
En este año pandémico, los amigos solteros son casi la última esperanza para pasar un buen verano. Sin ellos, las cenas de terraza quedarían reducidas a un monográfico de Netflix, memes sobre Vox y esas soporíferas conversaciones que empiezan siempre por un ‘¿sabéis que mi hijo…?’. Lo cierto es que toda pandilla que quiera garantizar su supervivencia debería mantener una plaza de ‘amigo/amiga soltera’ o resignarse a envejecer pasándose recetas y hablando de lesiones de rodilla.
Justo cuando creíamos que nuestro grupo no tenía futuro, la suerte nos dio una segunda oportunidad. Hace algunas semanas, una amiga nos contó que abandonaba su relación tras aceptar que nunca superaría al equipo de kite-surf en la lista de prioridades de su novio. Desde entonces, las cenas han recuperado la chispa y vuelve a merecer la pena una segunda botella de vino. Hablemos de lo que hablemos, todos esperamos impacientes el momento estrella: cuando ella saca el móvil para darnos el parte semanal y nosotros nos abalanzamos sobre la pantalla como paparazzis hambrientos.
Disfrutando de los focos, mi amiga va enseñándonos las fotos de los descartes y los candidatos a match. Al principio nos mostramos recatados, con esa falsa dignidad del que finge desinterés por los cotilleos, pero todo coge pronto temperatura y, cuando queremos darnos cuenta, ya nos hemos convertido en el jurado de Tú sí que vales. Es precisamente en ese momento cuando se ponen sobre la mesa las grandes cuestiones de la vida. Conceder, por ejemplo, una oportunidad al que llega a los cuarenta marcando abdominales, aunque haya dicho que uno de sus hobbies es visitar centros comerciales.
A los pocos minutos todos parecemos el Mentalista, trazando el perfil psicológico de una persona simplemente porque se ríe con un ‘ha, ha, ha’ o un ‘ji, ji, ji’ -onomatopeya esta última que equivale a una roja directa-. Cuando las cosas suben de tono, mi amiga se escandaliza, dispara alguna frase policial sobre la vida privada y guarda el móvil en el bolso, dejándonos a todos con esa cara con la que recibimos la canción que cierra los bares. Entonces ella suspira y, apiadándose de la sosa vida del casado, hace un silencio dramático y suelta: “Ni os imagináis qué tenía tatuado el del concesionario de coches…”.

