La primera sombrilla

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Miro mi maletero y me pregunto cuándo ir a la playa adquirió el atractivo de una mudanza. Quizá todo empezó el día que compramos la primera sombrilla. Probablemente no lo meditamos. Como mucho sentimos un ligero pudor porque, admitámoslo, la sombrilla pone años, pero no vemos que en ese momento nos despedimos del adolescente al que le bastaba una toalla al cuello y una bicicleta para disfrutar del verano. El día que fantaseamos con el placer de una siesta a la sombra, empezamos a acariciar la idea de hacer de la playa un lugar confortable y, entonces, ya no hay salida.

A la sombrilla le sigue la base para enterrarla. Al parecer, la gente ahora muere ensartada en las calas. El año pasado mi Lama apareció con una nevera gigante. “Para guardar los gin-tonics”, me dijo. En un año solo ha metido tápers de gazpacho. Por supuesto, nuestras últimas toallas tienen la superficie de un apartamento de dos habitaciones. Junto a eso, el botiquín de cremas no deja de crecer. A estas alturas, sabemos que el sol se ha convertido en la estrella de la muerte. Además, solo a un loco se le ocurriría llevar un bañador, así que debemos contemplar los ‘por si acasos’: la sudadera por si se levanta viento, el segundo bañador por si no se seca el primero, los escarpines por las fanecas, la mascarilla de repuesto… Todo debe entrar en una bolsa de un tamaño para guardar paracaídas, y, eso sí, sin bolsillos porque las cosas de playa han de ser sencillitas.

Especialmente en verano (aunque no solo) empatizo con mis amigos-padres, no quiero imaginar cómo se complica todo si a eso le sumamos la tabla de bodyboard, el flotador del flamenco gigante y la sandía y el melón cortados.  Por supuesto, este verano las cosas han ido a peor. Aparcamientos restringidos a los locales, arenales con parcelas numeradas, aplicaciones para consultar aforo… Apenas recuerdo la sensación de bienestar que me despertaba la expresión ‘pasar el día en la playa’ y la comparo con ese sentimiento de ansiedad que me entra hoy cuando repaso en el coche y me doy cuenta de que las hamacas de cuatro posiciones se han quedado en casa.

Texto publicado en Faro de Vigo

La primera sombrilla

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