Réquiem 230696

telefono-fijoFue el primer número que aprendí y será el último que olvide, aunque lo único que sonaría si lo marcase serían recuerdos. En casa se ha dado de baja el 230696. No ha habido una última llamada con todos de pie en señal de respeto. Ninguna ceremonia para despedir una línea que fue nuestro tercer apellido durante cuarenta años.

Como en toda familia numerosa, a mis padres les obsesionaba la idea de extraviar algún un hijo y tan pronto como aprendimos a hablar, nos grabaron en la memoria esos seis números, una especie de seguro de vida que nos devolvería a casa sanos y salvos.

El teléfono, como en tantos pisos, estaba en la entrada y, en cuanto sonaba, mis hermanas y yo corríamos por el pasillo, compitiendo por descolgar y soltar a los amigos del otro alguna barbaridad. A mí me encantaba saludar a las remilgadas compañeras de Rebeca diciendo que la disculpasen, pero una descomposición incontrolable la mantenía atornillada al váter.

En la mesilla del dormitorio, mis padres instalaron un supletorio, la propia palabra me transporta a aquellos años de moqueta y papel en las paredes. Cuando los primeros novietes de mis hermanas llamaban, yo espiaba sus conversaciones desde ese segundo teléfono y, en el momento adecuado, soltaba una pedorreta que hacía saltar por los aires el ambiente meloso de la conversación.

Mi padre, que desde su jubilación ha hecho del móvil su planeta, vio siempre una amenaza en el fijo, un intruso que solo tenía derecho a sonar en circunstancias excepcionales. «Eso está para dar recados»,  refunfuñaba, preguntándose cómo era posible que tuviese tanto que contar a un amigo al que había visto media hora antes. Nunca entendió que treinta minutos son una era en la vida adolescente.

Al lado del aparato, me entretenía con las agendas de mi madre, descifrando su caligrafía desfigurada, maravillándome con los números interminables de Argentina o adivinando a qué provincia correspondían los prefijos.

Cada sábado y domingo, telefoneaba a mis amigos buscando un plan. No éramos una pandilla pequeña y decidir algo tan sencillo como ir al cine o a la piscina exigía rondas de llamadas. Desde el salón, mi padre seguía furioso mis labores de protocolo, imaginándose la factura. No sé cuántas veces marqué aquellos números, pero todavía hoy, que miro la agenda del móvil para dar el mío, recuerdo muchos de esos teléfonos.

¿Se puede sentir pena por un número? Qué idea más cursi. Un número asignado, no elegido. Qué importan todas las agendas y formularios oficiales en los que aún debe figurar, los cuadernos y brazos escayolados, donde los escribimos a rotulador, las notas deslizadas entre pupitres… Un número es solo un número, aunque decirlo fuese a veces una confidencia, una invitación o el principio de algo importante.

A través del 230696 no sólo pedí mi primera pizza, hice estúpidas bromas tapándome la boca con un pañuelo o llamé al cine para consultar la hora de una sesión; también compartí secretos inconfesables, escuché problemas que entonces parecían grandes dramas y descubrí la voz de parientes lejanos que no he llegado a conocer. En definitiva, a través de aquella línea mantuve conversaciones imprescindibles durante unos años en los que cada llamada anunciaba una noticia decisiva.

Réquiem 230696

Ya tenemos historia

Dani

A Coruña, 27 de abril de 2018

Ya tenemos historia,
aquel viaje con el Ford ardiendo,
la llegada a un piso vacío.
Ya hemos dormido abrazados
esperando una noticia terrible,
y nos ha despertado
el ruido de un cielo limpio.

Tenemos un puente para asaltarnos
y un tren del que te bajas
con otro acento.
Se han ido amigos necesarios
que dejaron marcas hermosas
sobre muebles viejos,
y juntos aprendimos cuánto importa
seguir adelante,
hacer siempre un hueco.

Ahora sabemos recibir en pijama,
irnos a la cama mientras ellos se quedan,
dibujar mapas los lunes
conducir en silencio.

