Familia con suerte

Elegimos una tapería en el medio del monte. Somos una familia pegatina y nunca habíamos estado tanto tiempo sin vernos, así que sabíamos que el ruido sería incontrolable. Llegamos sobreexcitados y la primera sensación fue extraña. Después de tanta vídeo-llamada en la cuarentena, no parecía que tuviésemos mucho que decirnos y, sin embargo, sentíamos que había que contarlo todo de nuevo. ¿Que si nos abrazamos al vernos? No me pararé demasiado en eso, solo les diré una cosa: no pondría a mi madre al frente de la desescalada.

Había tantas ganas de hablar que costó serenarse. El pobre de mi Lama no pudo decir su primera frase hasta pasado el café. Somos cinco hermanos y respetar los turnos nunca ha sido un pilar de nuestra educación. Entre croquetas y godellos, mi padre volvió a presumir de sus veinte kilómetros sin salir del garaje; mi hermana la hipocondriaca nos puso al día de mutaciones del virus que solo ella ha detectado, la soltera confesó que pese a salir a aplaudir cada día, ni un solo vecino con pelo le propuso saltarse el confinamiento. Por mi parte, les hice escuchar el ruido de mi rodilla, tras las sentadillas con Patrick Jordan suena a cancillo oxidado y, por supuesto, nadie se marchó sin alabar los vídeos de science de mi sobrina, su mezcla de acento californiano y de Moratalaz se ha convertido en el nuevo orgullo familiar.

Ni siquiera hizo falta llegar a la parte de la política para comprobar que el bicho poco nos había cambiado y, sin embargo, todos éramos conscientes de que aquel no era un reencuentro más, que las cosas habían ido bien y que en ningún lugar estaba escrito que fuera a ser así, ese mismo sábado miles de familias se sentaron a comer con sillas vacías. Soy escéptico con los cambios y, si odio alguna frase de las que ha traído la pandemia, es esa de ‘ha venido para quedarse’. No paro de escucharla, pronunciada con la solemnidad con la que sueltan sus profecías los expertos en bolas de cristal. No sé qué cambiará o qué se quedará igual, pero mientras eso se aclara, quizá lo único razonable sea pedir mesa para vernos de nuevo.

Texto publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

Familia con suerte

La tienda de Hassan

Cada mes de agosto se escuchaba la misma pregunta: ¿cuándo regresará Hassan? Apenas había negocios en aquella calle, el restaurante griego, la lavandería automática y un videoclub moribundo que cada dos meses cambiaba de dueño. Más allá de eso, la tienda de Hassan era el auténtico lugar de reunión, la excusa para que aquellas ancianas belgas saliesen de casa, animadas quizá por la idea de cazar algún chisme mientras pesaban verdura.

Hassan abría cada día, pero en agosto cerraba siempre. Le gustaba irse de vacaciones con Alan, un inglés de piel rojiza que ahorraba todo el invierno para disfrutar en verano de quince días en Tailandia. Cuando regresaban y le preguntábamos cómo había ido, los dos se limitaban a reírse, lanzándose miradas de complicidad.

Cuando me tocaba lavar la ropa, solía esperar en la tienda a que terminase la colada y, si no había demasiados clientes, Hassan me ofrecía un té y algo de charla. Al principio nos costaba entendernos, pero él tenía paciencia y repetía cada palabra las veces que fuese necesario. Además, nunca perdía el sentido del humor, burlándose de mi francés y de esa escuela en la que no me enseñaban nada de nada.

Desde el principio, nos caímos bien y, con el tiempo, llegamos a tener conversaciones interminables en las que yo le hablaba de mis planes de futuro y él se limitaba a escucharme hasta que encontraba una buena razón para meterse conmigo. Entonces me advertía de que había visto antes a muchos como yo y que estaba seguro de que nunca dejaría aquella ciudad.

También mis amigos se aficionaron a pasar por la tienda. Hassan siempre tenía tiempo para una buena historia y contarle nuestras noches de fiesta se convirtió en una costumbre. Recuerdo que Stephan, un suizo que estudiaba uno de esos másters que solo los suizos se pueden permitir, se ofreció para hacer un bussiness plan y modernizar el negocio. Hassan le escuchaba atónito, pensando si todo eso haría falta para vender más brécol.

Sus pronósticos fallaron y yo volví a casa. Ya en Galicia, me enteré de que su padre había enfermado y que cada vez dedicaba más tiempo a cuidarlo. Poco a poco fueron aumentando los días en los que la persiana seguía cerraba, hasta que no abrió más. De todo esto hace ya bastante tiempo, pero últimamente he vuelto a pensar en esa pequeña tienda donde apenas compraba hortalizas y algún paquete de pasta, pero en la que pasé tan buenos ratos.

No sé si Hassan me consideraba su amigo o solo un cliente con quien distraerse un poco, pero yo lo recuerdo como una de esas amistades bonitas que a veces encontramos sin buscar, cuando la vida nos deja tiempo para pararnos a hablar.

La tienda de Hassan

El placer de exagerar

Sé que, en estos momentos, la exageración tiene mala prensa. Por suerte, sobre todo para ustedes, yo no soy científico, ni presidente del Gobierno, y puedo reivindicar el derecho a exagerar simplemente porque contar grandes historias nos hace felices.

Detesto a los fanáticos del matiz, a quienes apuntillan cada frase con un adverbio en mente o preguntan de dónde has sacado eso del ochenta por ciento. Cuando alguien interrumpe una conversación para comprobar en su móvil la población de Logroño, lo único razonable que nos queda es levantarnos de la mesa y no volver a ver a esa persona más.

La ciencia ha demostrado que el relato de las experiencias proporciona más felicidad que las experiencias mismas. Cada vez que los amigos nos desternillamos recordando aquel viaje a urgencias con Miguel, a todos nos trae sin cuidado repasar con pelos y señales qué ocurrió aquella noche, quién querría revivir el miedo al llamar a sus padres para explicarles que el martini había tumbado a su hijo. Sin embargo, recordar esa aventura se ha vuelto algo fantástico y crece cada vez que nos reencontramos. Es la historia la que nos inyecta serotonina.

Larga vida, por tanto, a los amigos que exageran. Son sus recuerdos los que nos unen. Repetirlos y hacerlos crecer no sólo nos acerca a la gente que queremos, sino que eleva los niveles de alegría. Disfrutemos de las reuniones en las que siempre afloran las mismas anécdotas porque ahora sabemos que nunca son las mismas. Volver a contarlas las hace mejores.

No se inquieten si sus vacaciones resultan un fiasco, si Ryanair les sienta entre dos niños, si el hotel huele a ginebra barata o su móvil se queda sin batería delante de la Sirenita. Simplemente esfuércense por construir un buen recuerdo, uno que valga la pena. Entonces se abrirá la trampilla y todas las calamidades quedarán enterradas en los sótanos de la memoria, mientras su viaje ingresa en su biografía con un deslumbrante “os acordáis de aquel verano en que…”.

Olvidémonos de la población exacta de Logroño, no levantemos atestado de lo vivido, reinventemos los recuerdos y disfrutemos de esos minutos de felicidad porque, pase lo que pase, siempre podremos elegir el modo de contarlo.

Publicado en el suplemento Estela de Faro de Vigo

El placer de exagerar