Un lugar para quedarme

Coruña

Llegué evitando un lugar
al que no quería volver,
escapando de una ciudad
con el hueco de mi pasado.

Aterricé en un apartamento con sofá de hotel.
Encontré casados a los amigos viejos.
Descubrí que dormían con la tele puesta,
que su risa sonaba a minutos,
que siempre tenían ganas de cenar.

Pero hay invitaciones que traen vidas nuevas
y, sin saberlo, acepté una.
Bebí como se bebe cuando se quiere agradar
y acerté, besando a aquel extraño.

Con la maleta vacía,
pienso en el muro de La Madame,
en los charcos de Oza,
en una mañana de sábado que huele a pescado,
en los domingos rojo vermú,
en aquel amigo que llegó y se marchó el primero,
y que se ha quedado siempre que lo pienso.

Desde el primer día
guardé el billete de vuelta.
Por eso he vivido en la orilla,
a un paso del tren de las ocho.
Entonces llegaste tú
y contigo un parque,
un banco, un camino,
un lugar para quedarme.

Un lugar para quedarme

La Vieja, el murciélago y la atalaya

La Vieja

El murciélago está en la atalaya. Pronuncio la frase y el sol de julio abrasa la acera, el capó de los coches arde y yo busco la sombra de los balcones. El murciélago está en la atalaya. La repito y me veo hace más de veinte años, con pantalón corto y flequillo, bajando mi calle camino de la academia.

Mi padre quiso que sus tres primeros hijos aprendiésemos mecanografía. Los gemelos se libraron. Las máquinas se habían convertido en trastos que se olvidan en las buhardillas. Sin embargo, mis hermanas y yo tuvimos que seguir aquellas tediosas clases en la San Roque, donde a través de auriculares escuchábamos «el murciélago está en la atalaya» y otras frases absurdas que debíamos teclear.

En cuanto tuve mi diploma, llegaron los ordenadores, así que no recuerdo haber escrito nada a máquina. Sin embargo, su sonido forma parte de mi infancia. Mi padre, funcionario disciplinado, practicaba cada noche y yo me dormía escuchando el timbre metálico al acabar un reglón o la rosca ajustando un folio. Aquella máquina, pesada y gris, terminó en mi cuarto. Cuando me aburría, colocaba a Tomasa en la punta del carro y pulsaba con furia la barra espaciadora hasta que la tortuga salía disparada.

Las máquinas han dejado de ser útiles, ahora decoran tiendas o cafeterías de diseño, mudas y descolocadas, con esa tristeza pesada de los zapatos viejos. Una de las primeras exposiciones que organizamos en la Cidade da Cultura se titulaba Typewriter, y presentaba 120 máquinas de la Colección Sirvent, maravillosas Sholes & Glidden, Underwood nº5, Crandall New Modell, algunas usadas por escritores famosos, fabricadas para espías nazis o decoradas con oro y nácar.

Hace una semana recibí la Hispano Olivetti M40 de Camilia. Cuando la miro, no veo la Academia San Roque, sino el comercio de mi tía. La máquina ocupaba el escritorio donde me sentaba a dibujar. Entonces la miraba sin atreverme a tocarla, negra y brillante, con miedo a que todas esos hierros en tensión saltasen por los aires. De adolescente pensaba que cada escritor debía tener su máquina y estaba seguro de que, en cuanto pusiese mis dedos sobre la Olivetti, me convertiría en una especie de Angela Lansbury. Una mañana le conté a Camila cuánto me gustaba. ‘Alberto también la quiere’, me dijo. Él era su hijo, yo su sobrino, así que entendí que debía retirarme.

En 1929, Olivetti, el gigante italiano de las máquinas de escribir, se instaló en España con la marca Hispano-Olivetti. Entonces, la mecanografía no era una cuestión menor. Como estrategia publicitaria se organizaban concursos nacionales en los que llegaron a competir 3.930 mecanógrafas y lo escribo en femenino porque esas máquinas se convirtieron en símbolo del acceso de la mujer al trabajo. En 1930, en el ambiente de progreso que anunciaba la llegada de la República, Hispano-Olivetti lanzó la flamante M40, la misma que llegó al comercio de mi tía y a la que, imaginando lo que ha vivido, he decidido llamar La Vieja.

