La isla de las lagartijas

Faro Cíes

Se sentaron en uno de los puestos con cuatro asientos y desplegaron un mapa sobre la mesa. En el tren de las ocho, la mayoría de los pasajeros prefiere el silencio, sin embargo, esos dos matrimonios discutían con vitalidad adolescente, interrumpiéndose y pisándose unos a otros. Hablaban con acento del norte y, aunque calculé que no andarían lejos de los setenta, conservaban todavía un aspecto atlético y saludable.

Una de las mujeres, con una elegante mata de pelo blanco, insistía en que debían subir al faro, sin que lograse arrastrar a los demás en su entusiasmo. La otra consultaba el tiempo en su móvil y decía que, a no ser por las vistas, hubiera preferido un día nublado. Enseguida quedó claro que se bajarían en Vigo para tomar el barco a las Cíes.

Sin importarle la mirada del resto de los pasajeros, uno de los hombres, el que lucía un bigotito fino, como dibujado a lapiz, se levantó del asiento y empezó a imitar a un arquero disparando flechas. Contaba un chiste sobre Robin Hood y, aunque no tenía gracia alguna, ellas hicieron un esfuerzo y se rieron amablemente al final. Su amigo, en cambio, se burló del numerito, recordándole que había sido siempre un contador de chistes nefasto. Mientras ambos decidían cuál de los dos tenía menos talento para el humor, la mujer de la mata de pelo se esforzaba por desplegar un palo selfie. Podría haberle pedido al revisor o a mí mismo que les sacase una foto, pero estaba decidida a demostrar cómo manejaba aquel aparato de chavales.

Al parecer, el hombre del bigote conocía un poco las Cíes y, con el dedo sobre el mapa, adelantaba lo que les esperaba. Reclamando su papel de jefe de la expedición, les contaba que desde la playa subirían al faro por un camino empedrado. Como el sol le daba de lleno, las losas se calentaban y se llenaban de cientos de lagartijas, que se escabullían en las cunetas al notar pasos. Todos se rieron con la exagerada descripción de esa alfombra de reptiles, aunque parecía que la idea de ascender al faro ya no le parecía tan atractiva a la mujer del pelo blanco. Desde luego, si se había inventado la historia para quitarse de en medio la excursión, no había sido una mala treta.

Eran los únicos turistas del vagón y el resto observábamos con envidia su humor de verano. De pronto, el que se había proclamado líder vio cuestionada su autoridad. Una de las mujeres recordó cómo, durante un campo de trabajo en la universidad, se habían perdido en los montes de Gales. Al parecer habían tenido que caminar horas bajo una tormenta, incapaces de encontrar el camino. Finalmente les descubrió un granjero, que les devolvió al campamento en su remolque. El recuerdo hizo que todos pusiesen sobre la mesa episodios similares, en los que se habían extraviado siempre por culpa del hombre del bigote, que sonreía y encontraba argumentos para culpar a otro.

Mientras les escuchaba, no me costó imaginarles de mochileros, reconstruyendo la cara juvenil detrás del bigote o coloreando la mata de pelo blanco. Tal vez aquel campo de trabajo habría sido el primer viaje. Luego habrían venido los sueldos y con ellos la posibilidad de dejar atrás los campings y costearse hoteles. Quién sabe si habrían aparcado los viajes cuando los niños eran pequeños y ahora, con ellos criados y disfrutando de su pensión, podrían retomar sus aventuras.

A medida que nos acercábamos a Santiago, su conversación se volvía lenta, llena de silencios. Al bajarme, me giré y vi al hombre del bigote reclinado en su asiento. Quizá había entendido que esta vez no le quedaría otra que subir al faro y aceptar que, aunque algunas lagartijas se asomasen al camino, no llegarían a cientos. Y mientras el tren reemprendía la marcha llevándose a Vigo a esos desconocidos, me alegró pensar que, de nuevo otro verano, su viaje continuaba.

La isla de las lagartijas

Zippo

zippo2

Nos sentamos en tu portal,
con la palma hacías rodar el zippo.
Dijiste que habías entendido
porque cuando alguien se marcha
la gente dice que duele aquí,
con la mano te tocaste el estómago.
Aquel dolor duró días.
El cuerpo se recuperaba rápido,
listo para otro golpe.
No sabíamos que ese dolor primero,
inocente y extraño,
había abierto camino.

Zippo

Huesos de memoria

escaparate

Ahora venden televisores en el solar del Ciego.
A quién importa la historia de ese lugar,
Allí no se libró una batalla con caballos destripados,
ni un héroe pronunció un discurso
que levantó a la ciudad en armas.
No se habla del Ciego en las escuelas.
Solo fue otro trozo de tierra en venta.

