Como todos, también él tendrá un jefe, quizá uno de esos jovencitos alocados que sueltan broncas por whatsapp y firman sus correos con una inicial. ¿Quién no trabaja ya para alguien así? Como a cualquiera de nosotros, le preocupará que le lleven a un despacho y le hablen de compromiso, que le metan en el saco de “los trabajadores de antes”, que ya se sabe dónde terminan. Pues a pesar de todo, en mi tren de la tarde viaja un hombre que se salta las reglas para dejarnos dormir.
A quienes cogemos desde hace años el media distancia de las seis, los revisores nos conocen hasta por el nombre y, aunque saben que compramos el abono mensual, que permite viajar libremente en esa línea, cada día nos despiertan para pedirnos el billete. El reglamento obliga. Los hay que tocan maternalmente el hombro, otros tosen desde el pasillo con insistencia e incluso he visto quienes se acerca al oído, apestando a café de máquina. Sin embargo, entre tanta disciplina se ha colado un valiente, alguien que se atreve a pensar que las normas sólo son normas. Cuando veo a ese revisor pasar de largo, me entran ganas de aplaudir y no por salvar mi siesta, sino por comprobar que todavía hay quien conserva la capacidad de decidir.
En el tren de la tarde se respira cansancio. Tras ocho horas de oficina, alivia saber que, en los próximos veinticinco minutos, no sonará el móvil. Por supuesto, los primeros años también a mí se me llenaba la boca hablando de aprovechar el viaje y abría enérgico el portátil, mostrándome enfadado por no tener conexión. Ahora, cuando escucho los lamentos de esos amantes de la productividad, finjo compartir sus quejas, mientras bendigo en secreto a Renfe y sus atrasos.
Desde luego, la alta velocidad nos ha cambiado la vida, pero con los años uno aprende a sospechar de lo urgente, de las prisas que benefician siempre a los mismos, a los que nos quieren cerca y disponibles. A fin de cuentas, ¿qué nos espera al bajar del tren? ¿La lista de la compra?, ¿un monitor de spinning? Tal vez nuestro revisor valiente nos esté salvando y esa media hora de paz entre el trabajo y la familia sea lo único que nos quede para conseguir llegar al viernes.
Pasados los treinta volví a compartir casa una temporada. Por suerte, aquello estaba lejos de ser un piso de estudiantes. Mi planta contaba con dormitorio, salón, baño, en fin, lo que necesitaba. Además, disponíamos de una zona común donde juntarnos para guisar un pollo o ver Los Soprano. Poder elegir entre mi espacio o encontrar a alguien con quien abrir una botella era sencillamente perfecto. De hecho, entre aquellos desconocidos apareció alguna de las personas con las que más disfruto pasando tiempo.
Esos días quedaron atrás y mi Lama y yo vamos camino de nueve años viviendo juntos. La vida en pareja me hace feliz. De hecho, oírle llegar a casa mientras preparo la cena es uno de los mejores momentos del día. Sin embargo, a veces tengo la sensación de que una casa para dos es un mundo demasiado pequeño y me pregunto si los seres humanos habremos dado con la fórmula adecuada.
De niño imaginaba que, cuando creciese, viviría en algún sitio parecido a Melrose Place. Me encantaba aquella estúpida serie de rubios californianos y creo que, además de por los rubios y su fantástica piscina, me fascinaba que todos compartiesen el mismo bloque de apartamentos. Bastaba con salir al descansillo para montar una buena partida de cartas.
Tal vez todo tenga que ver con la idea de tribu, ese concepto recuperado por los sociólogos para hablar de la necesidad de expandir los límites de la pareja; una tribu que enlaza con lo que la ciencia nos demuestra cada día: que es en las relaciones sociales y no en las clases de pilates donde nos espera la verdadera felicidad.
Algunas noches mi Lama se queda frito en el sofá. Sé cuánto madruga y todavía le quiero más viéndole babear frente a la tele, pero entonces echo de menos a compañeros de piso como Toni, capaz de tragarse tres de Woody Allen y conservar energía suficiente para defender que Manhattan es muy superior a Annie Hall.