Mi madre, a punto de cumplir setenta, no recuerda cuándo apareció esa Hispano-Olivetti. Cree que siempre estuvo en el escritorio y me dice que, siendo niña, veía a mi tío Pepe tecleando a toda velocidad con dos dedos. Con la ayuda de La Vieja y un manual, mi madre aprendió mecanografía. No fue un esfuerzo en vano. A los dieciséis años ya ayudaba a mi tío con los papeles del trabajo y, a los diecinueve, entró en la caja.

Quizá sea la novedad, pero cuando estos días paso al lado de esa máquina, tengo la impresión de que me conoce. Se me ocurre que, si no hubiese llegado al comercio, las cosas habrían tomado otro camino. Entonces, como si pronunciase un conjuro, digo: ‘El murciélago está en la atalaya’ y aparece mi padre tecleando en el salón, mi madre quinceañera, con su pelo corto y su falda plisada, fantaseando con un trabajo de oficina, y Camila, conservando a La Vieja cuando nadie la usaba, pensando que llegaría un día en que volvería a ser útil, quién sabe si contándole a alguien la historia de esta familia.

La Vieja, el murciélago y la atalaya

Firmas de leche y firmas de adulto

Firma nacho

Enseñarnos a firmar representaba para mi padre una de las cuestiones básicas en la educación de un hijo, tanto como aprender a cepillar los zapatos o a mondar una naranja sin llevarnos la pulpa por delante. Creía que las firmas infantiles o descuidadas eran propias de personas sin ambición y esta idea le llevaba a hacerme practicar de manera concienzuda desde pequeño ya que debía estar listo para estrenarla cuando recibiese mi primer dni.

Para él no existían firmas de leche y firmas de adulto. Debía perfeccionarla y no usarla hasta estar seguro de que ese era el trazo con el que quería identificarme el resto de la vida. La firma no era algo que se debiese rectificar y mucho menos abandonar. De alguna manera, representaba la primera decisión definitiva. Todavía me divierte cuando encuentro postales de amigos escritas con esa caligrafía oronda y esmerada de la EGB y con un nombre transformado en firma enmarcándolo simplemente en un óvalo o añadiendo un aspa o algún otro adorno infantil. Gracias a la obsesión de mi padre, la mía fue siempre una firma con hechuras de adulto.

Una afilada «A» mayúscula domina la firma de mi padre. La traza con un gesto ágil en el que su muñeca sube y baja, como si marcase un compás musical. Sin levantar la pluma, completa después el resto del nombre, estilizando los rasgos de la «g» y la «t», para terminar con un golpe sonoro, en el que retrocede con resolución desde la última a la primera letra, en un gesto rotundo de autoridad caligráfica. El resultado es un nombre apenas legible, con las letras levemente tumbadas a la derecha, sacudidas por un cierto aire de urgencia.

De niño, recuerdo sentarme a su lado en el sofá, verle sacar una pluma de la americana, apoyar alguna factura sobre un libro y emborronarla con firmas en serie. Para mí, aprender a firmar fue imitar sus movimientos y en la «i» mayúscula de Ignacio se adivina con facilidad la «a» de Agustín. Como la expresión de un vínculo genético, con los años reparé en que esta transfiguración se reproducía en las firmas de mis hermanos y, además de la lógica similitud de la A de Alejandro, también en la R de Rebeca y en la S de Sonia y Sara intuyo la horma de mi padre.

Nunca he pensado en serio si la firma dice algo de nuestro carácter. Sin embargo, cuando al firmar llego a la ‘o’ final y prolongo su rizo hasta convertirlo en una línea que retrocede subrayando ni nombre, entonces me acuerdo de mi padre, como si en ese gesto se condensase el compromiso de llegar a ser todo cuanto a él le gustaría que fuese en la vida.

Firmas de leche y firmas de adulto

La Manuela, el bar del futuro

Manuela

Si el futuro entró en Montederramo por algún sitio, fue a través de sus bares. A principios de los sesenta, la Acacia compró la primera televisión. Aquel café, desde el que muchos vecinos vieron al hombre llegar a la luna, cerró antes de que yo naciese, pero otros tomaron el testigo. En mi época, por ejemplo, las novedades aparecían en La Manuela. Fue ella quien trajo al pueblo el vídeo, un VHS que hizo más llevaderas las tardes lluviosas de invierno. Arrimados a una estufa de butano y devorando pipas como hamsters, Espinillo, Medioquilo y yo descubrimos embobados a personajes clave en nuestra educación, como un tal Stallone, capaz de masacrar a un ejército sin más ayuda que un cuchillo de sierra y algo de pintura en la cara.

