Camila

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Nadie dijo su nombre. Nadie se atrevió y, sin embargo, podíamos escucharlo detrás de cada conversación, de cada me alegro de veros. Quizá no había pasado tiempo suficiente o teníamos miedo de que algún recuerdo se escapase y lo cubriese todo. Decir sin decir. Y saber que ella era la razón de que estuviésemos allí, la causa de que aquel salón se llenase de charlas, de niños, de que las voces sonasen en un pueblo mudo, un pueblo de inviernos largos, con tuberías heladas y chimeneas con nidos, pero también de siestas de verano y baños en el río.

Ni siquiera el bueno de don Andrés se atrevió, y eso que aquel nombre resonaba en la iglesia, desde el altar a los últimos bancos, donde se sentaban los más jóvenes, los primos que pronto serán médicos, los niños que nunca irán a misa. Y al salir corrimos al restaurante, las solapas levantadas, el viento sacudiendo los paraguas, saludando con un gesto rápido a algún vecino que sonreía porque sabía que ella nos había reunido de nuevo.

En disposición perfecta, las mesas se organizan por edades. Entonces me veo en otros comedores mezclando posos de coñac y sobres de azúcar y los años me parecen un viaje de sillas, cada encuentro una silla más cerca de la cabecera, donde los hijos se han quitado la americana y se burlan unos de otros, esos hijos que sin darse cuenta se han vuelto abuelos y, acalorados por el vino, abren regalos y discuten.

Afuera ha dejado de llover y nos apretamos para una fotografía, siempre al lado de la Caracocha, el roble viejo de las ocasiones importantes. Alguien dice que está enfermo, que vendrán a fumigarlo, pero cuánto tiempo lleva enfermo, tan moribundo y superviviente como el pueblo mismo, con su corteza arrugada y sus anillas de memoria, escuchando como nos despedimos.

El reloj del ayuntamiento sigue parado, han colocado un merendero al lado de la fuente. Todos prometemos volver pronto, quizá en verano. En el coche alcanzamos la última curva desde la que se ve el monasterio, aburrido de mirar siempre al mismo río, a la sombra de una sierra pelada, en un valle de abedules y musgo, y nosotros conduciendo en silencio, con un nombre acompañándonos a todos, ese nombre que nos dice volved, aquí os espero.

[Texto publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo el domingo, 19 de enero de 2020]

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