Mis amigos y yo, pasados los cuarenta, hemos empezado a fantasear con formar parte de ese exclusivo club de prejubilados de cincuenta y pico. Mientras otros sueñan con semanas sin lunes y caros trekkings por Asia, nosotros imaginamos que un plan perfecto sería dedicarnos en cuerpo y alma a los juegos de mesa. Visualizarme con sonda y pijama, discutiendo con mis decrépitos amigos en torno a una partida de Catán hace que la tercera edad me parezca un lugar mucho más habitable.
Nadie dijo su nombre. Nadie se atrevió y, sin embargo, podíamos escucharlo detrás de cada conversación, de cada me alegro de veros. Quizá no había pasado tiempo suficiente o teníamos miedo de que algún recuerdo se escapase y lo cubriese todo. Decir sin decir. Y saber que ella era la razón de que estuviésemos allí, la causa de que aquel salón se llenase de charlas, de niños, de que las voces sonasen en un pueblo mudo, un pueblo de inviernos largos, con tuberías heladas y chimeneas con nidos, pero también de siestas de verano y baños en el río.
Ni siquiera el bueno de don Andrés se atrevió, y eso que aquel nombre resonaba en la iglesia, desde el altar a los últimos bancos, donde se sentaban los más jóvenes, los primos que pronto serán médicos, los niños que nunca irán a misa. Y al salir corrimos al restaurante, las solapas levantadas, el viento sacudiendo los paraguas, saludando con un gesto rápido a algún vecino que sonreía porque sabía que ella nos había reunido de nuevo.
En disposición perfecta, las mesas se organizan por edades. Entonces me veo en otros comedores mezclando posos de coñac y sobres de azúcar y los años me parecen un viaje de sillas, cada encuentro una silla más cerca de la cabecera, donde los hijos se han quitado la americana y se burlan unos de otros, esos hijos que sin darse cuenta se han vuelto abuelos y, acalorados por el vino, abren regalos y discuten.
Afuera ha dejado de llover y nos apretamos para una fotografía, siempre al lado de la Caracocha, el roble viejo de las ocasiones importantes. Alguien dice que está enfermo, que vendrán a fumigarlo, pero cuánto tiempo lleva enfermo, tan moribundo y superviviente como el pueblo mismo, con su corteza arrugada y sus anillas de memoria, escuchando como nos despedimos.
El reloj del ayuntamiento sigue parado, han colocado un merendero al lado de la fuente. Todos prometemos volver pronto, quizá en verano. En el coche alcanzamos la última curva desde la que se ve el monasterio, aburrido de mirar siempre al mismo río, a la sombra de una sierra pelada, en un valle de abedules y musgo, y nosotros conduciendo en silencio, con un nombre acompañándonos a todos, ese nombre que nos dice volved, aquí os espero.
Claro que le he dado vueltas. Quizá me quedé sin ideas o pensé que les aburría. Cualquiera tiene historias interesantes, pero uno no puede seguir así toda la vida. Nada es peor que convertirse en ese tipo al que la gente quiere ver callado. Además, cuando dices que tienes un blog, te sientes viejo, viejo y ridículo. Y ni les cuento si es un blog sobre nada, es decir, sobre cualquier cosa, como si me creyese uno de esos filósofos que van por ahí iluminando. Algún amigo me ha dicho que se moriría si dejase de escribir. Yo no. Quizá por eso me conformo con estos impulsos que vienen y se agotan. Cuando pienso en otros que lo han dejado, recuerdo a una chica. Creo que nunca se atrevió a publicar nada, aunque era buena. Sabía realmente de qué iba esto. También yo la animé. «Si uno tiene un don, debe aprovecharlo», le dije. Me contestó que no, que no lo necesitaba, ya se encontraba bien.
Como los mejores libros, El olvido que seremos tampoco cuenta la historia que promete. Héctor Abad Faciolince atrapa nuestra atención con el asesinato de su padre a mano de paramilitares en una Colombia desangrada por la violencia. Sin embargo, página a página emerge otro argumento, un relato imprescindible sobre lo que significa educar a un hijo confiando en sus decisiones.
En un momento de la novela, el hijo escribe a casa atormentado. Tras una aventura en Europa se siente perdido. Su vida no encuentra una dirección y se disculpa por defraudar las esperanzas puestas en él. Al poco tiempo recibe una carta con una de las declaraciones de amor más hermosas que haya leído. En ella, su padre le recuerda que ni él ni su madre esperan nada de él, simplemente que exista.
