
En mi calle vivía un niño que quería ser ciclista. Su padre tenía una tienda de bicis y, cuando volvíamos de clase, nos sentábamos en la acera y nos quedábamos pasmados viéndole manejar todas aquellas llavecitas. Él nos hablaba de piñones y zapatas y, si me miraba, yo asentía interesado, como si entendiese algo de aquello. Los domingos a la mañana, desde el balcón, veía pasar al padre de mi amigo levantándose del sillín, con su gorra hacia atrás y su maillot de colores, y a mí me daba un poco de envidia aquella familia rodeada de bicis.
Eramos muchos los niños que volvíamos andando del colegio. Avenida de Buenos Aires arriba y abajo, coincidíamos unos con otros, aunque no quisiésemos. Algunos portales cerca del mío vivía, por ejemplo, uno al que detestaba. Lo recuerdo porque siempre olía como si acabase de comerse un caldo y porque fue el primero en hablarme de Pepe Carvalho, aunque en aquel momento ni se me ocurriría leer un libro que él me recomendase.
Un verano me contó que había decidido ser escritor. Se compró una máquina portátil, de esas que se guardan en una caja y uno puede llevar como un maletín, y se apuntó a mecanografía. Estaba convencido de que un escritor debía, por encima de todo, ser capaz de teclear a toda velocidad. En realidad, yo intentaba evitarlo porque todo eso de la mecanografía y Pepe Carvalho me resultaba insoportable, pero él tenía una vista de águila y, en cuanto me veía, se ponía a llamarme como un loco y no me quedaba más remedio que esperarle o dejar que todo el barrio se enterase de que no lo aguantaba.
A mitad de camino pasábamos al lado de una peluquería de señoras. La hija de la peluquera fue una de las primeras niñas en matricularse en mi colegio, donde hasta sexto solo permitían niños. Hace poco encontré un dibujo de ella en un diccionario Vox de inglés. La había pintado con el pelo amarillo chillón y una coleta pequeña y tiesa, como el chorro de una fuente. Aunque es el típico dibujo de niño y no se parece en nada, en realidad, yo la recuerdo realmente así.
Cuando nos veían juntos, algunos vecinos nos decían qué buena pareja hacíamos y todas esas tonterías que uno nunca debería decir a un pre-adolescente, si no quiere convertirse en la persona que más odie. La verdad es que me encantaba estar con ella y me inventaba todas las excusas posibles para hacerme el encontradizo. Creo que lo mejor era cuando de repente empezaba a llover y teníamos que hacer tiempo en algún soportal y podíamos retrasarnos sin preocupar a nadie.
Por aquellos años jugaba a baloncesto y aspiraba a ser seleccionado para el equipo A, aunque por mucho que practicase en verano, normalmente acababa en el B. Otro de los niños del barrio, un par de años mayor, era pívot en el A. Cuando coincidíamos de camino a casa, no importaba el tema que sacase porque él siempre acababa explicándome en qué debía mejorar, realmente se había propuesto ser mi entrenador. Sus lecciones me irritaban, aunque al mismo tiempo no podía dejar de hacerle preguntas. Él era capaz de coger el balón de baloncesto con una mano y me advertía de que nunca llegaría a nada mientras mi mano fuese tan pequeña que no lo abarcase. Realmente aquel consejo me dio muchos dolores de cabeza y todavía pienso que estrujo su cráneo cada vez que juego a sostener una pelota.
Mis verdaderos amigos no vivían en el barrio. Sus casas estaban cerca del colegio o al otro lado del río y, aunque he perdido de vista al ciclista, al escritor o la niña con coleta, cuando visito a mis padres y paso delante de la tienda y la peluquería -reconvertidos en supermercados Día, tiendas de pollos o cosas peores-, me pregunto qué habrá sido de ellos. Entonces espero que hayan tenido más suerte que el pívot de la mano gigante, al que todavía veo algunas Navidades. Ahora dirige una sucursal de banco y, en cuanto me pregunta qué tal va todo, empieza a darme lecciones sobre qué debería hacer con mi dinero.