Poco después llegó la primera máquina recreativa con videojuego: el Green Beret. Un joystick y un botón rojo bastaban para transformarnos en soldados de élite. Aquella máquina de La Manuela, hoy considerada un clásico, destrozó mi bolsillo. Cuando nos quedábamos sin blanca, no quedaba otra que ayudar en misa. El cura soltaba una propina rácana que luego completaba mi tía, de manera especialmente espléndida si me había animado a hacer una de las lecturas. Poco imaginaba don Manuel que la motivación de sus monaguillos era conseguir cash para dilapidarlo haciendo la guerra.

El futuro volvió a asomarse a nuestro bar en los noventa, esta vez en forma de cadena de música. Pronto descubrimos que aquella torre incorporaba un discman, maravilloso aparato que permitía escuchar una canción en bucle sin la pesadez de rebobinar. Lamentablemente, el único cd disponible aquel verano era Luz Casal y eso la convirtió en nuestra pesadilla. Sin saber por qué, Roseta llegaba al bar y pinchaba la cinco, una y otra vez, con esa obsesión insana de los quince años. Al final, consiguió grabarnos a fuego la letra de Es por ti, como si fuese un depresivo himno generacional. Más tarde llegarían Sabina, Extremoduro…, pero aquel verano solo escuchamos a Luz y mi Lama todavía me mira raro cuando suena y le digo que me recuerda tanto a Roseta, como si le ocultase una inesperada historia de amor.

Hace semanas, me enteré de que Manuela había fallecido. Pese al tiempo que pasé en su bar, no podría contar demasiado sobre ella. La recuerdo al otro lado de la barra, callada y vestida de negro. Mis amigos y yo nos convertimos en clientes fijos antes de que nos saliese el primer pelo del bigote.  Ser clientes rentables nos llevó más tiempo y es que, durante años, pipas y coca-cola fueron todo nuestro gasto. Supongo que, en cuanto dejamos atrás la edad de las Mirindas, lo compensamos con creces.

Lo cierto es que nuestros padres tenían el Bodegón; los primos y hermanos mayores se atrincheraban en el Galicia, pero la Manuela era nuestro bar. Allí pasábamos tardes enteras, desde la siesta hasta la madrugada, veranos en los que uno sabía la hora porque veía a Manolo volver con el chimpín, al carnicero pasar tambaleándose sobre la bici o a mi tía y el resto del ‘comando viudas’ con su caminata diaria hasta el cementerio. Como el vídeo, el discman o los videojuegos, también nosotros formábamos parte de ese futuro que llegaba al pueblo a través de La Manuela.

La Manuela, el bar del futuro

Fue en 2017 cuando…

Nacho y Dani

A mi hermana la han hecho indefinida y, unos días antes, ese novio que sigue diciendo que no es su novio le regaló un viaje a Berlín.  El día de su cumpleaños, le pidió que se girase y, cuando se dio la vuelta, le lanzó el billete en forma de avión de papel. Serán sus primeras vacaciones juntos y Sara, que sólo imagina aventuras en lugares con monzones, está a punto de descubrir que son otros los viajes peligrosos.

Mientras me alegro por mi hermanita, recibo una foto de las notas de Victoria. No creo que a mi sobrina le importe un bledo ser una de las lumbreras de la Safa, pero siento envidia viendo a mi hermana orgullosa. Hubo una época en la que yo también subía la Avenida de Buenos Aires acelerado, deseando llegar a la caja de ahorros para asomarme al mostrador y enseñar a mi madre mi evaluación. Tal vez ella imaginaba que me convertiría en uno de esos periodistas que sientan en las tertulias y nos explican a todos cómo funciona el mundo.

Se acaba 2017 y me siento a cuadrar cuentas. Decido empezar por lo bueno, y anoto que el menisco va arreglándose. Nada más entrar en la consulta, el trauma me saludó con un «siéntese, Ignacio» tan cálido que a punto estuve de saltar a su regazo. Con menos delicadeza, me ordenó pasar a la camilla y, a modo de palanca de marchas, empezó a mover mi pierna en todas direcciones. Finalmente, me pidió que me pusiese en cuclillas. Desde esa posición tan indigna, le escuché decir que el quirófano puede esperar y yo, que desconfío de cualquier diagnóstico que no salga de una máquina, dudo de en qué parte del balance acabará mi menisco.