Esa carta, que quizá haya hecho sonreír a los cínicos, resume la idea central de la novela, el principio sobre el que el padre decide levantar la educación de su hijo: la seguridad; seguridad no en el sentido de protección, sino en el de convencerle de que, ocurra lo que ocurra, el amor que sienten hacia él seguirá ahí.
Leyendo El olvido que seremos, imaginaba cuántos temores desparecerían si, como el protagonista, los hijos creciesen convencidos de que nunca decepcionarán a sus padres. ¿Acaso no nos sorprendemos todavía al darnos cuenta de que buena parte de lo que hacemos de adultos busca obtener su reconocimiento?
La novela nos mete en la piel de un padre en momentos de duda, cuando siente miedo por lo que podría ocurrirle a su hijo si toma un camino equivocado. A través de las decisiones del protagonista, el autor nos recuerda que la confianza no nace de una reacción instintiva, sino de un acto de voluntad. Confiamos porque hemos decidido confiar.
No soy padre y, sin embargo, El olvido que seremos -título basado en un verso de Borges-, me ha hecho pensar en lo fácil que resulta convertirse en uno de esos padres que creen saber cuándo sus hijos se equivocan y sienten que deben evitarlo a toda costa, padres que deciden siempre porque ellos han vivido más y han tenido tiempo de ver lo qué ocurre, porque ellos son los responsables y les aterroriza sentirse culpables, padres que, deseando lo mejor, definen las metas que sus hijos deben alcanzar, descargando sobre ellos el miedo a no lograrlas.
Desde sus bodas de plata, mi padre no ha vuelto a disfrutar del mar de la misma manera. En la primavera del año 2000, mi madre y él celebraron en Mallorca sus veinticinco años de casados. Una mañana, mientras mi madre sesteaba en una cala cerca de Marivent, el ruido de las olas tapaba los gritos que llegaban desde el agua. Mi padre, que se había aventurado demasiado lejos, braceaba intentando alcanzar la orilla. La resaca y los nervios le impedían avanzar y, angustiado, comenzaba a desesperarse. Gracias a dios no dejó de intentarlo. A salvo en la arena, exhausto y recuperando la respiración, se dio cuenta de que había perdido su alianza.
Hace dos semanas, algo más de dieciocho años después de aquello, recibí una llamada de mi madre. En medio de una reunión de trabajo, no la atendí. Al momento, un whatsapp. «Lee esto», me decía, añadiendo un enlace a Facebook. Alguien había encontrado una alianza en una playa de Santa Cruz de La Palma con una fecha inscrita. El autor sólo informaba del año, con el fin de que quien la reclamase pudiese demostrar que conocía el día y el mes . «Fíjate! 1975, el año de nuestra boda!», me decía.
Releyendo el post entendí que, con las prisas o el entusiasmo, mi madre había tomado La Palma, en Tenerife, por Palma, en Mallorca, pero que la probabilidad de que un anillo perdido en el Mediterráneo apareciese en el Atlántico veinte años más tarde resultaba remota. No obstante, envié un mensaje, contando la historia de mi padre y añadiendo que, de ser su anillo, la fecha sería el 19 de abril de 1975.
En la última frase, el autor del post decía: «Cuando uno pierde su anillo en el mar, no tiene esperanza de recuperarlo, pero este podría ser el caso». Aquellas palabras me hicieron recordar la historia de Antoine de Saint-Exupéry, que además de ser uno de los mayores escritores del siglo XX -escribió El Principito-, participó en la II Guerra Mundial como aviador. El 31 de julio de 1944 despegó de una base aérea de Córcega en un Lightning P-38 para participar en una misión de reconocimiento sobre el frente alemán. Su avión, con autonomía de vuelo de cinco horas, no regresó, sin que ninguna de las otras naves de ese escuadrón aportase dato alguno que ayudase a esclarecer lo ocurrido. Las autoridades militares asumieron que se había precipitado en el mar tras ser derribado por los nazis.
