
Hace unas semanas, antes de que el virus lo cancelase todo, un amigo voló a París para ver a Madonna. No sé mucho de Madonna, pero, al parecer, ahora actúa en teatros y todo el show va lleno de bromas acerca de su edad, de cómo le queda la ropa y de esos pasos de baile que se le resisten. El público se ríe con complicidad y grita I love you, demostrándole, que después de todo, ella sigue siendo la misma. Al regresar, la crónica de nuestro amigo expresaba todo el dolor del fan: “Ha estado genial, pero qué mayor”.
Sé que lo que escribo es injusto. ¡Cómo no admirar a quien a los sesenta sigue llenando teatros! Y, sin embargo, ver a nuestros ídolos envejecer nos hace sentir como si a Batman le costase salir de la cama. Parece que el mundo girase más lento y nos diese miedo descubrir que el tiempo va dejando sin estatuas nuestros pedestales, vaciando esos templos de la adolescencia, llenos de admiración y sentimientos exaltados.
Quién no se ha intentado consolar con frases acerca de la experiencia y del poder del estilo. Tal vez ofrezcan alivio aplicadas a nuestros padres, pero de poco sirven cuando se trata de aceptar como quienes nos hacían soñar se van haciendo invisibles, porque de eso trata exactamente cumplir años.
En una de mis últimas visitas a la FNAC antes de la cuarentena encontré a Sergio y aunque hacía veinte años que no le veía, lo reconocí al momento. Sus ojos azules seguían ahí, pero también esos veinte años, secos y profundos como una cuneta. Entonces me sacudió un calambrazo tan agudo que tuve que girarme y fingir que seguía rebuscando entre las estanterías.
Sé que resulta estúpido asombrarse de lo ordinario y que Sergio solo tiene que ver con algún personaje que sobrevive en mi memoria. De pronto me dio miedo que, si me saludaba, no fuese capaz de decir algo coherente y me fui, enredado en la idea absurda de que solo los feos deberíamos envejecer, de que el tiempo no debería pasar para los guapos. Ellos deberían permanecer igual, aunque solo los realmente guapos, aquellos con quienes la vida a su lado parecía siempre un día de verano.