Esta mañana, mi Lama se ha ido al trabajo cantando City of Stars, la versión de Operación Triunfo. Llevaba el jersey grueso que le compré en Dublín y, mientras hago inventario de 2017, pienso que hemos dejado de hacernos regalos en los viajes. Antes me agarraba a esa idea de que, en cuestión de sentimientos, lo importante era desprenderse de las convenciones. Al otro lado de los cuarenta, he empezado a fijarme en quienes no olvidan los detalles, como María, que me ha traído una taza de té espléndida. Hasta hace poco me agradecía con whiskey que la bajase a Renfe, ahora me trae té. A la taza le falta un asa para ser perfecta, pero su forma de cilindro ligeramente más estrecho en la base hará que la use todo el tiempo.

Me esfuerzo por no divagar y concentrarme en las cosas que he conseguido, esas que me permitirán decir «fue en 2017 cuando…», y sin embargo, lo que se me viene a la cabeza es el Bico, ese restaurante donde a mi amigo Andrés le gustan todos los camareros y creo que a todos los camareros les gusta un poco Andrés. En una cena, Óscar nos contó como, cuando su padre estaba embarcado, su madre dormía con una motosierra debajo de la cama, por si a algún incauto se le ocurría entrar a robar. Y aunque Óscar ya no vive a las afueras de Boiro, le veo muy capaz de plantarse en el pasillo de madrugada, con sus ojos de huskey, el mentón levantado y un compás en la mano, como un D’Artagan de Montealto.

Vuelvo a perder el hilo y aparecen las hermanas Ruiz, ese café en la terraza del Badulaque, con el sol de sobremesa calentándonos la cara, resistiéndonos a cerrar los ojos para no perder de vista la ría de Cedeira y el regusto a brazo de gitano en la boca. Y pienso que los años son colecciones de imágenes inconexas a las que nos empeñamos en darle un significado en forma de historia, conversaciones, ruidos, calambres en el estómago, fogonazos de euforia y esa paz de llegar a casa después de un fin de semana y volver a bajar las persianas.

Sé bien que falseo las cuentas, que me niego a escribir el único nombre en el que pensaré cada vez que diga «2018 fue el año cuando…» y, sin embargo, todo lo demás sigue estando ahí, igual de real y luminoso, porque la vida no es un pulso entre lo bueno y lo malo, sino un suma y sigue, un banquete en el que no sabemos qué plato servirán después, y aún así esperamos con la servilleta puesta.

Fue en 2017 cuando…

La alternativa cruel al amigo invisible

caballo regalado

Si también odias el amigo invisible, esta Nochebuena te propongo acabar con la tradición más sosa de estas fechas y pasarte al Pongo, el cruel juego de intercambio de regalos que gracias a una mezcla de competición y mala baba pondrá a prueba el espíritu navideño de tu familia.

Todo empieza fijando un límite de gasto. Después, debemos comprar algo que, a diferencia del amigo invisible, no sabremos para quién será. Por tanto, si alguien cree que unos calcetines son buena idea, que sean de talla única ya que deberán entrar en el pie del nieto y del abuelo. Esto nos obliga a estrujarnos las meninges y olvidarnos de agarrar la primera cosa cuqui del Tiger. La esencia del Pongo es el engaño. Seamos, por tanto, astutos, camuflemos nuestro regalo. Sólo un aficionado al amigo invisible envuelve una raqueta como una raqueta. En el Pongo, el paquete es la estrategia, así que volvámonos papirofléxicamente locos.

Llega la Nochebuena y empieza la partida. Primero se apilan todos los regalos, después se desmiga una servilleta de papel y se escribe en cada una de las bolitas tantos números como personas participan, se mezclan y reparten. El número que nos toque indicará el turno en el que cogeremos el regalo. A simple vista, el primero parecería el más afortunado ya que tiene todo el montón a su alcance y puede hacerse con el paquete más apetecible. Sin embargo, este juego busca la zancadilla.

Quien haya sacado el número dos elegirá otro de los que quedan en el montón y podrá decidir entre quedarse con él o darse el placer de cambiárselo al primero. El tres podrá hacer otro tanto con el segundo y así sucesivamente. El último en participar, al que sólo le queda un triste regalo, se convierte en el rey del Pongo ya que se le concede el derecho a intercambiarlo por cualquiera de los que han elegido antes sus rivales. De esta manera, por contentos que estamos con nuestra elección, nadie estará seguro de retener su pongo hasta que el Rey haya hablado.