En 1998, un pescador llamado Jean Claude Antoine, que faenaba en las aguas de la isla de Riou, a algo más de veinte kilómetros de la costa de Marsella, recuperó en sus redes un brazalete con dos nombres inscritos: Saint-Exupéry y Consuelo, como se llamaba la mujer del escritor. Pese a la asombrosa coincidencia, pocos dieron crédito a la teoría de que se trataba de una pulsera del novelista aparecida medio siglo después. Buzos de la Marina Francesa rastrearon la zona y hallaron los restos de una avión del mismo modelo que el pilotado por el escritor el día de su desaparición. Todo lo encontrado se puede visitar en el Museo del Aire y del Espacio en Le Bourget.
Nunca he regalado una joya a mi Lama. No sé la razón, ni siquiera había caído en eso. Quizá lo vea como algo del pasado o propio de esas parejas que depositan en un objeto valioso la esperanza de vivir una historia duradera. Lo cierto es que, por un momento, los restos de cinismo que el periodismo me ha dejado dentro – y me temo que para siempre- hicieron que me burlase de la inocencia de mi madre. Sin embargo, poco a poco, la historia de la alianza fue cambiando, adquiriendo una forma distinta.
Recuperar el anillo que le entregó a mi padre hace cuarenta y tres años, el día en que se prometieron que aquello iba en serio; que el mar se lo devolviese cinco hijos y dos nietos más tarde, a tiempo de celebrar sus bodas de oro, aquello no era sólo algo improbable y asombroso: aquello era algo justo.
La historia de la alianza recuperada en Canarias revolucionó las redes sociales. Diez mil personas compartieron el post deseosas de devolverlo a su propietario. Lo consiguieron. El autor publicó hace unos días que la dueña había aparecido. Como era de esperar, la alianza de mi padre sigue siendo una de las miles de joyas que dan tumbos por el fondo del Mediterráneo. Dicen que el mar lo devuelve todo, y quizá algún día también un pescador la recupere. Seguramente no esté aquí para asombrarme, pero es bonito pensar que quizá, por unos minutos, alguien le pedirá a su hijo que escriba preguntando.
Cada cierto tiempo inauguramos una exposición y llegan cuadros nuevos al museo. Durante los preparativos hablo con comisarios, artistas, leo el catálogo, trato de descubrir esas historias que usaré para captar la atención de los periodistas: el cuadro más caro, el que fue prohibido, el robado… Esto sucede cuando la exposición arranca, pero el interés de los medios decae pronto y en el equipo de Comunicación pasamos a ocuparnos de otro proyecto. Sin embargo, los cuadros se quedan, permanecen los meses que dura la exposición y, entonces, aparecen las historias pequeñas, a veces las definitivas.
Al lado de nuestro departamento, una puerta de servicio nos permite acceder a una sala del museo. La tranquilidad de la zona hace que la utilice como lugar donde mantener conversaciones telefónicas tranquilas o como escondite cuando necesito leer algún texto con concentración. Esto explica que termine enganchándome a alguna de las obras colgadas en este rincón y que esto suceda, no por la calidad del cuadro o el prestigio del autor, sino porque también en el arte el roce hace el cariño.
En esta ocasión fue la explicación de un guía, oída por causalidad mientras atendía una llamada personal, la que me hizo fijarme en un óleo que quizá me habría pasado inadvertido. Lo primero que captó mi atención fue escuchar el nombre del autor, aunque debería decir sus apellidos: Ovidio Murguía de Castro, hijo de Rosalía de Castro y Manuel Murgía, dos de los grandes nombres de la cultura gallega. Ella, la matriarca de nuestra poesía, y él, el gran inventor de la historia de Galicia.
Al momento recordé haber leído una descripción de Murguía en la que se le presentaba como un hombre severo, colérico y manipulador, acostumbrado a hacer valer su voluntad y dispuesto a poner todo al servicio de su ego. No me costó imaginarme cómo debió haber sido crecer en la casa de aquella familia, al pequeño Ovidio encontrando refugio en su madre, a la sombra de un padre déspota y distante, absorbido por la épica de construir una historia para el país.
Tan pronto como el grupo de visitantes se alejó me acerqué a leer la cartela del cuadro: Paisaje invernal. De inmediato advertí lo joven que había muerto el autor, a los veintiocho años. El óleo, oscuro y triste, plasmaba un paso entre montañas atravesado por un riachuelo con apenas agua, toda la vista aparecía cubierta por un cielo de nubes borrascosas. El cuadro había sido pintado en 1899, un año antes de la muerte del autor.