Tú me has enseñado,
a mí, al pincha-sueños,
a llamar al concurso
confiando en el premio.

Ya tenemos historia

Café Delicias

cafe delicias 2

Suenas a ajedrez, a zapatos viejos.
Aletea un beso a la luz de un taxi.
El deseo duerme entre los espejos
y devuelve un brillo que nos desfigura.
Bailan las monedas al ritmo del mármol
y un reloj se lanza desde las alturas.
Mi mirada urgente escarba tu campo
y con manos sucias, sacude la tierra,
buscando palabras que alarguen la noche
y den con el verbo, el tiempo y el modo
de olvidar el miedo, de apostarlo todo.

Café Delicias

Escapando del diésel y la gasolina

Talking to themselves

Una tarde descubrí a mi padre hablando solo en el coche. Yo volvía del colegio y él se había parado en un semáforo. Intrigado, le observé desde la acera. Esa noche, después de darle vueltas, le dije a mi madre: ‘Papá se está volviendo loco’. Ella me miró en silencio. Fue solo un segundo, pero consiguió asustarme. Luego sonrió y me mandó a la cama diciendo que, con el trabajo que daba, acabaríamos todos tarados.

Se dice que los locos abundan en las ciudades con viento y quizá por eso Coruña se llena de personas que hablan solas. Tal vez el nordés haya encontrado la manera de colarse en nuestros sesos, como una corriente que abre la ventana y desordena el escritorio. Ayer, sin ir más lejos, me embistió en la calle un adolescente que avanzaba a toda velocidad discutiendo consigo mismo. ‘Cabreado estoy, joder, cabreadísimo. Ni me imagino lo cabreado que estoy. ¿Es que no lo veo?», se preguntaba, abriéndose camino.

Cuando regreso a casa me cruzo en la estación con un loco que suelta discursos. Viste americana, fuma puritos y se pasea con un periódico bajo el brazo. Con grandes zancadas, va de un extremo al otro del hall despotricando de Trump, la corrupción o Bankia. Al verle, la gente se aparta, temiendo el contagio. Yo, en cambio, me he encariñado porque le veo trazas de periodista. Sé bien que las redacciones desquician más que el viento.

Durante algún tiempo, también yo hablé solo. Acababa de mudarme a Bruselas y, obsesionado por aprender francés, seguía un curso de cuatro horas diarias. Al volver a casa caminando, ensayaba frases recién aprendidas. «Un verre de vin blanc», repetía luchando con las vocales. Por momentos, alguien me miraba de reojo; entonces sentía tanta vergüenza que fingía estar cantando.

Los cafés se llenan de parejas sin nada que decirse y, en las casas, la gente cuenta a sus ficus los planes secretos para cambiar de vida. Mi amigo Chema cree que las cosas se ponen feas. Hace poco me confesó que hay días en los que se va a la cama con la sensación de que nadie le ha dicho nada interesante. Cada bronca del jefe que escucha, cada increíble batallita de un hijo que le cuentan o cada frase que empieza por ‘no-te-lo-vas-a-creer’ es la misma bronca, la misma batallita y el mismo ‘no-te-lo-vas-a-creer’ de siempre y, mientras Chema me aburre describiendo su pegajoso tedio, pienso que tal vez esos locos que hablan solos en la calle son sólo cuerdos evitando discutir de nuevo si el diésel o la gasolina.

Escapando del diésel y la gasolina

Evitando este recuerdo

Fontainas2

No sé cuánto duró,
lo que un café, supongo.
Volvíamos de nadar,
y tu ropa olía a cloro.
Las manos rojas, una bufanda roja.
Tú bebías chocolate,
yo rompía servilletas.

No recuerdo de qué hablamos,
pero todo estaba bien.
Nadie nos esperaba,
ninguno dijo ‘luego’.
Esa mañana fue perfecta y breve,
como todo lo perfecto.