Pero a aquel descampado llegó un muchacho,
temblando escribió una carta,
que rompió y enterró en pedazos.

¿Alguien recuerda su historia?

El muchacho volvió muchas tardes.
Escribió y enterró otras cartas,
que eran siempre la misma,
hasta que su miedo creció,
afilado como un cuchillo,
y se atrevió a librar su batalla.

Peces tropicales nadan en plasmas,
un escaparate de luz blanca y futuros perfectos.
No hay placas, estatuas ni flores,
pero los cimientos de edificios nuevos
guardan las ruinas de mis cartas rotas,
huesos y semilla de nuestra memoria.

Huesos de memoria

Réquiem 230696

telefono-fijoFue el primer número que aprendí y será el último que olvide, aunque lo único que sonaría si lo marcase serían recuerdos. En casa se ha dado de baja el 230696. No ha habido una última llamada con todos de pie en señal de respeto. Ninguna ceremonia para despedir una línea que fue nuestro tercer apellido durante cuarenta años.

Como en toda familia numerosa, a mis padres les obsesionaba la idea de extraviar algún un hijo y tan pronto como aprendimos a hablar, nos grabaron en la memoria esos seis números, una especie de seguro de vida que nos devolvería a casa sanos y salvos.

El teléfono, como en tantos pisos, estaba en la entrada y, en cuanto sonaba, mis hermanas y yo corríamos por el pasillo, compitiendo por descolgar y soltar a los amigos del otro alguna barbaridad. A mí me encantaba saludar a las remilgadas compañeras de Rebeca diciendo que la disculpasen, pero una descomposición incontrolable la mantenía atornillada al váter.

En la mesilla del dormitorio, mis padres instalaron un supletorio, la propia palabra me transporta a aquellos años de moqueta y papel en las paredes. Cuando los primeros novietes de mis hermanas llamaban, yo espiaba sus conversaciones desde ese segundo teléfono y, en el momento adecuado, soltaba una pedorreta que hacía saltar por los aires el ambiente meloso de la conversación.

Mi padre, que desde su jubilación ha hecho del móvil su planeta, vio siempre una amenaza en el fijo, un intruso que solo tenía derecho a sonar en circunstancias excepcionales. «Eso está para dar recados»,  refunfuñaba, preguntándose cómo era posible que tuviese tanto que contar a un amigo al que había visto media hora antes. Nunca entendió que treinta minutos son una era en la vida adolescente.

Al lado del aparato, me entretenía con las agendas de mi madre, descifrando su caligrafía desfigurada, maravillándome con los números interminables de Argentina o adivinando a qué provincia correspondían los prefijos.

Cada sábado y domingo, telefoneaba a mis amigos buscando un plan. No éramos una pandilla pequeña y decidir algo tan sencillo como ir al cine o a la piscina exigía rondas de llamadas. Desde el salón, mi padre seguía furioso mis labores de protocolo, imaginándose la factura. No sé cuántas veces marqué aquellos números, pero todavía hoy, que miro la agenda del móvil para dar el mío, recuerdo muchos de esos teléfonos.

¿Se puede sentir pena por un número? Qué idea más cursi. Un número asignado, no elegido. Qué importan todas las agendas y formularios oficiales en los que aún debe figurar, los cuadernos y brazos escayolados, donde los escribimos a rotulador, las notas deslizadas entre pupitres… Un número es solo un número, aunque decirlo fuese a veces una confidencia, una invitación o el principio de algo importante.

A través del 230696 no sólo pedí mi primera pizza, hice estúpidas bromas tapándome la boca con un pañuelo o llamé al cine para consultar la hora de una sesión; también compartí secretos inconfesables, escuché problemas que entonces parecían grandes dramas y descubrí la voz de parientes lejanos que no he llegado a conocer. En definitiva, a través de aquella línea mantuve conversaciones imprescindibles durante unos años en los que cada llamada anunciaba una noticia decisiva.

Réquiem 230696

Adelante

sonnez

Bruselas,  marzo de 2012

Me dijiste: te voy a querer siempre.
Entendí que te estabas despidiendo.

El bar se vació de luz,
miradas flotando como corchos,
historias a punto de ser historias.
La música sonaba hacia atrás.

Aquella noche la pasamos juntos,
abrazados,
borrachos,
con miedo.
Ningún sueño cruzó el apartamento.

No encontré una frase definitiva,
que lo resumiese todo,
que pudiese recordar en momentos como este,
cuando vuelvo al 44.
El viejo interfono en silencio.
Entonces sonrío,
sonrío con tanta fuerza
que me sueltas.

Adelante

Ya tenemos historia

Dani

A Coruña, 27 de abril de 2018

Ya tenemos historia,
aquel viaje con el Ford ardiendo,
la llegada a un piso vacío.
Ya hemos dormido abrazados
esperando una noticia terrible,
y nos ha despertado
el ruido de un cielo limpio.