A medida que pasaban los días, el óleo seguía llamando mi atención y, tras revisar varias bases de datos, descubrí una fotografía de Ovidio, un joven pálido, delgado y con un atildado bigote de época. En su escueta biografía se decía que a los catorce años quedó huérfano de madre, dejando su educación en manos de Murguía.
Uno de los guías del museo me sorprendió una tarde ensimismado con el óleo y, dándose cuenta de mi interés, comenzó a hablarme del autor. Siendo apenas un adolescente y gracias al círculo de intelectuales que frecuentaba su padre le fue fácil contar con los mejores profesores de pintura en Santiago, en el entorno de la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Enseguida despuntó y fue enviado a Madrid, al Círculo de Bellas Artes, institución que comenzaba a labrarse un prestigio, pero por entonces muy alejada de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, adonde llegaban los estudiantes realmente talentosos, atraídos por las estancias en Roma que se ofrecían.
Murguía estaba decidido a poner todos los medios a su alcance para hacer de su hijo el gran pintor que Galicia necesitaba, el artista que plasmase en sus óleos la imagen de ese país que se había propuesto construir. A través de la correspondencia que se conserva, sabemos que, si bien su padre resultó ser su principal valedor, fue también el artífice de su destrucción psicológica.
Durante sus años en Madrid, Ovidio enviaba bocetos regularmente a casa, deseoso de complacer a su padre con los progresos que apreciaban su profesores. En sus cartas le relataba sus clases y sus visitas al Prado para copiar las obras de los maestros. Sin embargo, las respuestas de Murguía no ahorraban en crueldad, mofándose de su falta de pericia, pensando tal vez que aguijonear el amor propio de su hijo serviría de acicate para estimularle a practicar.
En pleno romanticismo, el joven aprendiz sentía inclinación por el paisaje, género considerado menor por su padre, que le empujaba a dirigir su formación al retrato, convencido de que serían estos los trabajos que le permitirían ganar fama y fortuna. Con este propósito se esforzaba en conseguirle encargos, haciendo valer sus influencias en los círculos de amistad de la familia, como hizo con Montero Ríos, que le encomendó la decoración del Pazo Lourizán, pintado por Ovídeo en una colección que todavía se conserva.
Ovidio, instalado en Madrid en casa de Pérez Lugín, novelista que pasaría a la historia por La Casa de la Troya, se esforzaba sin éxito en escapar al control de su padre, intentando liberarse de encargos que no le complacían, escapando a la Sierra del Guadarrama para entregarse a los paisajes. Desgastado por estos conflictos, y sin conseguir dejar atrás el sentimiento de haber decepcionado a su padre, descuidó el trabajo, encontrando en la noche, los cafés y el alcóhol alivio para sus frustraciones, entregándose a una vida bohemia que su salud frágil no toleraría.
El joven pintor falleció en el invierno de 1900 en un hospital de Coruña. Los historiadores han clasificado a Ovidio Murguía dentro de la Xeración Doente, un grupo de artistas gallegos así apodados por su muerte prematura debida al ‘mal de pecho’, como se conocía en la época a la tuberculosis.
La exposición Galicia Universal todavía se puede visitar en el museo y, cada día que me cruzo con este paisaje, imagino al joven veinteañero madrugando una mañana gélida de invierno, portando su caballete a la espalda y encaminándose a algún alto de Dodro, desde donde pintar el paisaje que convenciese a su padre del talento que le negaba.
Los doscientos cuadros de esta exposición volverán a ser embalados, mientras obras nuevas esperan en el almacén para subir a sala. Por ahora resulta imposible adivinar cuál de los cuadros recién llegados despertará mi curiosidad, pero sé cuánto me habría gustado sentarme al lado del viejo Murguía en su salón de las Torres de Lestrove, y contarle que el «decepcionante óleo» de su hijo se exhibió un día entre las mejores obras del arte gallego .
En Montederramo pastan 3,43 vacas por cada vecino, estadística que ha llevado al pueblo de mi madre a saltar a la prensa como uno de esos lugares «exóticos» donde las cabezas de ganado triplican a las de personas. Por supuesto, ninguno de los que allí vive se ha sorprendido y, si ustedes leyesen los reportajes, se darían cuenta de la poca chicha que tiene la historia ya que, por más o menos cencerros que suenen, los problemas del rural resultan siempre parecidos.
