alcóhol alivio para sus frustraciones, entregándose a una vida bohemia que su salud frágil no toleraría.
El joven pintor falleció en el invierno de 1900 en un hospital de Coruña. Los historiadores han clasificado a Ovidio Murguía dentro de la Xeración Doente, un grupo de artistas gallegos así apodados por su muerte prematura debida al ‘mal de pecho’, como se conocía en la época a la tuberculosis.
La exposición Galicia Universal todavía se puede visitar en el museo y, cada día que me cruzo con este paisaje, imagino al joven veinteañero madrugando una mañana gélida de invierno, portando su caballete a la espalda y encaminándose a algún alto de Dodro, desde donde pintar el paisaje que convenciese a su padre del talento que le negaba.
Los doscientos cuadros de esta exposición volverán a ser embalados, mientras obras nuevas esperan en el almacén para subir a sala. Por ahora resulta imposible adivinar cuál de los cuadros recién llegados despertará mi curiosidad, pero sé cuánto me habría gustado sentarme al lado del viejo Murguía en su salón de las Torres de Lestrove, y contarle que el «decepcionante óleo» de su hijo se exhibió un día entre las mejores obras del arte gallego .