Tenemos un puente para asaltarnos
y un tren del que te bajas
con otro acento.
Se han ido amigos necesarios
que dejaron marcas hermosas
sobre muebles viejos,
y juntos aprendimos cuánto importa
seguir adelante,
hacer siempre un hueco.

Ahora sabemos recibir en pijama,
irnos a la cama mientras ellos se quedan,
dibujar mapas los lunes
conducir en silencio.

Tú me has enseñado,
a mí, al pincha-sueños,
a llamar al concurso
confiando en el premio.

Ya tenemos historia

Café Delicias

cafe delicias 2

Suenas a ajedrez, a zapatos viejos.
Aletea un beso a la luz de un taxi.
El deseo duerme entre los espejos
y devuelve un brillo que nos desfigura.
Bailan las monedas al ritmo del mármol
y un reloj se lanza desde las alturas.
Mi mirada urgente escarba tu campo
y con manos sucias, sacude la tierra,
buscando palabras que alarguen la noche
y den con el verbo, el tiempo y el modo
de olvidar el miedo, de apostarlo todo.

Café Delicias

Escapando del diésel y la gasolina

Talking to themselves

Una tarde descubrí a mi padre hablando solo en el coche. Yo volvía del colegio y él se había parado en un semáforo. Intrigado, le observé desde la acera. Esa noche, después de darle vueltas, le dije a mi madre: ‘Papá se está volviendo loco’. Ella me miró en silencio. Fue solo un segundo, pero consiguió asustarme. Luego sonrió y me mandó a la cama diciendo que, con el trabajo que daba, acabaríamos todos tarados.

Se dice que los locos abundan en las ciudades con viento y quizá por eso Coruña se llena de personas que hablan solas. Tal vez el nordés haya encontrado la manera de colarse en nuestros sesos, como una corriente que abre la ventana y desordena el escritorio. Ayer, sin ir más lejos, me embistió en la calle un adolescente que avanzaba a toda velocidad discutiendo consigo mismo. ‘Cabreado estoy, joder, cabreadísimo. Ni me imagino lo cabreado que estoy. ¿Es que no lo veo?», se preguntaba, abriéndose camino.

Cuando regreso a casa me cruzo en la estación con un loco que suelta discursos. Viste americana, fuma puritos y se pasea con un periódico bajo el brazo. Con grandes zancadas, va de un extremo al otro del hall despotricando de Trump, la corrupción o Bankia. Al verle, la gente se aparta, temiendo el contagio. Yo, en cambio, me he encariñado porque le veo trazas de periodista. Sé bien que las redacciones desquician más que el viento.

Durante algún tiempo, también yo hablé solo. Acababa de mudarme a Bruselas y, obsesionado por aprender francés, seguía un curso de cuatro horas diarias. Al volver a casa caminando, ensayaba frases recién aprendidas. «Un verre de vin blanc», repetía luchando con las vocales. Por momentos, alguien me miraba de reojo; entonces sentía tanta vergüenza que fingía estar cantando.

Los cafés se llenan de parejas sin nada que decirse y, en las casas, la gente cuenta a sus ficus los planes secretos para cambiar de vida. Mi amigo Chema cree que las cosas se ponen feas. Hace poco me confesó que hay días en los que se va a la cama con la sensación de que nadie le ha dicho nada interesante. Cada bronca del jefe que escucha, cada increíble batallita de un hijo que le cuentan o cada frase que empieza por ‘no-te-lo-vas-a-creer’ es la misma bronca, la misma batallita y el mismo ‘no-te-lo-vas-a-creer’ de siempre y, mientras Chema me aburre describiendo su pegajoso tedio, pienso que tal vez esos locos que hablan solos en la calle son sólo cuerdos evitando discutir de nuevo si el diésel o la gasolina.

Escapando del diésel y la gasolina

Evitando este recuerdo

Fontainas2

No sé cuánto duró,
lo que un café, supongo.
Volvíamos de nadar,
y tu ropa olía a cloro.
Las manos rojas, una bufanda roja.
Tú bebías chocolate,
yo rompía servilletas.

No recuerdo de qué hablamos,
pero todo estaba bien.
Nadie nos esperaba,
ninguno dijo ‘luego’.
Esa mañana fue perfecta y breve,
como todo lo perfecto.

Entonces no lo supimos,
nunca nadie lo sabe.
Si lo hubiésemos sabido,
si hubiésemos adivinado qué vendría luego,
seguiríamos allí,
evitando este recuerdo.