Entonces no lo supimos,
nunca nadie lo sabe.
Si lo hubiésemos sabido,
si hubiésemos adivinado qué vendría luego,
seguiríamos allí,
evitando este recuerdo.

Café Fontainas, Bruselas
Julio, 2009

[+ poesía]:

Un lugar para quedarme
Algún tiempo más
La playa
Frágil
Agosto
El muro
2016

Evitando este recuerdo

De impura raza

Ros

Mi amigo Eliseu adoptó hace años a dos dobermans. Como le entusiasma la música, los llamó Papageno y Papagena, personajes de la Flauta Mágica. Son perros elegantes, de pelo brillante y pose atlética. Sin embargo, la gente los mira con recelo. El cine ha conseguido que asociemos a los dobermans con imágenes de campos de concentración, prisiones y otros lugares violentos. Además, circulan leyendas siniestras y absurdas, como que proceden de experimentos genéticos y su cerebro crece hasta desbordar la capacidad del cráneo; entonces enloquecen y atacan a sus dueños.

Cuando hablamos de razas peligrosas, mi amigo defiende a los animales que cargan con ese estigma y alega que cada año se producen más ataques de juguetones pastores alemanes que de cualquier otro perro. Aunque no dudo de la estadística, me resisto a creerla ya que, como tantos otros niños de mi generación, yo crecí con el ansia de tener un pastor alemán de pura raza.

De niño devoraba libros sobre perros y estudiaba las características que debían cumplir un verdadero pastor alemán: la altura, las marcas faciales, la forma de la cola… De todos esos rasgos, el que encontraba más hermoso eran sus orejas elevadas, picudas, en alerta. Cuando un amigo me mostraba un supuesto ejemplar, yo ponía cara de experto y lo examinaba de cabo a rabo. Si todo parecía coincidir, me guardaba una carta final: el paladar. Abría la boca del animal y si no era negro, lo descartaba. Con los años, he averiguado que el paladar negro no es más que una creencia popular, sin embargo, entonces lo tomaba como la prueba definitiva.

Mi primer pastor alemán se llamaba Ros. Llegó siendo una bola de pelo que rodaba por el parqué de casa y se estrellaba contra los bajos del sofá. Quizá para hacerme apreciar más mi regalo, alguien exageró su pedigrí y, como si pasease al príncipe de los perros, lo bajaba a la calle sintiéndome el niño más privilegiado del barrio.

Cada día lo acariciaba y abría su boca para comprobar que su paladar seguía  igual de negro. Sin embargo, con la misma impaciencia que un adolescente se mira al espejo, deseando descubrir su primer pelo del bigote, yo esperaba un signo de que sus orejas empezaban a despuntar.

Obsesionado al ver que nada ocurría, consulté revistas en las que aconsejaban pegárselas con esparadrapo o usar prótesis de cartón para fortalecer el cartílago. Día tras día, mareaba a mi padre con aquellos remedios, enfadándome al ver que sólo yo le daba importancia. Un amigo me comentó que operarlo era la única solución y llegué a preguntar a un primo veterinario cuánto costaría. Afortunadamente, mi idea le pareció una majadería y me la quitó de la cabeza.

Poco a poco me invadió la sensación de haber sido estafado. Como un bobo, me había creído la historia del pedigrí, cuando Ros no era más que un cruce. A él, mi disgusto le traía sin cuidado y a todas horas me buscaba, ofreciéndome su cabeza, sin sospechar la decepción que me ocasionaba acariciar sus orejas de trapo.

Recuerdo unas vacaciones en un camping de Baiona. Una familia portuguesa que acampaba al lado se encariñó con él y, de vez en cuando, le ofrecía comida. Al principio me agradó su actitud, pero de pronto, Ros comenzó a escaparse cada noche a su tienda. El hijo de ese matrimonio nos lo devolvía por la mañana, con un gesto en el que parecía decirme: ‘Qué le voy a hacer si me prefiere’. Aquello me hacía sentir humillado y celoso. Si Ros hubiera sido un auténtico pastor alemán, nunca me abandonaría a cambio de unas sobras, pensaba.