Cada octubre, Montederramo celebra la Festa da Carne, cita imprescindible para sacar de su error al que siga creyendo que el marisco es el tesoro de Galicia y prueba del papel que el ganado ha jugado siempre en la economía local. Sin embargo, tras pasar una semana allí me he dado cuenta de que algo ha cambiado. Aunque sería ridículo decir que se ha vuelto difícil encontrar vacas, basta pasearse por los alrededores para verlas, los rebaños ya no atraviesan el pueblo y ahora uno puede pasar la tarde apoltronado en una de las mesas de La Manuela o El Bodegón sin que un leve mugido le saque del sopor de agosto.
A mi familia le gusta recordarme que de pequeño me subía al mostrador del comercio de mi tía y esperaba el desfile de vacas que tenía lugar a primera hora de la mañana y última de la tarde, cruzando el pueblo por la calle del medio. Entonces, como quien se monta en el tranvía, salía disparado detrás del primero que me aguantase y le freía a preguntas sobre su rebaño. En aquellos años, mientras la mayoría de mis amigos podía recitar de memoria las alineaciones de la liga y yo apenas pasaba de Arkonada, nadie me ganaba llamando a las vacas por su nombre.
Supongo que de esa época, cuando fantaseaba con adoptar un ternero y verlo crecer en el piso de Ourense, me viene esta fascinación bovina. Con los años me he vuelto realista y he aceptado que el salvapantallas es el único lugar donde puedo encontrar la mirada relajante de mi vaca, mano de santo contra el estrés del trabajo. Sin embargo, de cuando en cuando me doy una vuelta por el campo y descubro admirado que las vacas se llaman ahora Chenoa o Prestige. Entonces miro a mi Lama y le confieso que una Chenoa de quinientos kilos y no un galgo esmirriado es lo que realmente necesitamos para convertir el salón de casa en el hogar perfecto.
Mi madre adora la casa y, sin embargo, sale disparada en cuanto se levanta. Si la entretienes en el pasillo, le verás mover el pie con impaciencia, que es su manera de dar las luces pidiéndote que te apartes. El hábito viene de lejos. Cuando trabajaba, desayunaba siempre en alguna cafetería cerca de su sucursal y esta costumbre ha sido una de las pocas, quizá la única, que mantiene en la jubilación.
No es cuestión de desayunos especiales. Ella solo quiere su tostada. A primera vista, podría parecer una tostada corriente y, sin embargo, está tan llena de pequeñas especificidades que termina siendo una tostada imposible. Diría que apenas un par de cafeterías en el mundo, casualmente las dos en nuestro barrio, consiguen prepararla a su gusto. De hecho he viajado con mi madre en ocasiones y la he visto crispar a los camareros más templados. En el Brickwood, un encantador café del barrio de Clapham, durante una escapada a Londres, consiguió que el cocinero se desesperase dándole a probar panes de las variedades más exóticas. Al cuarto día, con el hombre a punto de colgar el delantal, mi madre emitió un enigmático ‘ummmm’, que mi padre y yo nos apresuramos a jurar que significaba ‘aceptable’ en un español coloquial.
Tampoco necesita levantar la voz. Detesta las escenas y, sin embargo, con su dulzura, es capaz de doblegar al camarero más envarado. El secreto es la técnica de la culpabilidad, hacer sentir a quien le atiende que no ha hecho su trabajo. En unas vacaciones en París, logró que los empleados del Starbucks de la Rue de Seze olvidasen el manual de la cadena y accediesen a cambiar el vaso de plástico por una taza, el palito de madera por una cuchara y el surtido de muffins por tostadas. Recuerdo al equipo del local observando tras la barra a la apacible señora que se había cargado años de marketing sin necesidad de soltar una palabra en francés, simplemente arrugando la nariz. «C’est têtue ta mère, eh! (es testaruda tu madre)«, me despidió uno de los camareros a la salida.
