
La cola de clientes llegaba a la puerta de la sucursal, pero mi madre me escuchaba sin inmutarse. Yo, un mocoso de ocho años, apenas levantaba para verla al otro lado del mostrador. ‘¿Llevas la ropa de judo?, ¿te has acordado de tomar el sobre de frenadol?’, y así pregunta tras pregunta, con calma, ajena al jaleo de la oficina. Detrás empezaban a desesperarse, levantando la vista, resoplando y lanzando miradas de ‘señora-nos-atiende’. La escena, habitual durante sus años trabajando en la caja, resume su filosofía de vida: el trabajo importa, pero la familia es lo único que no puede esperar.
Desde que se jubiló suele llamarme por teléfono a las once o doce de la mañana, y me pregunta: ‘¿Qué haces, hijo?’. Le contesto que trabajar, como si le diese una noticia. Nada le importa que me haya cogido en una rueda de prensa o en una reunión con mi jefa, empezará a contarme que mi padre ha vuelto a salir solo al monte y cualquier día le pasará algo o que el fin de semana se acercaron a Chaves a comer el bacalao a la brasa, pero que ya no lo hacen como antes. Si me nota apresurado, me reprenderá sin contemplaciones: ‘¿Ocupado? Anda, anda, ni que fueras ministro’, dejándome claro que, a mi edad, aún no me he aprendido las prioridades.
Cuando mi madre llama, no podemos hacerla esperar. Si tardamos en contestar, lo intentará cada dos minutos, luego probará el fijo y, si sigue sin haber respuesta y has olvidado avisarla de que no estarás disponible, empezará la operación ‘localizando-al-hijo’. Primero los novios, luego los hermanos y después se lanzará a contactar a amigos y parientes cercanos, antes de tirar de agenda para movilizar a instancias mayores. Casi todo nuestro círculo cercano ha recibido, en algún momento, una llamada suya preguntándole por nosotros.
Tras la familia, la segunda cosa más importante en la vida de mi madre es el café y la tostada de la mañana. Hace cuarenta años que no desayuna en casa. Levantarse y empezar el día hojeando La Región en el Xestal, su bar de cabecera, es su pequeño placer cotidiano. Si está de viaje, lo bien o mal que vaya el día dependerá del desayuno. No importa la ciudad en la que estemos: planificar los desayunos es la única tarea imprescindible. En París casi le provoca una crisis de ansiedad a una camarera del Starbucks, devolviéndole el café todas las veces necesarias hasta conseguir que le cambiase el vaso de cartón y el palito de madera por una taza y una cuchara y que la mezcla de leche, café y espuma tuviese las proporciones ‘correctas’, como dice ella.
A mi madre le gusta Bertín Osborne cuando saca a los mariachis, la revista Mía y el actor que sale en El Príncipe. Le encanta decirme que he engordado y, un minuto después, cebarme con su ‘cena-total’, cuando sacude el frigorífico y pone todo sobre la mesa -desde una crema de verduras, hasta los restos de un guiso, pasando por un variado de entremeses-. A mi madre le fascinan las gafas de sol grandes, como de Ava Gardner, y regalarme americanas de Massimo Dutti -siempre marrones o azul marino- para que me arregle un poco. No perdona que falte alguien el día de su santo y siempre lía a mi Lama para pedir una tarta de queso a medias, que la acabo comiendo yo.
Le gusta venir a Coruña y cambiarme todo de sitio en la cocina, además de pasear por la casa repitiendo ‘¿y no tienes un…?’. También le encanta competir en secreto por ser la abuela favorita de Victoria y Adrián y que nos reunamos en Vigo, aunque preferiría que nos viésemos algo más en Ourense, que se nos va a olvidar de dónde venimos. Últimamente nos quiere convencer para que compremos entre los cinco una casa cerca de la playa, pero no en algún monte apartado, como querría mi padre, sino cerquita de un pueblo con una buena calle comercial, donde ir de escaparates y heladerías.
Regaña al camarero si le sirve un café sin una pasta, llena la puerta de la nevera de artículos sobre las propiedades del aguacate y le da una rabia enorme que olvide devolverle los túpers. No soporta que descuide la barba, que suba fotos de ella a facebook o que nos movamos demasiado mientras subimos en ascensor. Adora que le haga preguntas sobre la familia de Argentina y le gustaría tener valor para viajar a Buenos Aires, pero le aterran los aviones.
A mi madre la crió Camila, una de sus hermanas mayores. Llegó a una casa sin hijos y, nada más poner el pie en ella, nacieron seis. Creció en una familia numerosa y quiso tener la suya propia. Lo consiguió. Mi madre se llama Concepción y, con esta historia, su nombre suena a título ganado por su don para dar vida.
A medida que mis hermanos y yo nos hacíamos mayores, ella soñaba con cinco bodas por la iglesia. Sin embargo, ha aprendido que los padres tienen sus planes, pero los hijos aparecen con los suyos propios y lo ponen todo patas arriba. Ahora está encantada con su familia de yernos, sin novias ni altares. Sabe que vivir es entender que los tiempos cambian y que sólo hay una norma que merece la pena cumplir a rajatabla: ayudarnos a encontrar nuestra manera y, cuando todos lo hayamos conseguido, asegurarse de que la seguimos necesitando, cada día más cerca.