Una tarde, mientras sesteaba en la hamaca, me despertó un silbido. El hijo de mis vecinos intentaba atraer la atención de Ros, ofreciéndole una galleta. Aquello me irritó sobremanera y, mientras Ros corría a su lado, le llamé con todas mis fuerzas. Ros se quedó clavado, dudando. En lugar de desistir, el chico agitó la galleta todavía más. Enfurecido salté de la hamaca, gritando cada vez más alto.

Ros y yo tardamos en reconciliarnos. Ni siquiera sé en qué momento todo eso de la ‘pura raza’ empezó a darme grima. Sus orejas no llegaron a despuntar, como tampoco las de Dutch, el siguiente ‘pastor alemán,’ o como Silvio, que acabó pareciéndose más a una salchicha que al Schnauzer gigante que me habían regalado. Quizá todo ocurrió cuando apareció el primer pelo de mi bigote y, el adolescente que se miraba en el espejo, entendió que él y Ros se parecían mucho más de lo que entonces estaba dispuesto a admitir.

De impura raza

La Vieja, el murciélago y la atalaya

La Vieja

El murciélago está en la atalaya. Pronuncio la frase y el sol de julio abrasa la acera, el capó de los coches arde y yo busco la sombra de los balcones. El murciélago está en la atalaya. La repito y me veo hace más de veinte años, con pantalón corto y flequillo, bajando mi calle camino de la academia.

Mi padre quiso que sus tres primeros hijos aprendiésemos mecanografía. Los gemelos se libraron. Las máquinas se habían convertido en trastos que se olvidan en las buhardillas. Sin embargo, mis hermanas y yo tuvimos que seguir aquellas tediosas clases en la San Roque, donde a través de auriculares escuchábamos «el murciélago está en la atalaya» y otras frases absurdas que debíamos teclear.

En cuanto tuve mi diploma, llegaron los ordenadores, así que no recuerdo haber escrito nada a máquina. Sin embargo, su sonido forma parte de mi infancia. Mi padre, funcionario disciplinado, practicaba cada noche y yo me dormía escuchando el timbre metálico al acabar un reglón o la rosca ajustando un folio. Aquella máquina, pesada y gris, terminó en mi cuarto. Cuando me aburría, colocaba a Tomasa en la punta del carro y pulsaba con furia la barra espaciadora hasta que la tortuga salía disparada.

Las máquinas han dejado de ser útiles, ahora decoran tiendas o cafeterías de diseño, mudas y descolocadas, con esa tristeza pesada de los zapatos viejos. Una de las primeras exposiciones que organizamos en la Cidade da Cultura se titulaba Typewriter, y presentaba 120 máquinas de la Colección Sirvent, maravillosas Sholes & Glidden, Underwood nº5, Crandall New Modell, algunas usadas por escritores famosos, fabricadas para espías nazis o decoradas con oro y nácar.

Hace una semana recibí la Hispano Olivetti M40 de Camilia. Cuando la miro, no veo la Academia San Roque, sino el comercio de mi tía. La máquina ocupaba el escritorio donde me sentaba a dibujar. Entonces la miraba sin atreverme a tocarla, negra y brillante, con miedo a que todas esos hierros en tensión saltasen por los aires. De adolescente pensaba que cada escritor debía tener su máquina y estaba seguro de que, en cuanto pusiese mis dedos sobre la Olivetti, me convertiría en una especie de Angela Lansbury. Una mañana le conté a Camila cuánto me gustaba. ‘Alberto también la quiere’, me dijo. Él era su hijo, yo su sobrino, así que entendí que debía retirarme.