Los días de mi madre transcurren a otra velocidad. En eso, la jubilación no ha cambiado nada. Ella se crece en el torbellino de quehaceres de una familia numerosa. Cuando mis sobrinos se van a sus casas y yo me desplomo rendido en el sofá, me mira con una pena infinita. Sin embargo, el desayuno es su momento de silencio y, como los futbolistas que se aíslan en el vestuario antes de una final, en ese tiempo encuentra la paz que necesita para encarar el día. Viéndola en su mesa, con La Región a un lado, y saboreando a pequeños mordiscos su tostada perfecta, uno diría que esa rebanada de pan crujiente contiene todo lo que necesita para recordarnos que, pase lo que pase, las cosas importantes deben hacerse bien y no cambiar nunca.
Se sentaron en uno de los puestos con cuatro asientos y desplegaron un mapa sobre la mesa. En el tren de las ocho, la mayoría de los pasajeros prefiere el silencio, sin embargo, esos dos matrimonios discutían con vitalidad adolescente, interrumpiéndose y pisándose unos a otros. Hablaban con acento del norte y, aunque calculé que no andarían lejos de los setenta, conservaban todavía un aspecto atlético y saludable.
Una de las mujeres, con una elegante mata de pelo blanco, insistía en que debían subir al faro, sin que lograse arrastrar a los demás en su entusiasmo. La otra consultaba el tiempo en su móvil y decía que, a no ser por las vistas, hubiera preferido un día nublado. Enseguida quedó claro que se bajarían en Vigo para tomar el barco a las Cíes.
Sin importarle la mirada del resto de los pasajeros, uno de los hombres, el que lucía un bigotito fino, como dibujado a lapiz, se levantó del asiento y empezó a imitar a un arquero disparando flechas. Contaba un chiste sobre Robin Hood y, aunque no tenía gracia alguna, ellas hicieron un esfuerzo y se rieron amablemente al final. Su amigo, en cambio, se burló del numerito, recordándole que había sido siempre un contador de chistes nefasto. Mientras ambos decidían cuál de los dos tenía menos talento para el humor, la mujer de la mata de pelo se esforzaba por desplegar un palo selfie. Podría haberle pedido al revisor o a mí mismo que les sacase una foto, pero estaba decidida a demostrar cómo manejaba aquel aparato de chavales.
Al parecer, el hombre del bigote conocía un poco las Cíes y, con el dedo sobre el mapa, adelantaba lo que les esperaba. Reclamando su papel de jefe de la expedición, les contaba que desde la playa subirían al faro por un camino empedrado. Como el sol le daba de lleno, las losas se calentaban y se llenaban de cientos de lagartijas, que se escabullían en las cunetas al notar pasos. Todos se rieron con la exagerada descripción de esa alfombra de reptiles, aunque parecía que la idea de ascender al faro ya no le parecía tan atractiva a la mujer del pelo blanco. Desde luego, si se había inventado la historia para quitarse de en medio la excursión, no había sido una mala treta.
Eran los únicos turistas del vagón y el resto observábamos con envidia su humor de verano. De pronto, el que se había proclamado líder vio cuestionada su autoridad. Una de las mujeres recordó cómo, durante un campo de trabajo en la universidad, se habían perdido en los montes de Gales. Al parecer habían tenido que caminar horas bajo una tormenta, incapaces de encontrar el camino. Finalmente les descubrió un granjero, que les devolvió al campamento en su remolque. El recuerdo hizo que todos pusiesen sobre la mesa episodios similares, en los que se habían extraviado siempre por culpa del hombre del bigote, que sonreía y encontraba argumentos para culpar a otro.
Mientras les escuchaba, no me costó imaginarles de mochileros, reconstruyendo la cara juvenil detrás del bigote o coloreando la mata de pelo blanco. Tal vez aquel campo de trabajo habría sido el primer viaje. Luego habrían venido los sueldos y con ellos la posibilidad de dejar atrás los campings y costearse hoteles. Quién sabe si habrían aparcado los viajes cuando los niños eran pequeños y ahora, con ellos criados y disfrutando de su pensión, podrían retomar sus aventuras.
A medida que nos acercábamos a Santiago, su conversación se volvía lenta, llena de silencios. Al bajarme, me giré y vi al hombre del bigote reclinado en su asiento. Quizá había entendido que esta vez no le quedaría otra que subir al faro y aceptar que, aunque algunas lagartijas se asomasen al camino, no llegarían a cientos. Y mientras el tren reemprendía la marcha llevándose a Vigo a esos desconocidos, me alegró pensar que, de nuevo otro verano, su viaje continuaba.