El verano que vendrá

Bergamo

Italia sola bastaría, sin selvas ni rascacielos, sin playas ni festivales. Para mis vacaciones, un bosque y una bici, una casa llena de amigos, de siestas y suelos que crujen, tan vieja y destartalada como la que imaginó Guadagnino para el verano de Elio.

Estos días que compartimos tristeza con Italia, pienso en las cosas alegras que nadie como ellos y nosotros entendemos. Y cuanto más escucho hablar del verano que nos espera, más me acuerdo de alguno de mis viajes a ese país.

Mi madre cumplía setenta y la sorpresa debía estar a la altura. Mis hermanos y yo le regalamos una escapada a los pueblos del Lago Como. Parecía un buen plan y se mostró feliz, sin sospechar nada.

Desde Santiago, Madrid, Oporto y Vigo, compramos billete en secreto a Bérgamo. Fuese como fuese, todos conseguimos llegar a tiempo.  Al anochecer nos escondimos detrás de una estatua en la Piazza Vecchia. Ellos se acercaron paseando, mi padre se inventó que aquella escultura concedía deseos al que la golpeaba con la frente. Y allí fue mi madre sin pensarlo. En cuanto se dio la vuelta, salimos en tropel. El resto se lo imaginan: una familia feliz, ruidosamente feliz, en un país donde lo natural es que la felicidad hable a gritos.

No sé en qué consistirá esa ‘nueva normalidad’ de la que hablan, tan llena de distancia y cristales, pero espero que, al menos, haya hueco para vacaciones con amigos y que Italia y todos esos países que en el fondo querrían ser Italia nos sigan haciendo creer que el verano es posible.

El verano que vendrá

Entre el shock y Netflix

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El virus no solo infecta, lo coloniza todo. Uno se siente ridículo hablando de cualquier otra cosa. La pasada semana, mientras nos precipitábamos en ese pozo bautizado como  ‘pico de la epidemia’, un diario digital publicaba un artículo de Almodóvar sobre una disparatada noche de fiesta con Madonna. La historia era fantástica, sin embargo, un pensamiento de fondo me impedía disfrutar leyendo. ¿Por qué escribía sobre eso? Acabábamos de enterarnos de que casi mil personas habían muerto en un día y Almodóvar elegía contar sus juergas nocturnas. Sin embargo, al mismo tiempo me resistía a la idea de obligarme a una especie de luto mental, de culpabilidad por encontrar distracción en la tragedia y me preguntaba si todos quienes se asoman a los medios estos días deben limitase a emitir gestos de solidaridad, sumarse a la orgía de estadísticas o ensayar absurdos pronósticos sobre cuánto mejorará el mundo cuando acabe la pesadilla.

Si queremos darle la espalda al virus, sentimos la obligación de disculparnos antes. No estamos ciegos, no estamos locos, solo queremos olvidarlo un minuto. Vivimos entre el shock y Netflix, la situación es demasiado extraña para apelar a la coherencia. Al otro lado de la ventana nos cuentan que se está librando una guerra. Esos a quienes aplaudimos a las ocho se la juegan. Cada día nos sobrecogen imágenes de ataúdes, camillas, personas entubadas… Los periodistas repiten: esto equivale a diez 11-M. ¿Deberíamos sentirnos, entonces, diez veces más hundidos? Sin embargo, al acabar el informativo, nos zambullimos de cabeza en nuestras pantallas y chapoteamos entre una oferta inabarcable de conciertos, óperas gratis, clases online de pilates y, pase lo que pase, siempre un meme más.

¿Cómo deberíamos sentirnos? ¿Consternados frente a una cascada infinita de noticias cada cuál más impactante, aliviados por ser jóvenes sin patologías previas, aterrados por vernos en la cola de una puerta por la que todos pasaremos, indignados con quienes no fueron capaces de ver lo que nadie imaginaba? Quizá todas las respuestas sean correctas y frente a ellas, el muro de la incertidumbre. Nosotros, que hemos crecido en la era de los seguros y los planes de pensiones, ahora nos despertarnos y nos decimos: “Un día más, un día menos”.

Publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

Entre el shock y Netflix

El Guitarras

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Cada vez que voy al súper estos días, me pregunto dónde se habrán refugiado los locos de mi barrio -ya saben que abundan en las ciudades con viento-, y de entre todos ellos pienso en el Guitarras, mi favorito.

Tendrá mi edad y una melena a lo Santiago Segura, de esas que caen desde el cogote como una cortina vieja. Camina mirando al suelo, rebotando sobre unas J’hayber ochenteras y, de lejos, parece siempre escuchar alguna melodía irresistible. Sin embargo, cuando nos acercamos descubrimos que no lleva auriculares, ni móvil, que en realidad no existe más música que la que suena en su cabeza.

Pasea a zancadas y se detiene solo cuando encuentra un semáforo en rojo, entonces se para con cara de circunstancias, como si temiese llegar tarde a una cita. En ese momento, sus dedos empiezan a puntear, a marcar arpegios. Esa música imaginaria se va apoderando de su cuerpo, ligeros balanceos, contoneos adelante y atrás, movimientos cada vez más agitados que estallan en saltos eléctricos, rasgando en el aire su guitarra invisible.

Naturalmente, quienes esperan a su lado se llevan un susto de muerte, echándose atrás al momento. Entonces, cuando la gente se alborota preguntándose qué demonios pasa con ese tipo, el semáforo se pone en verde y él reanuda su marcha, elegante y tranquilo, como una estrella de rock camino del camerino.

Seguro que cada enfermedad mental encierra sus viajes y no quisiera frivolizar sobre ello, pero confieso que a veces envidio la música que suena en su cabeza. De pronto me veo transportado al momento estrella de mi concierto favorito, cuando identifico las primeras notas de la canción que lo decide todo, esos cuatro minutos que, aunque en ese instante aún no lo sé, echaré de menos el resto de mi vida. En la escena me veo empapado en sudor, afónico, abrazado a amigos de los que nunca me he sentido tan amigo y pensando que, si apareciese un genio y me ofreciese cualquier lugar del mundo, elegiría seguir allí mismo.

Desde el balcón de casa, mientras echo de menos el tráfico de Alfonso Molina, pienso en el Guitarras, en que probablemente él sí eligió quedarse a vivir en su concierto. Entonces, deseo que vuelva pronto a espantar peatones en Cuatro Caminos, y que, mientras eso no sucede, haya encontrado una buena ventana desde la que animar al público con su rock infinito.

Publicado en suplemento Estela de Faro de Vigo

El Guitarras

La vejez de los guapos

Madonna
@NYT – Madonna at sixty

Hace unas semanas, antes de que el virus lo cancelase todo, un amigo voló a París para ver a Madonna. No sé mucho de Madonna, pero, al parecer, ahora actúa en teatros y todo el show va lleno de bromas acerca de su edad, de cómo le queda la ropa y de esos pasos de baile que se le resisten. El público se ríe con complicidad y grita I love you, demostrándole, que después de todo, ella sigue siendo la misma. Al regresar, la crónica  de nuestro amigo expresaba todo el dolor del fan: “Ha estado genial, pero qué mayor”.

Sé que lo que escribo es injusto. ¡Cómo no admirar a quien a los sesenta sigue llenando teatros! Y, sin embargo, ver a nuestros ídolos envejecer nos hace sentir como si a Batman le costase salir de la cama. Parece que el mundo girase más lento y nos diese miedo descubrir que el tiempo va dejando sin estatuas nuestros pedestales, vaciando esos templos de la adolescencia, llenos de admiración y sentimientos exaltados.

Quién no se ha intentado consolar con frases acerca de la experiencia y del poder del estilo. Tal vez ofrezcan alivio aplicadas a nuestros padres, pero de poco sirven cuando se trata de aceptar como quienes nos hacían soñar se van haciendo invisibles, porque de eso trata exactamente cumplir años.

