Angustias y el campo

embalse

Soñaban con una casa en el embalse, un huerto con higuera y algo de terreno para el perro. Lo consiguieron todo y, sin embargo, su nueva vida les ha venido con bicho. Y no puede decirse que mis amigos Jaime y Tania no estuviesen avisados. La mañana en la que el propietario les entregó las llaves, aquella mujer asomó su naricita de esquimal por el muro y el dueño les advirtió muy serio: “Cuidado con Angustias, si la dejen entrar, no la sacarán nunca».

Pronto aparecieron las señales de peligro. Jaime observaba a menudo a un hombre que parecía deambular por los campos sin saber bien qué hacía. Al poco tiempo supo que era Elías, el marido de Angustias, un cartero retirado que buscaba cualquier ocupación para mantenerse alejado de casa. Un lunes se lo cruzó temprano. “¿A dónde va usted con tanta prisa a estas horas?”, le preguntó mi amigo. “A cualquier sitio”, contestó sin mirarlo.

Cuando Jaime y Tania regresan del trabajo, Angustias sabe dónde están obligados a parar el coche y les espera. Entonces, les arrolla con su conversación, un monólogo en tromba que gira en torno a tres temas: el dinero, las muertes de la parroquia y sus continuas caídas. “Cada día se cae”, se queja Jaime, que tiene pesadillas con el cuerpo magullado de su vecina.

A mi amigo le exaspera que las conversaciones de Angustias no ofrezcan rendija por la que escabullirse. A diferencia de cualquier charla, en la que siempre hay una inflexión de voz, un “bueno…” que da por acabado el encuentro, con ella no hay escapatoria. Uno debe recurrir a un comentario brusco o resignarse a ver anochecer con ella. Y luego esa manera de preguntar, de interesarse por cosas que ni le van ni le vienen. Jaime y Tania están convencidos de que no descansará hasta entrar en su casa y saber cuánto ganan. «Con ese coche, neniña, no te pagarán mal», le gusta picar a mi amiga.

Tania está a punto de tirar la toalla. Acepta incluso que Angustias se empeñe en llamarla Natalia por más que la corrija. Sin embargo, le preocupa Jaime. Empezó diciendo que se lo tomaría con humor, inventándose cosas disparatadas para excitar la curiosidad de su vecina. Sin embargo, cada vez pasa menos tiempo en casa y Angustias, sonriendo con malicia, ha dicho que últimamente lo ha visto pasear con su marido por el bosque.

Texto publicado en Faro de Vigo

 

Angustias y el campo

El tiempo concedido

barbería

El sábado 2 de mayo me desperté a las siete para salir a correr. Quince minutos después me sentaba en la playa de Oza. Un nadador frente al puerto, una silueta sobre una tabla de paddle surf, las primeras bicis en el dique. Todo tan corriente como cualquier sábado y, sin embargo, completamente distinto.

Ese día, cuando la mayoría regresábamos a la calle con cierta excitación, mi Lama decidió quedarse a pintar la habitación del fondo. Después de comer se preparó un café, salió al balcón y cuando volvió, me dijo: “Creo que también me da pena que termine esto”.

Supongo que ese ‘también’ es la palabra clave. A todos nos alivia que paren las muertes, el dolor, el miedo, pero mi Lama hablaba de otra cosa. Este fin de semana he leído Feliz Final de Isaac Rosa. En la novela, el escritor recuerda cuando jugábamos al pilla de niños; tan pronto como alguien decía «casa», nada le podía ocurrir.

Ahora que cualquier estado de ánimo se convierte en un trastorno, los expertos hablan del ‘síndrome de la cabaña’, algo que afecta a secuestrados, a presos que se resisten a dejar la cárcel o a enfermos que han sufrido largos periodos de convalecencia. Se trata del miedo a dejar aquel lugar en el que nos sentimos encerrados, pero seguros.

Creo que esa especie de pena extraña que siente mi Lama por el final del confinamiento tiene que ver también con el ritmo. Con la posibilidad de no llegar agotados a la cena, de que todo tenga que esperar al viernes. Quizá muy pronto empezaremos a echar de menos el tiempo concedido.

Estamos a punto de doblar la última esquina, de divisar la Nueva Normalidad, ese territorio lleno de test de sangre, con nombre de cuento de Orwell. En estos metros finales nos miramos al espejo y nos preguntamos qué hemos hecho. Y quizá no me ocurra solo a mí que, tras mes y medio deseando sentarme en la peluquería para volver a ser el de antes, haya empezado a pensar que no debería precipitarme.