Café Fontainas, Bruselas
Julio, 2009

[+ poesía]:

Un lugar para quedarme
Algún tiempo más
La playa
Frágil
Agosto
El muro
2016

Evitando este recuerdo

De impura raza

Ros

Mi amigo Eliseu adoptó hace años a dos dobermans. Como le entusiasma la música, los llamó Papageno y Papagena, personajes de la Flauta Mágica. Son perros elegantes, de pelo brillante y pose atlética. Sin embargo, la gente los mira con recelo. El cine ha conseguido que asociemos a los dobermans con imágenes de campos de concentración, prisiones y otros lugares violentos. Además, circulan leyendas siniestras y absurdas, como que proceden de experimentos genéticos y su cerebro crece hasta desbordar la capacidad del cráneo; entonces enloquecen y atacan a sus dueños.

Cuando hablamos de razas peligrosas, mi amigo defiende a los animales que cargan con ese estigma y alega que cada año se producen más ataques de juguetones pastores alemanes que de cualquier otro perro. Aunque no dudo de la estadística, me resisto a creerla ya que, como tantos otros niños de mi generación, yo crecí con el ansia de tener un pastor alemán de pura raza.

De niño devoraba libros sobre perros y estudiaba las características que debían cumplir un verdadero pastor alemán: la altura, las marcas faciales, la forma de la cola… De todos esos rasgos, el que encontraba más hermoso eran sus orejas elevadas, picudas, en alerta. Cuando un amigo me mostraba un supuesto ejemplar, yo ponía cara de experto y lo examinaba de cabo a rabo. Si todo parecía coincidir, me guardaba una carta final: el paladar. Abría la boca del animal y si no era negro, lo descartaba. Con los años, he averiguado que el paladar negro no es más que una creencia popular, sin embargo, entonces lo tomaba como la prueba definitiva.

Mi primer pastor alemán se llamaba Ros. Llegó siendo una bola de pelo que rodaba por el parqué de casa y se estrellaba contra los bajos del sofá. Quizá para hacerme apreciar más mi regalo, alguien exageró su pedigrí y, como si pasease al príncipe de los perros, lo bajaba a la calle sintiéndome el niño más privilegiado del barrio.

Cada día lo acariciaba y abría su boca para comprobar que su paladar seguía  igual de negro. Sin embargo, con la misma impaciencia que un adolescente se mira al espejo, deseando descubrir su primer pelo del bigote, yo esperaba un signo de que sus orejas empezaban a despuntar.

Obsesionado al ver que nada ocurría, consulté revistas en las que aconsejaban pegárselas con esparadrapo o usar prótesis de cartón para fortalecer el cartílago. Día tras día, mareaba a mi padre con aquellos remedios, enfadándome al ver que sólo yo le daba importancia. Un amigo me comentó que operarlo era la única solución y llegué a preguntar a un primo veterinario cuánto costaría. Afortunadamente, mi idea le pareció una majadería y me la quitó de la cabeza.

Poco a poco me invadió la sensación de haber sido estafado. Como un bobo, me había creído la historia del pedigrí, cuando Ros no era más que un cruce. A él, mi disgusto le traía sin cuidado y a todas horas me buscaba, ofreciéndome su cabeza, sin sospechar la decepción que me ocasionaba acariciar sus orejas de trapo.

Recuerdo unas vacaciones en un camping de Baiona. Una familia portuguesa que acampaba al lado se encariñó con él y, de vez en cuando, le ofrecía comida. Al principio me agradó su actitud, pero de pronto, Ros comenzó a escaparse cada noche a su tienda. El hijo de ese matrimonio nos lo devolvía por la mañana, con un gesto en el que parecía decirme: ‘Qué le voy a hacer si me prefiere’. Aquello me hacía sentir humillado y celoso. Si Ros hubiera sido un auténtico pastor alemán, nunca me abandonaría a cambio de unas sobras, pensaba.

Una tarde, mientras sesteaba en la hamaca, me despertó un silbido. El hijo de mis vecinos intentaba atraer la atención de Ros, ofreciéndole una galleta. Aquello me irritó sobremanera y, mientras Ros corría a su lado, le llamé con todas mis fuerzas. Ros se quedó clavado, dudando. En lugar de desistir, el chico agitó la galleta todavía más. Enfurecido salté de la hamaca, gritando cada vez más alto.

Ros y yo tardamos en reconciliarnos. Ni siquiera sé en qué momento todo eso de la ‘pura raza’ empezó a darme grima. Sus orejas no llegaron a despuntar, como tampoco las de Dutch, el siguiente ‘pastor alemán,’ o como Silvio, que acabó pareciéndose más a una salchicha que al Schnauzer gigante que me habían regalado. Quizá todo ocurrió cuando apareció el primer pelo de mi bigote y, el adolescente que se miraba en el espejo, entendió que él y Ros se parecían mucho más de lo que entonces estaba dispuesto a admitir.

De impura raza