
Abrió el armario, rebuscó entre mi ropa y, arrugando la nariz como quien recupera algo de la basura, me enseñó mi pijama. Lentamente, mi Lama fue estirando la cintura, cada vez más sin dejar de mirarme, hasta demostrar como aquella goma había cedido de tal manera que ambos podríamos pasar la noche dentro sin llegar a tocarnos.
No recuerdo dónde lo compré, tal vez en alguna mercería camino de casa. Se trató seguramente de una de esas cosas que hago sin invertir demasiado tiempo. Sin embargo, a medida que, noche tras noche, su color verde iba desgastándose, que lo firmaba con lamparones y desfiguraba su forma, aquel pijama se fue convirtiendo en mi compañero de fatigas. Nada me importa que el remilgado de mi Lama le llame mi pantalón-capoeira. Prescindir de él sería una traición.
Desde siempre he tenido una propensión a entablar relaciones de dependencia con personas, lugares y objetos cotidianos. No necesito que se trata de familia o amigos, mi capacidad para encariñarme con la gente alcanza a Conchi, la dueña del Pan y Canela, a Marcelino, el cocinero del Porto do Son, o cualquier otro vecino al que haya frecuentado. Cuando regreso a alguna de las ciudades en las que he vivido, me irrita el mínimo cambio en mi geografía, como si encontrar una cadena de electrodomésticos donde solía estar mi peluquería fuese un intento de desfigurar mi pasado.
Durante años conduje un Fiesta de segunda mano al que sólo retiré cuando no puede evitar que entrase agua de la lluvia. Aguanté varios temporales secando los charcos que se acumulaban en los pedales con una esponja enorme. Una tarde de domingo, mi Lama descubrió un champiñón en el maletero. Aquella seta diminuta crecía sin molestar a nadie, sin embargo, mi novio me obligó a elegir entre él o el coche.
Como mínimo, esta inclinación al apego me viene de la adolescencia. Me recuerdo en mi habitación leyendo sobre la cama Ligero de equipaje de Anthony de Mello. Tendría dieciséis años cuando encontré aquella frase que me sobrecogió. No se trataba de un pensamiento más, sino que representaba el colofón de la filosofía de aquel psicólogo jesuita que se apartaba del catolicismo para aventurarse en el budismo. «El secreto de la felicidad es el desapego». Al momento pensé que, si aquella era la ruta oficial para no sufrir, podría ponerme ya a buscar atajos.
Desde entonces no he dejado de sufrir crisis. Una de las más recurrentes aparece cuando me mudo. Nunca me ha resultado fácil dejar los lugares en los que vivo, quizá con la excepción de Ourense, de donde me marché entusiasmado con la idea de llegar a la universidad y supongo que también tranquilo, intuyendo que uno nunca se va del todo del sitio donde nace. Sin embargo, el resto de las despedidas estuvieron tocadas por la tristeza. En realidad, una tristeza buscada ya que temo que las aburridas tareas de las mudanzas llenen todo el tiempo y que, cuando me dé cuenta de que me he ido, sea demasiado tarde, y me encuentre ya absorbido por las todavía más aburridas tareas de instalarse en un sitio nuevo. Por eso, organizo rituales para ser consciente de los adioses. La noche antes de dejar Santiago, después de una década allí, decidí regalarme un safari nostálgico. Con el coche cargado de maletas y algunos muebles viejos, me fui a fotografiar esos lugares en los que había ocurrido algo especial, como si me diese miedo que un cataclismo pudiese aniquilar la ciudad, sepultando bajo escombros escenarios de mi memoria.
Diga lo que diga De Mello, encuentro atractivo el apego, mientras que el desapego me provoca un temor automático, instintivo. En Bruselas conocí a un chico en la piscina del barrio. Me parecía realmente sexy y supongo que, advertido por mi indisimulada mirada miope, no le resultó difícil darse cuenta de mi interés. Para mi sorpresa, un día me esperó a la salida y me propuso una cerveza. Sentados en una terraza, sonó su móvil. Con una mueca de desgana consultó la pantalla y cortó sin descolgar. «Mi madre. Me llama demasiado», me explicó. «Soy un desapegado, ¿sabes?», añadió al ver mi cara. Al momento, presentí que aquella relación, que entonces ni había empezado, terminaría como el rosario de la aurora. La historia con ese chico duró algún tiempo y dio muchas vueltas, pero detrás de la última curva, el rosario de la aurora nos estaba esperando.
Los defensores del desapego no dejan de propagar su fe. El aprender a soltar, a dejar ir, encabeza manuales de autoayuda. Las llamadas a deshacernos de lo obsoleto, de lo superado se multiplican y las relaciones de dependencia se han convertido en sinónimo de ahogo. Los tiempos les sonríen ya que el apego frena las compras. No hay más alternativa que deshacerse de lo viejo para volver corriendo al centro comercial.
A sus setenta años, mi madre conserva ropa de cama, manteles y vajillas de café que le regalaron en su boda. Cuando me cuenta la historia de esas sábanas de lino que siguen en el armario de su dormitorio, me acuerdo de mi pijama, con su goma estirada, sus lamparones y su verde gastado. Entonces, me entran unas ganas terribles de rescatarlo de su escondite, colgarlo en la ventana y convertirlo en mi estellada particular a favor de la dependencia.