En 1929, Olivetti, el gigante italiano de las máquinas de escribir, se instaló en España con la marca Hispano-Olivetti. Entonces, la mecanografía no era una cuestión menor. Como estrategia publicitaria se organizaban concursos nacionales en los que llegaron a competir 3.930 mecanógrafas y lo escribo en femenino porque esas máquinas se convirtieron en símbolo del acceso de la mujer al trabajo. En 1930, en el ambiente de progreso que anunciaba la llegada de la República, Hispano-Olivetti lanzó la flamante M40, la misma que llegó al comercio de mi tía y a la que, imaginando lo que ha vivido, he decidido llamar La Vieja.

Mi madre, a punto de cumplir setenta, no recuerda cuándo apareció esa Hispano-Olivetti. Cree que siempre estuvo en el escritorio y me dice que, siendo niña, veía a mi tío Pepe tecleando a toda velocidad con dos dedos. Con la ayuda de La Vieja y un manual, mi madre aprendió mecanografía. No fue un esfuerzo en vano. A los dieciséis años ya ayudaba a mi tío con los papeles del trabajo y, a los diecinueve, entró en la caja.

Quizá sea la novedad, pero cuando estos días paso al lado de esa máquina, tengo la impresión de que me conoce. Se me ocurre que, si no hubiese llegado al comercio, las cosas habrían tomado otro camino. Entonces, como si pronunciase un conjuro, digo: ‘El murciélago está en la atalaya’ y aparece mi padre tecleando en el salón, mi madre quinceañera, con su pelo corto y su falda plisada, fantaseando con un trabajo de oficina, y Camila, conservando a La Vieja cuando nadie la usaba, pensando que llegaría un día en que volvería a ser útil, quién sabe si contándole a alguien la historia de esta familia.

La Vieja, el murciélago y la atalaya

Firmas de leche y firmas de adulto

Firma nacho

Enseñarnos a firmar representaba para mi padre una de las cuestiones básicas en la educación de un hijo, tanto como aprender a cepillar los zapatos o a mondar una naranja sin llevarnos la pulpa por delante. Creía que las firmas infantiles o descuidadas eran propias de personas sin ambición y esta idea le llevaba a hacerme practicar de manera concienzuda desde pequeño ya que debía estar listo para estrenarla cuando recibiese mi primer dni.

Para él no existían firmas de leche y firmas de adulto. Debía perfeccionarla y no usarla hasta estar seguro de que ese era el trazo con el que quería identificarme el resto de la vida. La firma no era algo que se debiese rectificar y mucho menos abandonar. De alguna manera, representaba la primera decisión definitiva. Todavía me divierte cuando encuentro postales de amigos escritas con esa caligrafía oronda y esmerada de la EGB y con un nombre transformado en firma enmarcándolo simplemente en un óvalo o añadiendo un aspa o algún otro adorno infantil. Gracias a la obsesión de mi padre, la mía fue siempre una firma con hechuras de adulto.

Una afilada «A» mayúscula domina la firma de mi padre. La traza con un gesto ágil en el que su muñeca sube y baja, como si marcase un compás musical. Sin levantar la pluma, completa después el resto del nombre, estilizando los rasgos de la «g» y la «t», para terminar con un golpe sonoro, en el que retrocede con resolución desde la última a la primera letra, en un gesto rotundo de autoridad caligráfica. El resultado es un nombre apenas legible, con las letras levemente tumbadas a la derecha, sacudidas por un cierto aire de urgencia.

De niño, recuerdo sentarme a su lado en el sofá, verle sacar una pluma de la americana, apoyar alguna factura sobre un libro y emborronarla con firmas en serie. Para mí, aprender a firmar fue imitar sus movimientos y en la «i» mayúscula de Ignacio se adivina con facilidad la «a» de Agustín. Como la expresión de un vínculo genético, con los años reparé en que esta transfiguración se reproducía en las firmas de mis hermanos y, además de la lógica similitud de la A de Alejandro, también en la R de Rebeca y en la S de Sonia y Sara intuyo la horma de mi padre.

