
Italia sola bastaría, sin selvas ni rascacielos, sin playas ni festivales. Para mis vacaciones, un bosque y una bici, una casa llena de amigos, de siestas y suelos que crujen, tan vieja y destartalada como la que imaginó Guadagnino para el verano de Elio.
Estos días que compartimos tristeza con Italia, pienso en las cosas alegras que nadie como ellos y nosotros entendemos. Y cuanto más escucho hablar del verano que nos espera, más me acuerdo de alguno de mis viajes a ese país.
Mi madre cumplía setenta y la sorpresa debía estar a la altura. Mis hermanos y yo le regalamos una escapada a los pueblos del Lago Como. Parecía un buen plan y se mostró feliz, sin sospechar nada.
Desde Santiago, Madrid, Oporto y Vigo, compramos billete en secreto a Bérgamo. Fuese como fuese, todos conseguimos llegar a tiempo. Al anochecer nos escondimos detrás de una estatua en la Piazza Vecchia. Ellos se acercaron paseando, mi padre se inventó que aquella escultura concedía deseos al que la golpeaba con la frente. Y allí fue mi madre sin pensarlo. En cuanto se dio la vuelta, salimos en tropel. El resto se lo imaginan: una familia feliz, ruidosamente feliz, en un país donde lo natural es que la felicidad hable a gritos.
No sé en qué consistirá esa ‘nueva normalidad’ de la que hablan, tan llena de distancia y cristales, pero espero que, al menos, haya hueco para vacaciones con amigos y que Italia y todos esos países que en el fondo querrían ser Italia nos sigan haciendo creer que el verano es posible.