El Pongo se vuelve interesante cuando uno intuye de que pie cojea el resto. En mi familia, por ejemplo, todos buscamos el regalo de mi madre, que suele sobrepasar de largo el límite de gasto. Además, escapamos como de la peste del de mi hermana Sara, convencida de que la última ganga de un bazar electrónico es una idea rompedora. Mi padre, en fin, sigue siendo de los que envuelven un libro como un libro y mi hermana Rebeca, aunque no es tan predecible, traerá siempre algo que ni engorda ni lleva azúcar. Sonia, con su sentido de empresa, apostará por alguna tarjeta descuento para el Decathlon y Álex, cualquier cosa que vendan en las áreas de servicio de la AP-9. Por supuesto, los novatos añaden emoción y el debut de mi Lama levanta expectativas, aunque veo venir unas velas con olor a vainilla.

Este año celebraremos la quinta edición del Pongo Mojón. Por ahora, me he llevado un juego de ping-pong, un libro de recetas de Master Chef, un altavoz por Bluetooth y un mapamundi en el que puedes rascar con una moneda todos los países que has visitado. Como ven, no vendo motos. La calidad de los regalos sigue siendo igual. Sin embargo, adiós a las sonrisas de palo y a las frases cínicas para alabar la puntería de nuestro amigo invisible. Se acabó el disimular. Con el Pongo, los regalos son la guerra.

La alternativa cruel al amigo invisible

En casa de un biassanot

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A través de la ventana llega una risa familiar. Mi Lama y sus primos me observan desde el jardín, burlándose de mis esfuerzos por entender a la abuela. La nonna habla boloñés y yo atrapo palabras sueltas que luego se me escurren, dejándome una estúpida sonrisa de turista. Apiladas sobre la mesa, bandejas con restos de conejo, la olla de los tortellini, los platos manchados de zuppa… Un minuto antes, aquella oronda mujer me había complacido desvelándome el arma secreta de su cocina. Con ojos relucientes como pepitas de oro regresó del dormitorio mostrándome una vara larga, cuidadosamente protegida en una funda. Entre aplausos de su hijo Nerio, la nonna desenvainó el martorello. A sus noventa años, hizo rodar aquella especie de taco de billar sobre la mesa con asombrosa agilidad, enseñando las diferentes técnicas de amasado.

Aquel fue el mejor día del viaje. Un domingo frío y luminoso de otoño, entre colinas suaves de la Emilia-Romana, con carteles de venta de castañas al borde de la carretera y a lo lejos la silueta de los Apeninos, las torres de Bolonia y la cúpula naranja de Nuestra Señora de Lucca. En el todoterreno, Nerio destroza Layla de Eric Clapton, agitando los puños, contoneándose sobre el volante. Detrás mi Lama, con sus ojos achinados, intentando completar una noche corta de sueño, dejando a su novio relamerse con su ruta por la tierra del parmesano, el ragú, la mortadela, mientras él reserva su entusiasmo para Milán, con sus tiendas de marcas impronunciables y sus dependientas japonesas.

La carretera asciende entre castaños viejos como columnas. Nerio detiene el coche al lado de una casa en obras, construida con paredes gruesas de piedra, rodeada de nogales y con vistas tan abiertas que, al fondo, como una sombra negra y difusa, se distingue Módena. Aquí construye su refugio para cuando llegue el día de dejar el mármol, un lugar donde beber nocino con amigos, engordar gallinas y recordar historias junto a Choni, queriéndose y discutiendo, que es como se quieren las parejas que no tienen miedo a hacerse viejos.

Bordeando manzanos bajamos a Savigno. La última fruta de la temporada amarillea en los prados. Ese domingo, el pueblo celebra la Mostra Mercato del Vecchio e dell’Antico. Las calles estrechas repletas de familias curioseando entre puestos de muebles, fotografías antiguas y libros de segunda mano. En la Via Liberta entramos en Salumeria Mazzini. Nerio sonríe a las mujeres que despachan, se dicen algo y nos ofrecen finas lonchas de mortadela. Al fin la deliciosa joya de la región. Luego llegan los ciccioli, el prosciutto…  A la salida nos detiene el olor a bolla crujiente y repostería del Pane D’oro. Nerio no se resiste y entra a por un zuppa inglese, un bizcocho empapado en licor y recubierto de crema de leche. Entonces mira la hora y apura el paso. El caldo para los tortellini debe de estar listo.

