Las alianzas perdidas

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Desde sus bodas de plata, mi padre no ha vuelto a disfrutar del mar de la misma manera. En la primavera del año 2000, mi madre y él celebraron en Mallorca sus veinticinco años de casados. Una mañana, mientras mi madre sesteaba en una cala cerca de Marivent, el ruido de las olas tapaba los gritos que llegaban desde el agua. Mi padre, que se había aventurado demasiado lejos, braceaba intentando alcanzar la orilla. La resaca y los nervios le impedían avanzar y, angustiado, comenzaba a desesperarse. Gracias a dios no dejó de intentarlo. A salvo en la arena, exhausto y recuperando la respiración, se dio cuenta de que había perdido su alianza.

Hace dos semanas, algo más de dieciocho años después de aquello, recibí una llamada de mi madre. En medio de una reunión de trabajo, no la atendí. Al momento, un whatsapp. «Lee esto», me decía, añadiendo un enlace a Facebook. Alguien había encontrado una alianza en una playa de Santa Cruz de La Palma con una fecha inscrita. El autor sólo informaba del año, con el fin de que quien la reclamase pudiese demostrar que conocía el día y el mes . «Fíjate! 1975, el año de nuestra boda!», me decía.

Releyendo el post entendí que, con las prisas o el entusiasmo, mi madre había tomado La Palma, en Tenerife, por Palma, en Mallorca, pero que la probabilidad de que un anillo perdido en el Mediterráneo apareciese en el Atlántico veinte años más tarde resultaba remota. No obstante, envié un mensaje, contando la historia de mi padre y añadiendo que, de ser su anillo, la fecha sería el 19 de abril de 1975.

En la última frase, el autor del post decía: «Cuando uno pierde su anillo en el mar, no tiene esperanza de recuperarlo, pero este podría ser el caso». Aquellas palabras me hicieron recordar la historia de Antoine de Saint-Exupéry, que además de ser uno de los mayores escritores del siglo XX -escribió El Principito-, participó en la II Guerra Mundial como aviador. El 31 de julio de 1944 despegó de una base aérea de Córcega en un Lightning P-38 para participar en una misión de reconocimiento sobre el frente alemán. Su avión, con autonomía de vuelo de cinco horas, no regresó, sin que ninguna de las otras naves de ese escuadrón aportase dato alguno que ayudase a esclarecer lo ocurrido. Las autoridades militares asumieron que se había precipitado en el mar tras ser derribado por los nazis.

En 1998, un pescador llamado Jean Claude Antoine, que faenaba en las aguas de la isla de Riou, a algo más de veinte kilómetros de la costa de Marsella, recuperó en sus redes un brazalete con dos nombres inscritos: Saint-Exupéry y Consuelo, como se llamaba la mujer del escritor. Pese a la asombrosa coincidencia, pocos dieron crédito a la teoría de que se trataba de una pulsera del novelista aparecida medio siglo después. Buzos de la Marina Francesa rastrearon la zona y hallaron los restos de una avión del mismo modelo que el pilotado por el escritor el día de su desaparición. Todo lo encontrado se puede visitar en el Museo del  Aire y del Espacio en Le Bourget.

Nunca he regalado una joya a mi Lama. No sé la razón, ni siquiera había caído en eso. Quizá lo vea como algo del pasado o propio de esas parejas que depositan en un objeto valioso la esperanza de vivir una historia duradera. Lo cierto es que, por un momento, los restos de cinismo que el periodismo me ha dejado dentro – y me temo que para siempre- hicieron que me burlase de la inocencia de mi madre. Sin embargo, poco a poco, la historia de la alianza fue cambiando, adquiriendo una forma distinta.

Recuperar el anillo que le entregó a mi padre hace cuarenta y tres años, el día en que se prometieron que aquello iba en serio; que el mar se lo devolviese cinco hijos y dos nietos más tarde, a tiempo de celebrar sus bodas de oro, aquello no era sólo algo improbable y asombroso: aquello era algo justo.

La historia de la alianza recuperada en Canarias revolucionó las redes sociales. Diez mil personas compartieron el post deseosas de devolverlo a su propietario. Lo consiguieron. El autor publicó hace unos días que la dueña había aparecido. Como era de esperar, la alianza de mi padre sigue siendo una de las miles de joyas que dan tumbos por el fondo del Mediterráneo. Dicen que el mar lo devuelve todo, y quizá algún día también un pescador la recupere. Seguramente no esté aquí para asombrarme, pero es bonito pensar que quizá, por unos minutos, alguien le pedirá a su hijo que escriba preguntando.

Las alianzas perdidas

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