La heladería olía a limón,
un policía gordo hacía girar su taburete.
Música de Tetris, baldosas fregadas.
Llegaste jugando con tus llaves y soltaste lo que tenías que decir.
Los autobuses siguieron circulando, con apenas uno o dos pasajeros. También aquella tarde hubo alguien que pidió cita a su dentista. Era agosto y ningún niño entraba en el aula buscando a su mejor amigo. El silencio luminoso del verano lo acallaba todo
y, sin embargo, pude escuchar aquel crujido.
Quizá también en esto debería culpar a los libros, lo cierto es que cuando apareció, me encontró cargado de palabras, de frases esperando a ser usadas. Él se reía y me llamaba melodramático. No entendía que necesitaba hablar, contarle mis teorías. Él prefería salir a bailar, decirme que alguna noche haría una gran hoguera con mis camisas de cuadros y aquello sería el verdadero principio de algo.
En aquel momento apenas sabía nada de lo que pasaba y las pocas cosas que veía claras pronto se cubrirían de dudas. Estaba convencido, por ejemplo, de que el secreto era preguntarlo todo, siempre una pregunta más, como si cada respuesta me permitiese darle la vuelta a una carta y cuando hubiese descubierto toda la baraja, conseguiría que al fin se quedase.
Le escribía mensajes interminables que él respondía en dos líneas, frases acabadas en puntos suspensivos que dejaban en el aire cualquier conclusión. Y al final, la música. Enviar una canción era su manera de decirme que todo iba bien. Nada había tan importante que no lo pudiese resumir un estribillo y yo memorizaba esas letras y las repetía buscando dobles sentidos.
A él le gustaba que nos subiésemos al 14 y volver de la piscina en silencio, sentarnos en alguna terraza sin hacer nada más que ver a la gente pasar con sus bolsas. En esos momentos bebía chocolate y me sonreía, recreándose en mi impaciencia, imaginando mis palabras saltando inquietas como pulgas.
También me despedía en silencio, fingiendo que no prestaba atención cuando empezaba a recogerlo todo. Y yo me demoraba esperando una invitación a quedarme. Ya en la puerta, le intercambiaba un ‘nos vemos’ por una sonrisa difusa.
Cada domingo regresaba a mi piso sabiendo que me esperaba una semana larga, llena de mañanas comprobando el correo, deseando que sus mensajes se prolongasen hasta el viernes, interminables días de puntos suspensivos y canciones nuevas, siempre canciones.
Me quedaron cosas que decirle. Quizá no hicieron falta. En realidad, creo que pocas de mis frases sirvieron para algo y, probablemente, nada de lo que dejé en el tintero habría cambiado las cosas. Todo duró lo que tenía que durar y entendí que las palabras son hermosas e imprescindibles, pero nunca podrán nada frente a lo que ocurre cuando alguien a quien quieres te deja en silencio.
Como todos, también él tendrá un jefe, quizá uno de esos jovencitos alocados que sueltan broncas por whatsapp y firman sus correos con una inicial. ¿Quién no trabaja ya para alguien así? Como a cualquiera de nosotros, le preocupará que le lleven a un despacho y le hablen de compromiso, que le metan en el saco de “los trabajadores de antes”, que ya se sabe dónde terminan. Pues a pesar de todo, en mi tren de la tarde viaja un hombre que se salta las reglas para dejarnos dormir.
A quienes cogemos desde hace años el media distancia de las seis, los revisores nos conocen hasta por el nombre y, aunque saben que compramos el abono mensual, que permite viajar libremente en esa línea, cada día nos despiertan para pedirnos el billete. El reglamento obliga. Los hay que tocan maternalmente el hombro, otros tosen desde el pasillo con insistencia e incluso he visto quienes se acerca al oído, apestando a café de máquina. Sin embargo, entre tanta disciplina se ha colado un valiente, alguien que se atreve a pensar que las normas sólo son normas. Cuando veo a ese revisor pasar de largo, me entran ganas de aplaudir y no por salvar mi siesta, sino por comprobar que todavía hay quien conserva la capacidad de decidir.
En el tren de la tarde se respira cansancio. Tras ocho horas de oficina, alivia saber que, en los próximos veinticinco minutos, no sonará el móvil. Por supuesto, los primeros años también a mí se me llenaba la boca hablando de aprovechar el viaje y abría enérgico el portátil, mostrándome enfadado por no tener conexión. Ahora, cuando escucho los lamentos de esos amantes de la productividad, finjo compartir sus quejas, mientras bendigo en secreto a Renfe y sus atrasos.
Desde luego, la alta velocidad nos ha cambiado la vida, pero con los años uno aprende a sospechar de lo urgente, de las prisas que benefician siempre a los mismos, a los que nos quieren cerca y disponibles. A fin de cuentas, ¿qué nos espera al bajar del tren? ¿La lista de la compra?, ¿un monitor de spinning? Tal vez nuestro revisor valiente nos esté salvando y esa media hora de paz entre el trabajo y la familia sea lo único que nos quede para conseguir llegar al viernes.