De camino a casa llama a Mateo. Como sospechaba, su hijo sigue en cama. Finge seriedad de padre y le recuerda la comida con la familia española.  «Es un vero bolognese», nos dice orgulloso, «un biassanot, alguien que sabe masticar la noche».

A la nonna le agrada mi atención. Sabe que no la sigo, pero habla sin pausa mientras yo estudio esas manos que amasan pasta desde la edad en la que aprendemos a escribir. Afuera un sol lechoso brilla y no calienta. Me abrocho la cazadora. Sebastian recuerda que debemos subir a Lucca antes de irnos a Milán, pero a Choni le parece un disparate no reposar antes. A través del parabrisas, los últimos rayos de la tarde me adormecen. Arranca el coche, cierro los ojos.

En casa de un biassanot

Viva la dependencia

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Abrió el armario, rebuscó entre mi ropa y, arrugando la nariz como quien recupera algo de la basura, me enseñó mi pijama. Lentamente, mi Lama fue estirando la cintura, cada vez más sin dejar de mirarme, hasta demostrar como aquella goma había cedido de tal manera que ambos podríamos pasar la noche dentro sin llegar a tocarnos.

No recuerdo dónde lo compré, tal vez en alguna mercería camino de casa. Se trató seguramente de una de esas cosas que hago sin invertir demasiado tiempo. Sin embargo, a medida que, noche tras noche, su color verde iba desgastándose, que lo firmaba con lamparones y desfiguraba su forma, aquel pijama se fue convirtiendo en mi compañero de fatigas. Nada me importa que el remilgado de mi Lama le llame mi pantalón-capoeira. Prescindir de él sería una traición.

Desde siempre he tenido una propensión a entablar relaciones de dependencia con personas, lugares y objetos cotidianos. No necesito que se trata de familia o amigos, mi capacidad para encariñarme con la gente alcanza a Conchi, la dueña del Pan y Canela, a Marcelino, el cocinero del Porto do Son, o cualquier otro vecino al que haya frecuentado. Cuando regreso a alguna de las ciudades en las que he vivido, me irrita el mínimo cambio en mi geografía, como si encontrar una cadena de electrodomésticos donde solía estar mi peluquería fuese un intento de desfigurar mi pasado.

Durante años conduje un Fiesta de segunda mano al que sólo retiré cuando no puede evitar que entrase agua de la lluvia. Aguanté varios temporales secando los charcos que se acumulaban en los pedales con una esponja enorme. Una tarde de domingo, mi Lama descubrió un champiñón en el maletero. Aquella seta diminuta crecía sin molestar a nadie, sin embargo, mi novio me obligó a elegir entre él o el coche.

Como mínimo, esta inclinación al apego me viene de la adolescencia. Me recuerdo en mi habitación leyendo sobre la cama Ligero de equipaje de Anthony de Mello. Tendría dieciséis años cuando encontré aquella frase que me sobrecogió. No se trataba de un pensamiento más, sino que representaba el colofón de la filosofía de aquel psicólogo jesuita que se apartaba del catolicismo para aventurarse en el budismo. «El secreto de la felicidad es el desapego». Al momento pensé que, si aquella era la ruta oficial para no sufrir, podría ponerme ya a buscar atajos.

Desde entonces no he dejado de sufrir crisis. Una de las más recurrentes aparece cuando me mudo. Nunca me ha resultado fácil dejar los lugares en los que vivo, quizá con la excepción de Ourense, de donde me marché entusiasmado con la idea de llegar a la universidad y supongo que también tranquilo, intuyendo que uno nunca se va del todo del sitio donde nace. Sin embargo, el resto de las despedidas estuvieron tocadas por la tristeza. En realidad, una tristeza buscada ya que temo que las aburridas tareas de las mudanzas llenen todo el tiempo y que, cuando me dé cuenta de que me he ido, sea demasiado tarde, y me encuentre ya absorbido por las todavía más aburridas tareas de instalarse en un sitio nuevo. Por eso, organizo rituales para ser consciente de los adioses. La noche antes de dejar Santiago, después de una década allí, decidí regalarme un safari nostálgico. Con el coche cargado de maletas y algunos muebles viejos, me fui a fotografiar esos lugares en los que había ocurrido algo especial, como si me diese miedo que un cataclismo pudiese aniquilar la ciudad, sepultando bajo escombros escenarios de mi memoria.