Nunca he pensado en serio si la firma dice algo de nuestro carácter. Sin embargo, cuando al firmar llego a la ‘o’ final y prolongo su rizo hasta convertirlo en una línea que retrocede subrayando ni nombre, entonces me acuerdo de mi padre, como si en ese gesto se condensase el compromiso de llegar a ser todo cuanto a él le gustaría que fuese en la vida.

Firmas de leche y firmas de adulto

La Manuela, el bar del futuro

Manuela

Si el futuro entró en Montederramo por algún sitio, fue a través de sus bares. A principios de los sesenta, la Acacia compró la primera televisión. Aquel café, desde el que muchos vecinos vieron al hombre llegar a la luna, cerró antes de que yo naciese, pero otros tomaron el testigo. En mi época, por ejemplo, las novedades aparecían en La Manuela. Fue ella quien trajo al pueblo el vídeo, un VHS que hizo más llevaderas las tardes lluviosas de invierno. Arrimados a una estufa de butano y devorando pipas como hamsters, Espinillo, Medioquilo y yo descubrimos embobados a personajes clave en nuestra educación, como un tal Stallone, capaz de masacrar a un ejército sin más ayuda que un cuchillo de sierra y algo de pintura en la cara.

Poco después llegó la primera máquina recreativa con videojuego: el Green Beret. Un joystick y un botón rojo bastaban para transformarnos en soldados de élite. Aquella máquina de La Manuela, hoy considerada un clásico, destrozó mi bolsillo. Cuando nos quedábamos sin blanca, no quedaba otra que ayudar en misa. El cura soltaba una propina rácana que luego completaba mi tía, de manera especialmente espléndida si me había animado a hacer una de las lecturas. Poco imaginaba don Manuel que la motivación de sus monaguillos era conseguir cash para dilapidarlo haciendo la guerra.

El futuro volvió a asomarse a nuestro bar en los noventa, esta vez en forma de cadena de música. Pronto descubrimos que aquella torre incorporaba un discman, maravilloso aparato que permitía escuchar una canción en bucle sin la pesadez de rebobinar. Lamentablemente, el único cd disponible aquel verano era Luz Casal y eso la convirtió en nuestra pesadilla. Sin saber por qué, Roseta llegaba al bar y pinchaba la cinco, una y otra vez, con esa obsesión insana de los quince años. Al final, consiguió grabarnos a fuego la letra de Es por ti, como si fuese un depresivo himno generacional. Más tarde llegarían Sabina, Extremoduro…, pero aquel verano solo escuchamos a Luz y mi Lama todavía me mira raro cuando suena y le digo que me recuerda tanto a Roseta, como si le ocultase una inesperada historia de amor.

Hace semanas, me enteré de que Manuela había fallecido. Pese al tiempo que pasé en su bar, no podría contar demasiado sobre ella. La recuerdo al otro lado de la barra, callada y vestida de negro. Mis amigos y yo nos convertimos en clientes fijos antes de que nos saliese el primer pelo del bigote.  Ser clientes rentables nos llevó más tiempo y es que, durante años, pipas y coca-cola fueron todo nuestro gasto. Supongo que, en cuanto dejamos atrás la edad de las Mirindas, lo compensamos con creces.

Lo cierto es que nuestros padres tenían el Bodegón; los primos y hermanos mayores se atrincheraban en el Galicia, pero la Manuela era nuestro bar. Allí pasábamos tardes enteras, desde la siesta hasta la madrugada, veranos en los que uno sabía la hora porque veía a Manolo volver con el chimpín, al carnicero pasar tambaleándose sobre la bici o a mi tía y el resto del ‘comando viudas’ con su caminata diaria hasta el cementerio. Como el vídeo, el discman o los videojuegos, también nosotros formábamos parte de ese futuro que llegaba al pueblo a través de La Manuela.

La Manuela, el bar del futuro

Fue en 2017 cuando…

Nacho y Dani

A mi hermana la han hecho indefinida y, unos días antes, ese novio que sigue diciendo que no es su novio le regaló un viaje a Berlín.  El día de su cumpleaños, le pidió que se girase y, cuando se dio la vuelta, le lanzó el billete en forma de avión de papel. Serán sus primeras vacaciones juntos y Sara, que sólo imagina aventuras en lugares con monzones, está a punto de descubrir que son otros los viajes peligrosos.