En una de mis últimas visitas a la FNAC antes de la cuarentena encontré a Sergio y aunque hacía veinte años que no le veía,  lo reconocí al momento. Sus ojos azules seguían ahí,  pero también esos veinte años, secos y profundos como una cuneta. Entonces me sacudió un calambrazo tan agudo que tuve que girarme y fingir que seguía rebuscando entre las estanterías.

Sé que resulta estúpido asombrarse de lo ordinario y que Sergio solo tiene que ver con algún personaje que sobrevive en mi memoria. De pronto me dio miedo que, si me saludaba, no fuese capaz de decir algo coherente y me fui, enredado en la idea absurda de que solo los feos deberíamos envejecer, de que el tiempo no debería pasar para los guapos. Ellos deberían permanecer igual, aunque solo los realmente guapos, aquellos con quienes la vida a su lado parecía siempre un día de verano.

Publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

La vejez de los guapos

Urracas, gaviotas y palomas

Formentera

Llevamos quince días sin salir y, por momentos, respiro y me digo que al fin me he acostumbrado. Al minuto me desmorono y me veo dando vueltas corriendo a la glorieta de Cuatro Caminos mientras algún militar de la UME aprieta el gatillo.

Hasta que esto ocurrió, no sabía quedarme en casa. Mi Lama hablaba de los Black Fridays para referirse a esos viernes en los que, si no había plan, me enfadaba como un adolescente caprichoso. Lo sé, con diez mil muertos, no estamos para auto-aplausos. Además, lo nuestro es fácil. Vivimos en un piso sin niños, un apartamento con un balcón del tamaño de un armario, pero balcón al fin y al cabo, un lugar que solíamos usar para sacudir alfombras y dejar morir plantas y que ahora disfrutamos como si diese a Formentera.

Como líderes de este micro-mundo de cien metros, mi Lama y yo celebramos un G2 cuando todo esto empezó, una cumbre para repartirnos el piso de manera civilizada. Así, yo teletrabajo en el salón hasta el mediodía y, a las cuatro, me mudo a la cocina buscando inspiración en el olor a Fairy y mandarina. Mi Lama, en cambio, ha instalado su oficina en el dormitorio, a un metro de la cama, en la misma habitación donde tenemos el baño. Si las circunstancias lo exigiesen, no lo duden, mi Lama podría vivir dentro del Yaris y seguiría encontrando espacio para ordenar sus camisas.

Desde el salón, veo una escuela. En realidad no la veo, la estudio. El otro día me sorprendí pensando como gaviotas, palomas y urracas comparten tejado, conviviendo con indiferencia, pero sin molestarse. Tan pronto me di cuenta de que llevaba diez minutos ensimismado en semejantes reflexiones salí disparado en busca de una taza de té que me espabilase. Al entrar en la cocina, allí estaba mi Lama, feliz y concentrado, planchando con delicadeza el pijama, como si no hubiese nada más urgente que encontrar la vacuna y esforzarnos por dormir sin arrugas.

Como confinados, damos la talla. Seguimos todas las recomendaciones que nos llegan, incluso cuando son contradictorias y, con tanto psicólogo en televisión preocupado por nuestra cordura, nos hemos asegurado de adquirir el mayor número posible de rutinas, como si la vida de encierro no fuese lo bastante tediosa y debiésemos protegernos para no caer en un desorden de aventuras.

Por supuesto, hacemos deporte. En estas dos semanas me he cansado de los monitores tecno-chillones de Youtube y me da por subir y bajar las escaleras del edificio, del cuarto al portal y del portal al cuarto, concentrado en no tocar el pasamanos y también en no partirme la crisma, que no todos los peligros son microscópicos.

En fin, hoy han ampliado el encierro dos semanas. Ha sido escucharlo y he vuelto a fantasear con la UME pisándome los talones. Lo cierto es que no sé cuantas subidas y bajadas de escaleras me quedarán por delante. Por ahora ha vuelto la lluvia a Coruña y las gaviotas de mi escuela se refugian aburridas en el tejado, tampoco parecen tener grandes planes. El sol de abril ha desaparecido y con él, la vistas a Formentera, así que quién sabe, quizá haya llegado la hora de pasar una plancha a mi pijama.

Urracas, gaviotas y palomas