Diga lo que diga De Mello, encuentro atractivo el apego, mientras que el desapego me provoca un temor automático, instintivo. En Bruselas conocí a un chico en la piscina del barrio. Me parecía realmente sexy y supongo que, advertido por mi indisimulada mirada miope, no le resultó difícil darse cuenta de mi interés. Para mi sorpresa, un día me esperó a la salida y me propuso una cerveza. Sentados en una terraza, sonó su móvil. Con una mueca de desgana consultó la pantalla y cortó sin descolgar. «Mi madre. Me  llama demasiado», me explicó. «Soy un desapegado, ¿sabes?», añadió al ver mi cara. Al momento, presentí que aquella relación, que entonces ni había empezado, terminaría como el rosario de la aurora. La historia con ese chico duró algún tiempo y dio muchas vueltas, pero detrás de la última curva, el rosario de la aurora nos estaba esperando.

Los defensores del desapego no dejan de propagar su fe. El aprender a soltar, a dejar ir, encabeza manuales de autoayuda. Las llamadas a deshacernos de lo obsoleto, de lo superado se multiplican y las relaciones de dependencia se han convertido en sinónimo de ahogo. Los tiempos les sonríen ya que el apego frena las compras. No hay más alternativa que deshacerse de lo viejo para volver corriendo al centro comercial.

A sus setenta años, mi madre conserva ropa de cama, manteles y vajillas de café que le regalaron en su boda. Cuando me cuenta la historia de esas sábanas de lino que siguen en el armario de su dormitorio, me acuerdo de mi pijama, con su goma estirada, sus lamparones y su verde gastado. Entonces, me entran unas ganas terribles de rescatarlo de su escondite, colgarlo en la ventana y convertirlo en mi estellada particular a favor de la dependencia.

Viva la dependencia

Adiós, capitana!

Capitana

Al pasar el cartel, recordé las veces que habré visto el pueblo desde esa curva y pensé que aquella debía de ser la primera que llegaba triste. Con todo, esa tarde sonreí porque sentía que, de alguna manera, había tenido suerte. Y es que las últimas veces que te vi estabas tan bien: cuando Alberto presentó su libro en El Cercano, aquel domingo después de subir al San Mamede o en mi cumpleaños, burlándote de mi miedo a los cuarenta. Pero sobre todo me venía la imagen de cuando volví a Montederramo, de esa tarde en la que te presenté a mi Lama y tú me obligaste a repetir tarta, con esa técnica de servir primero y preguntar después, sabiendo que quien tenías delante seguía siendo ese sobrino que salía del comercio con un melocotón en cada bolsillo.

Ese día, mientras aquel cura no encontraba la manera de acabar, yo te escuchaba quejarte de lo aburrido que se pone don Andrés y protestar porque Marcos quiere correr un maratón con un brazo escayolado, contarme que Patricia se va a estudiar a París, que José te achucha y está siempre pendiente, reírte de lo que sufre Víctor con el fútbol, que no puede verlo sentado, o hablarme de ese viaje a Salamanca para celebrar que Guille es médico. También me decías que prefieres no saber qué país estaría atravesando Alberto con la bici, y que María José conseguirá arrancar la tienda porque es tan vendona como tú, que eso se lleva en la sangre, y de como con Jorgete sigue la saga en el banco, que van ya tres generaciones. ¡Cuánto te gustaba presumir de la familia! Ahora nos toca a nosotros presumir de ti.

Camino de la Iglesia, acompañaba a mis padres detrás de Jorge, Alberto, Marcos. Al pasar al lado de La Manuela y El Alfredo, les vi con sus trajes y sus canas de padres y abuelos, y de pronto les recordé cuando era niño, tal vez corriendo al Galicia o regresando de la Franqueira, y yo orgulloso, seguro de que con mis primos y contigo nunca me pasaría nada malo.

