El tiempo concedido

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El sábado 2 de mayo me desperté a las siete para salir a correr. Quince minutos después me sentaba en la playa de Oza. Un nadador frente al puerto, una silueta sobre una tabla de paddle surf, las primeras bicis en el dique. Todo tan corriente como cualquier sábado y, sin embargo, completamente distinto.

Ese día, cuando la mayoría regresábamos a la calle con cierta excitación, mi Lama decidió quedarse a pintar la habitación del fondo. Después de comer se preparó un café, salió al balcón y cuando volvió, me dijo: “Creo que también me da pena que termine esto”.

Supongo que ese ‘también’ es la palabra clave. A todos nos alivia que paren las muertes, el dolor, el miedo, pero mi Lama hablaba de otra cosa. Este fin de semana he leído Feliz Final de Isaac Rosa. En la novela, el escritor recuerda cuando jugábamos al pilla de niños; tan pronto como alguien decía «casa», nada le podía ocurrir.

Ahora que cualquier estado de ánimo se convierte en un trastorno, los expertos hablan del ‘síndrome de la cabaña’, algo que afecta a secuestrados, a presos que se resisten a dejar la cárcel o a enfermos que han sufrido largos periodos de convalecencia. Se trata del miedo a dejar aquel lugar en el que nos sentimos encerrados, pero seguros.

Creo que esa especie de pena extraña que siente mi Lama por el final del confinamiento tiene que ver también con el ritmo. Con la posibilidad de no llegar agotados a la cena, de que todo tenga que esperar al viernes. Quizá muy pronto empezaremos a echar de menos el tiempo concedido.

Estamos a punto de doblar la última esquina, de divisar la Nueva Normalidad, ese territorio lleno de test de sangre, con nombre de cuento de Orwell. En estos metros finales nos miramos al espejo y nos preguntamos qué hemos hecho. Y quizá no me ocurra solo a mí que, tras mes y medio deseando sentarme en la peluquería para volver a ser el de antes, haya empezado a pensar que no debería precipitarme.

[Texto publicado en suplemento Estela de Faro de Vigo]

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