[Texto publicado en suplemento Estela de Faro de Vigo]

El tiempo concedido

El pívot, el escritor y la niña con coleta

basket

En mi calle vivía un niño que quería ser ciclista. Su padre tenía una tienda de bicis y, cuando volvíamos de clase, nos sentábamos en la acera y nos quedábamos pasmados viéndole manejar todas aquellas llavecitas. Él nos hablaba de piñones y zapatas y, si me miraba, yo asentía interesado, como si entendiese algo de aquello. Los domingos a la mañana, desde el balcón, veía pasar al padre de mi amigo levantándose del sillín, con su gorra hacia atrás y su maillot de colores, y a mí me daba un poco de envidia aquella familia rodeada de bicis.

Eramos muchos los niños que volvíamos andando del colegio. Avenida de Buenos Aires arriba y abajo, coincidíamos unos con otros, aunque no quisiésemos. Algunos portales cerca del mío vivía, por ejemplo, uno al que detestaba. Lo recuerdo porque siempre olía como si acabase de comerse un caldo y porque fue el primero en hablarme de Pepe Carvalho, aunque en aquel momento ni se me ocurriría leer un libro que él me recomendase.

Un verano me contó que había decidido ser escritor. Se compró una máquina portátil, de esas que se guardan en una caja y uno puede llevar como un maletín, y se apuntó a mecanografía. Estaba convencido de que un escritor debía, por encima de todo, ser capaz de teclear a toda velocidad. En realidad, yo intentaba evitarlo porque todo eso de la mecanografía y Pepe Carvalho me resultaba insoportable, pero él tenía una vista de águila y, en cuanto me veía, se ponía a llamarme como un loco y no me quedaba más remedio que esperarle o dejar que todo el barrio se enterase de que no lo aguantaba.

A mitad de camino pasábamos al lado de una peluquería de señoras. La hija de la peluquera fue una de las primeras niñas en matricularse en mi colegio, donde hasta sexto solo permitían niños. Hace poco encontré un dibujo de ella en un diccionario Vox de inglés.  La había pintado con el pelo amarillo chillón y una coleta pequeña y tiesa, como el chorro de una fuente. Aunque es el típico dibujo de niño y no se parece en nada, en realidad, yo la recuerdo realmente así.

Cuando nos veían juntos, algunos vecinos nos decían qué buena pareja hacíamos y todas esas tonterías que uno nunca debería decir a un pre-adolescente, si no quiere convertirse en la persona que más odie. La verdad es que me encantaba estar con ella y me inventaba todas las excusas posibles para hacerme el encontradizo. Creo que lo mejor era cuando de repente empezaba a llover y teníamos que hacer tiempo en algún soportal y podíamos retrasarnos sin preocupar a nadie.

Por aquellos años jugaba a baloncesto y aspiraba a ser seleccionado para el equipo A, aunque por mucho que practicase en verano, normalmente acababa en el B. Otro de los niños del barrio, un par de años mayor, era pívot en el A. Cuando coincidíamos de camino a casa, no importaba el tema que sacase porque él siempre acababa explicándome en qué debía mejorar, realmente se había propuesto ser mi entrenador. Sus lecciones me irritaban, aunque al mismo tiempo no podía dejar de hacerle preguntas.  Él era capaz de coger el balón de baloncesto con una mano y me advertía de que nunca llegaría a nada mientras mi mano fuese tan pequeña que no lo abarcase. Realmente aquel consejo me dio muchos dolores de cabeza y todavía pienso que estrujo su cráneo cada vez que juego a sostener una pelota.

Mis verdaderos amigos no vivían en el barrio. Sus casas estaban cerca del colegio o al otro lado del río y, aunque he perdido de vista al ciclista, al escritor o la niña con coleta, cuando visito a mis padres y paso delante de la tienda y la peluquería -reconvertidos en supermercados Día, tiendas de pollos o cosas peores-, me pregunto qué habrá sido de ellos. Entonces espero que hayan tenido más suerte que el pívot de la mano gigante, al que todavía veo algunas Navidades. Ahora dirige una sucursal de banco y, en cuanto me pregunta qué tal va todo, empieza a darme lecciones sobre qué debería hacer con mi dinero.

 

 

 

El pívot, el escritor y la niña con coleta

Un hombre práctico

video tape

En estos días en los que salir a comprar naranjas se ha convertido en una exhibición de logística, me he reencontrado con uno de mis grandes fracasos. Y es que, por encima de todo, yo siempre he querido ser un hombre práctico y no haberlo conseguido es una de mis mayores frustraciones.

De niño, cuando escuchaba a mis padres hablar de los éxitos de alguien, de cómo algún conocido había superado una situación difícil, llegaba un momento en el que, agotados los argumentos a favor del protagonista, mis padres coronaban la lista de méritos con un rotundo: “Sin duda, un hombre práctico”.