Alberto nos hizo llorar diciendo que se iba una gallega tenaz, y mi madre no paraba de recordar lo generosa que eras. María José hablaba de cuanto te gusta mandar y tendrías que haber visto a tus nietos, lo que Montederramo ha supuesto para ellos. Todos buscábamos palabras para explicar qué tenías de especial y yo también encontré la mía: carisma. No frunzas el ceño, ya sé que eso se dice de los políticos, pero pocos lo tienen y a ti te sobraba. Y si digo carisma es porque dejabas marca, porque sabías ponernos metas, pero también aplaudir, premiar y hacernos sentir orgullo, convencernos de que nuestra familia es el mejor equipo al que uno puede pertenecer. Y ahora que la capitana se despide, el equipo sigue, sin peligro de desbandada, recordando la primera lección: estar juntos.

Ya sabes lo que me gustan las historias, como de niño podía subirme al mostrador y pasar esos sábados de invierno escuchándote hablar de la gente que entraba al comercio, con la radio y la máquina de coser de fondo. Y estos días nos damos cuenta de que nos has dejado mucho más que recuerdos, nos has dejado historias; historias para volver a estar contigo cuando las contemos, para reírnos en las comidas de domingo, historias que llegarán a los nietos, a los bisnietos, a los Mojones y Cacharrones que vengan en el futuro. También ellos te conocerán y entenderán que la historia de esta familia sería muy distinta sin Camila.

Adiós, capitana!

Una cuestión de piel

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Hace seis años dejé de ligar. Apareció mi Lama y me liberó de la obligación de planchar una camisa los viernes noche. A veces me pregunto si llegado el caso, me acordaré de cómo se hace o volvería a ser un principiante torpe y acobardado, con el inconveniente de haber cumplido cuarenta, imperdonable circunstancia en el universo gay, donde la edad nos reduce a invisibles motas de polvo.

Para empezar, conviene aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de ligar puesto que hasta la propia palabra se ha vuelto tan vieja que pronto la ingresaremos en el asilo de términos moribundos, junto a parranda o piripi. Para mí, ligar solía ser ver a alguien interesante, adivinar una invitación en la mirada, provocar una conversación y columpiarse en ese diálogo con golpecitos de ingenio hasta elevar el ritmo y escuchar un click. Desde luego, todos sabemos que el alcohol ha sido siempre el aliado natural y, por más que idealicemos nuestras citas, reconozcamos que muchos de los matrimonios que nos rodean habrían sido apenas una cena fría sin las burbujas del gintonic.

De la coreografía de ligar, apuesto que todos tenemos algún movimiento que se nos resiste, un paso que nunca hemos conseguido dominar y que enfrentamos con el temor al planchazo. Para algunos, el traspiés se produce cuando llega el momento de la pregunta decisiva: «¿Nos vamos a otro sitio?». Una frase que permite despegarnos del grupo, pero que pone las cartas boca arriba y elimina la posibilidad de una retirada. Otros, en cambio, temen el momento de quitarse el pantalón pitillo sin perder la dignidad o despedirse diciendo algo de lo que arrepentirse antes de llegar al ascensor. Para mí, el tramo con niebla llegaba en el trayecto a casa: ese interminable viaje entre la última copa y el dormitorio. En cuanto uno cruza la puerta del bar, el decorado se cae y la calle nos devuelve a lo real. Entonces, las reglas cambian, la luz del día desvela lo ridículo de nuestros trucos y lo que dos minutos antes sonaba a diálogo de cine se vuelve pueril y pastoso. ¿De qué hablar?, ¿cómo rellenar ese cuarto de hora?, ¿no sería mejor irse cada uno por su lado y fingir reencontrase en el portal? En más de una ocasión, he deseado correr y evitar esas conversaciones de taxi que congelan el trabajo de toda una noche.

Escuchando a amigos, diría que las aplicaciones móviles lo vuelven todo sencillo, que las oportunidades se multiplican y los rechazos duelen menos con una pantalla de por medio. Sin embargo, tengo dudas de que las cosas hayan cambiado. Conozco a personas de belleza incontestable y durante un tiempo pensé que para ellas sería pan comido: acodarse en la barra y cribar. Con los años, aprendí que ni ligar ni ser ligado es fácil y que también a ellas les afecta el miedo al rechazo. Tal vez la tecnología nos permita romper el hielo desde el sofá de casa y mantener a salvo nuestra autoestima. Sin embargo, el cara a cara llegará y no habrá iphone que nos proteja porque, en cualquier época y a cualquier edad, ligar seguirá siendo, sobre todo, una cuestión de piel.

Una cuestión de piel