
Quizá también en esto debería culpar a los libros, lo cierto es que cuando apareció, me encontró cargado de palabras, de frases esperando a ser usadas. Él se reía y me llamaba melodramático. No entendía que necesitaba hablar, contarle mis teorías. Él prefería salir a bailar, decirme que alguna noche haría una gran hoguera con mis camisas de cuadros y aquello sería el verdadero principio de algo.
En aquel momento apenas sabía nada de lo que pasaba y las pocas cosas que veía claras pronto se cubrirían de dudas. Estaba convencido, por ejemplo, de que el secreto era preguntarlo todo, siempre una pregunta más, como si cada respuesta me permitiese darle la vuelta a una carta y cuando hubiese descubierto toda la baraja, conseguiría que al fin se quedase.
Le escribía mensajes interminables que él respondía en dos líneas, frases acabadas en puntos suspensivos que dejaban en el aire cualquier conclusión. Y al final, la música. Enviar una canción era su manera de decirme que todo iba bien. Nada había tan importante que no lo pudiese resumir un estribillo y yo memorizaba esas letras y las repetía buscando dobles sentidos.
A él le gustaba que nos subiésemos al 14 y volver de la piscina en silencio, sentarnos en alguna terraza sin hacer nada más que ver a la gente pasar con sus bolsas. En esos momentos bebía chocolate y me sonreía, recreándose en mi impaciencia, imaginando mis palabras saltando inquietas como pulgas.
También me despedía en silencio, fingiendo que no prestaba atención cuando empezaba a recogerlo todo. Y yo me demoraba esperando una invitación a quedarme. Ya en la puerta, le intercambiaba un ‘nos vemos’ por una sonrisa difusa.
Cada domingo regresaba a mi piso sabiendo que me esperaba una semana larga, llena de mañanas comprobando el correo, deseando que sus mensajes se prolongasen hasta el viernes, interminables días de puntos suspensivos y canciones nuevas, siempre canciones.
Me quedaron cosas que decirle. Quizá no hicieron falta. En realidad, creo que pocas de mis frases sirvieron para algo y, probablemente, nada de lo que dejé en el tintero habría cambiado las cosas. Todo duró lo que tenía que durar y entendí que las palabras son hermosas e imprescindibles, pero nunca podrán nada frente a lo que ocurre cuando alguien a quien quieres te deja en silencio.