Aquello me parecía el colmo de las virtudes, sinónimo de tener lo que hacía falta para salir airoso. Ser práctico era no complicarse, ni arrepentirse, tenía que ver con mirar la vida de frente y moverse con decisión y yo descubriría pronto que lo mío era perder la tarde entre las estanterías del videoclub o quedarme callado ante el técnico de la ITV, con esa cara de que nada es más difícil que encontrar la palanquita del capó.

Para más inri, mis amigos crecían convirtiéndose en ejemplos de practicidad. Sabían qué estudiar antes de que nadie se lo preguntase. Tenían claro qué virtudes debía reunir su pareja o cómo cambiaría su vida un piso con parqué o tarima flotante. Superados a tiempo los devaneos de la juventud, el futuro se presentaba ante ellos como una luminosa línea recta, llena de señales para no perderse.

Una vez tuve un novio que jamás dudaba en qué cola del supermercado colocarse. Se acercaba a la caja con paso firme, seguro de haber calculado dónde le cobrarían más rápido. Aquella practicidad me volvía loco y, durante meses, fui feliz en una casa en la que siempre había un champú de más.

Yo intentaba imitarle, imaginando ante cada desafío qué haría él. Y esa es la pregunta que regresa estos días con fuerza. “Nacho, ¿qué haría ahora un hombre práctico?”. Y, sin embargo, mis respuestas siguen abriéndose en ramas, llevándome a un mar de opciones en el que resuenan ecos familiares, expresiones como ‘ideas peregrinas’ o ‘de bombero’. Sin embargo, y aunque tal vez no sea yo quien haya cambiado, no todo sigue igual y, cuando estos días extraños miro alrededor, noto que esta vez me encuentro bien acompañado.

Texto publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

Un hombre práctico

El principio y lo primero

lavapies

Ahora que se dicen tantas cosas de Madrid, a veces de forma un poco miserable, pienso en cuánto me apetece volver a esa ciudad a la que muchos, en realidad casi todos, nos sentimos conectados. El otro día intenté recordar la primera vez que la visité.  Resultan escurridizos los principios. Quizá era pequeño o fue un viaje intrascendente, de esos que olvidamos nada más llegar. Sin embargo, mientras rebobinaba buscando el principio de la cinta, una imagen saltó, como si me estuviese esperando.

Es viernes por la noche y hace frío, lo sé porque veo un taburete con trencas apiladas. Calculo que estaremos en alguno de esos años antes de Google, cuando llegábamos a los sitios a fuerza de perdernos. Acabamos de aparcar y bebo cerveza con Fer y Alberto en un bar de Lavapiés. Ellos se burlan de mi coche y yo y les pido que dejen en paz al pobre Visa. Es posible que la aguja de la velocidad se haya parado y que tampoco marque la del depósito, pero esta tarde ha cumplido. Visto con los ojos de hoy, todo suena incómodo, pero, en mi recuerdo, tenemos veintipocos y lo único que exige esfuerzo es meter en día y medio los planes que traemos.

Hemos venido a visitar a Andrés, el primer amigo en desgajarse. Se ha mudado para estudiar un máster. En realidad, Andrés es uno de los primeros en irse a un lugar diferente, todo un movimiento sísmico en un grupo tan compacto como el nuestro, una de esas pandillas que crecen en una ciudad pequeña y van a la universidad a una ciudad aún más pequeña. En definitiva, uno de esos grupos en los que podríamos decir a cualquier hora del día qué estará haciendo el resto.

La memoria no es un diario ordenado en secciones, con sus noticias de portada y sus columnas de breves. Seguro que existe una lógica que explica las conexiones, pero nunca es evidente. Quizá por eso, y aunque hubiese ido a Madrid antes, esas visitas se han borrado y el inicio de esta cinta es este bar de taburetes destripados, un lugar al que Andrés nos ha traído porque de eso va este fin de semana, de que nos enseñe qué tiene para nosotros esta ciudad helada.

Sé que la historia sería más digna si apareciesen las galerías del Prado o las gradas del Calderón, pero la memoria toma sus decisiones y lo que ha querido grabar es una fotografía de cuatro amigos pringándonse los dedos con su primer kebap .

No sé qué ocurrió esa noche, o si ocurrió algo, pero sé que a ese viaje siguieron muchos y ahí sí aparecen fotos más claras, imágenes de escenas con los amigos de siempre y con amigos nuevos, algunos decisivos, otros olvidados, y pienso que, después de todo, quizá la memoria acierte y esté diciendo que no siempre lo que sucede antes es lo primero y que con aquel kebap de Lavapiés empezó algo que continúa.

El principio y lo primero