
Mis visitas a iglesias hace tiempo que han quedado reducidas a bodas y funerales y, sin embargo, llega agosto y me sorprendo echando de menos una misa. Como en tantos pueblos, también en el mío se saca a la patrona en procesión el día 15 y faltar a esa cita se considera un acto de traición. Por supuesto, nada tiene que ver esto con ateos o creyentes. El origen viene de cuando apenas éramos unos adolescentes con granos. Entonces, la verbena del 14, que marcaba el inicio de las fiestas, se anunciaba como una de las noches grandes del verano, el momento en el que la pandilla -dispersa por ciudades de España- se reencontraba y no llegaban las copas para ponerse al día. De manera excepcional, no había hora de regreso y la única condición que imponían nuestras tías y abuelas era que, nos acostásemos cuándo nos acostásemos, la misa resultaba imperdonable.
Recién salidos de la ducha, con gafas de sol y sabor a aspirina en la boca, a la mañana siguiente no quedaba otra que presentarse en la iglesia. Formábamos, entonces, una procesión de zombies en camisa de domingo, contando las horas que quedaban hasta morirnos en una siesta. Aguantar aquellas misas suponía una prueba de resistencia. Al principio apenas lográbamos escabullirnos a los últimos bancos, bajo la mirada atenta de nuestras familias. A medida que crecimos, conquistamos algunos metros más, hasta poder seguir la misa desde las escaleras, consiguiendo que nos diese el aire y evitar males mayores. Solo recientemente, cuando los mayores han ido faltando, nos hemos atrevido a seguir los sermones de don Andrés sentados en la terraza del Tamanaco, el bar cerca del monasterio, con un martini en la mano y esa risa floja que dejan las verbenas buenas.
A los cuarenta, las noches se han amansado y madrugar se ha vuelto una costumbre que ni en agosto conseguimos evitar. La misa del 15 conserva esa tradición de cita imperdonable y, aunque cada año se pasa revista, las ausencias y bombas de humo empiezan a ser más frecuentes en las verbenas que en las procesiones. Después de todo, quizá hayamos aprendido que un agosto no es agosto sin ese regusto a vermú rojo, amigos y aceitunas que nos dejan las misas de verano.
