
Llevamos quince días sin salir y, por momentos, respiro y me digo que al fin me he acostumbrado. Al minuto me desmorono y me veo dando vueltas corriendo a la glorieta de Cuatro Caminos mientras algún militar de la UME aprieta el gatillo.
Hasta que esto ocurrió, no sabía quedarme en casa. Mi Lama hablaba de los Black Fridays para referirse a esos viernes en los que, si no había plan, me enfadaba como un adolescente caprichoso. Lo sé, con diez mil muertos, no estamos para auto-aplausos. Además, lo nuestro es fácil. Vivimos en un piso sin niños, un apartamento con un balcón del tamaño de un armario, pero balcón al fin y al cabo, un lugar que solíamos usar para sacudir alfombras y dejar morir plantas y que ahora disfrutamos como si diese a Formentera.
Como líderes de este micro-mundo de cien metros, mi Lama y yo celebramos un G2 cuando todo esto empezó, una cumbre para repartirnos el piso de manera civilizada. Así, yo teletrabajo en el salón hasta el mediodía y, a las cuatro, me mudo a la cocina buscando inspiración en el olor a Fairy y mandarina. Mi Lama, en cambio, ha instalado su oficina en el dormitorio, a un metro de la cama, en la misma habitación donde tenemos el baño. Si las circunstancias lo exigiesen, no lo duden, mi Lama podría vivir dentro del Yaris y seguiría encontrando espacio para ordenar sus camisas.
Desde el salón, veo una escuela. En realidad no la veo, la estudio. El otro día me sorprendí pensando como gaviotas, palomas y urracas comparten tejado, conviviendo con indiferencia, pero sin molestarse. Tan pronto me di cuenta de que llevaba diez minutos ensimismado en semejantes reflexiones salí disparado en busca de una taza de té que me espabilase. Al entrar en la cocina, allí estaba mi Lama, feliz y concentrado, planchando con delicadeza el pijama, como si no hubiese nada más urgente que encontrar la vacuna y esforzarnos por dormir sin arrugas.
Como confinados, damos la talla. Seguimos todas las recomendaciones que nos llegan, incluso cuando son contradictorias y, con tanto psicólogo en televisión preocupado por nuestra cordura, nos hemos asegurado de adquirir el mayor número posible de rutinas, como si la vida de encierro no fuese lo bastante tediosa y debiésemos protegernos para no caer en un desorden de aventuras.
Por supuesto, hacemos deporte. En estas dos semanas me he cansado de los monitores tecno-chillones de Youtube y me da por subir y bajar las escaleras del edificio, del cuarto al portal y del portal al cuarto, concentrado en no tocar el pasamanos y también en no partirme la crisma, que no todos los peligros son microscópicos.
En fin, hoy han ampliado el encierro dos semanas. Ha sido escucharlo y he vuelto a fantasear con la UME pisándome los talones. Lo cierto es que no sé cuantas subidas y bajadas de escaleras me quedarán por delante. Por ahora ha vuelto la lluvia a Coruña y las gaviotas de mi escuela se refugian aburridas en el tejado, tampoco parecen tener grandes planes. El sol de abril ha desaparecido y con él, la vistas a Formentera, así que quién sabe, quizá haya llegado la hora de pasar una plancha a mi pijama.