Mientras me alegro por mi hermanita, recibo una foto de las notas de Victoria. No creo que a mi sobrina le importe un bledo ser una de las lumbreras de la Safa, pero siento envidia viendo a mi hermana orgullosa. Hubo una época en la que yo también subía la Avenida de Buenos Aires acelerado, deseando llegar a la caja de ahorros para asomarme al mostrador y enseñar a mi madre mi evaluación. Tal vez ella imaginaba que me convertiría en uno de esos periodistas que sientan en las tertulias y nos explican a todos cómo funciona el mundo.

Se acaba 2017 y me siento a cuadrar cuentas. Decido empezar por lo bueno, y anoto que el menisco va arreglándose. Nada más entrar en la consulta, el trauma me saludó con un «siéntese, Ignacio» tan cálido que a punto estuve de saltar a su regazo. Con menos delicadeza, me ordenó pasar a la camilla y, a modo de palanca de marchas, empezó a mover mi pierna en todas direcciones. Finalmente, me pidió que me pusiese en cuclillas. Desde esa posición tan indigna, le escuché decir que el quirófano puede esperar y yo, que desconfío de cualquier diagnóstico que no salga de una máquina, dudo de en qué parte del balance acabará mi menisco.

Esta mañana, mi Lama se ha ido al trabajo cantando City of Stars, la versión de Operación Triunfo. Llevaba el jersey grueso que le compré en Dublín y, mientras hago inventario de 2017, pienso que hemos dejado de hacernos regalos en los viajes. Antes me agarraba a esa idea de que, en cuestión de sentimientos, lo importante era desprenderse de las convenciones. Al otro lado de los cuarenta, he empezado a fijarme en quienes no olvidan los detalles, como María, que me ha traído una taza de té espléndida. Hasta hace poco me agradecía con whiskey que la bajase a Renfe, ahora me trae té. A la taza le falta un asa para ser perfecta, pero su forma de cilindro ligeramente más estrecho en la base hará que la use todo el tiempo.

Me esfuerzo por no divagar y concentrarme en las cosas que he conseguido, esas que me permitirán decir «fue en 2017 cuando…», y sin embargo, lo que se me viene a la cabeza es el Bico, ese restaurante donde a mi amigo Andrés le gustan todos los camareros y creo que a todos los camareros les gusta un poco Andrés. En una cena, Óscar nos contó como, cuando su padre estaba embarcado, su madre dormía con una motosierra debajo de la cama, por si a algún incauto se le ocurría entrar a robar. Y aunque Óscar ya no vive a las afueras de Boiro, le veo muy capaz de plantarse en el pasillo de madrugada, con sus ojos de huskey, el mentón levantado y un compás en la mano, como un D’Artagan de Montealto.

Vuelvo a perder el hilo y aparecen las hermanas Ruiz, ese café en la terraza del Badulaque, con el sol de sobremesa calentándonos la cara, resistiéndonos a cerrar los ojos para no perder de vista la ría de Cedeira y el regusto a brazo de gitano en la boca. Y pienso que los años son colecciones de imágenes inconexas a las que nos empeñamos en darle un significado en forma de historia, conversaciones, ruidos, calambres en el estómago, fogonazos de euforia y esa paz de llegar a casa después de un fin de semana y volver a bajar las persianas.

Sé bien que falseo las cuentas, que me niego a escribir el único nombre en el que pensaré cada vez que diga «2018 fue el año cuando…» y, sin embargo, todo lo demás sigue estando ahí, igual de real y luminoso, porque la vida no es un pulso entre lo bueno y lo malo, sino un suma y sigue, un banquete en el que no sabemos qué plato servirán después, y aún así esperamos con la servilleta puesta.

Fue en 2017 cuando…