‘Maricón de mierda, me das asco, no sé cómo te atreves a andar por la calle’ (A Coruña, noche de Fin de Año)

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Los periódicos no publican su nombre ni su edad, pero es fácil imaginar que podríamos ser alguno de nosotros no hace tanto tiempo, cuando las noches de fin de año terminaban de día. Salía de un local de copas del centro, quizá buscando el taxi o un chocolate antes de volver a casa. Entonces se encontró con ellos. ‘Dos chicos jóvenes, bien vestidos, aseados’, declararía luego a la Policía. ‘Maricón de mierda, me das asco, no sé cómo no te atreves a andar por la calle‘, le gritó uno de ellos, junto antes de avalanzarse sobre él, golpeándole con violencia en la cara. El acompañante del agresor se limitó a mirar. Luego rebuscaron su cartera y se llevaron su dinero.

Leo esta noticia en La Voz de Galicia del 5 de enero. Ocurrió en el centro de Coruña la noche de Fin de Año. El chico ha denunciado y la Policía revisa grabaciones de establecimientos cercanos intentando identificar a los agresores.  A.L.A.S-Coruña, colectivo de defensa de los derechos de la comunidad LGTB en la ciudad, ha hecho público el caso, recordando la importancia de acudir a la Policía  -lo que no se denuncia oficialmente no existe- y el Concello ha condenado la agresión, subrayando que concurre en ella el agravante de delito de odio.

Se me encoje el estómago al imaginarme frente a un desconocido que, a unos centímetros, me gritase: ‘Me das asco, no sé cómo te atreves a andar por la calle‘  y luego los golpes. No quiero ni pensar que pudiese pasarle a mi Lama, a mi hermano o a un amigo. Nunca he vivido algo así. Supongo que he tenido suerte, aunque escribir esta frase se me hace repulsivo ya que la suerte no debería tener nada que ver. Hace algunos años, salí de un bar en Bruselas agarrado de la cintura de un amigo. Un borracho se nos encaró llamándonos pédé -maricón, en francés-. Aquel mocoso apenas se tenía en pie con el alcohol. Sin embargo, estaba fuera de sí, como si nuestra presencia le volviese loco.

En unos días, ese chico de Coruña del que no sé su nombre apenas tendrá algún moratón que quizá le obligue a pasar por el mal trago de revivir la historia si algún vecino indiscreto le pregunta. También estoy seguro de que no tardará en volver a salir de fiesta, aunque quizá las pulsaciones le suban si un desconocido se acerca a pedirle fuego. Imagino el esfuerzo que debió hacer algún día, quizá siendo adolescente, diciéndose a sí mismo: ‘Vale, todo está bien conmigo y, si alguien no le entiende, es su problema’. Seguro que comprobó que era verdad, que era más feliz si dejaba a un lado los secretos y la vergüenza. Y cuando los miedos habían quedado atrás, aparece ese ‘maricón de mierda, me das ascono sé cómo te atreves a andar por la calle‘.

Su historia me hace pensar en todos los que salimos a cenar y besamos a nuestro novio en el restaurante, los que se casan y tienen fotos en la mesilla con los suegros, los que celebramos el cumpleaños con el jefe y llevamos al novio a la fiesta de Navidad del trabajo. Si le pegan a alguien del barrio, mostraremos nuestro cabreo en facebook  y veremos angustiados ese documental sobre el infierno que sufren los homosexuales en Rusia. Seguramente seremos animalistas, ecologistas, de Médicos sin Fronteras o del 15-M, pero eso de ir por la vida de ‘sexualmente discriminados’ se ha terminado porque, afortunadamente, ya no nos sentimos así, ¿verdad?  ¿A quién le gusta formar parte eternamente de un colectivo discriminado? Eso queda para algunas lesbianas, obsesionadas con el activismo político. Nosotros somos, por fin, como los heteros.

Imagino también a los heteros que han leído esta noticia y seguro les ha parecido indignante. Habrán meneado la cabeza pensando que resulta triste que cosas así ocurran al lado del portal de su casa, pero que, en el fondo, se le habrá ido rápidamente la vista a la página siguiente para detenerse en ese titular sobre la subida de los peajes, porque sienten que lo de la homofobia no va con ellos, sin pensar ni por un momento que ese hijo que está a punto de entrar en el instituto se encontrará un día con: ‘Maricón de mierda, me das asco, no sé cómo te atreves a andar por la calle‘.

No sabría qué decir a ese chico de Coruña del que no sé su nombre. Tal vez  que las hostias que ha recibido también me duelen, pero la frase me suena ‘tan queda-bien’, que me avergüenza. Quizá que su historia me ha hecho preguntarme si no nos hemos dado demasiada prisa en celebrar que lo hemos conseguido, que podemos dejar de sentirnos comunidad y disolver las asociaciones, dando por seguro que no hay marcha atrás; hasta que una noche escuchamos: ‘Maricón de mierda, me das asco, no sé cómo te atreves a andar por la calle‘.

A esos dos matones que creen que alguien como ese chico, y también como yo, damos tanto asco que no deberíamos salir de casa, y quizá ni siquiera existir o, al menos,  existir ante su presencia, les deseo que la Policía les encuentre y un juez les dé tiempo y un lugar aislado para pensar. Espero que tengan suerte y eso les suceda pronto, antes de que vuelvan a hacer daño a alguien y antes de que ese odio que ha prendido en su cabeza les destruya la vida para siempre .

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[El Colectivo A.L.A.S.-Coruña organiza el miércoles 11 a las 20 h. en el Obelisco una concentración de repulsa contra esta agresión. Otras concentraciones similares han sido convocadas en otras ciudades de Galicia] Pincha aquí para más info

‘Maricón de mierda, me das asco, no sé cómo te atreves a andar por la calle’ (A Coruña, noche de Fin de Año)

No es mi pareja; es mi novio

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‘Nacho tiene un novio que es gay’. La enrevesada frase con la que mi amiga hablaba de mí me dejó confundido. Ella se dio cuenta del extravagante circunloquio e intentó arreglarlo. ‘Quiero decir, mi amigo es gay también, claro. Lo dos lo son: él y su novio’. Todo el mundo en la mesa asintió con naturalidad fingida  y siguió comiendo, mientras repasaban el galimatías.

La palabra novio, a veces, intimida porque delata el género. En relaciones entre dos chicos o chicas, todavía se escucha hablar de ‘mi pareja’, expresión que no puedo detestar más -seguida por la de ‘mi chico’-. En realidad, el uso de ‘pareja’ nada tiene que ver con la elección de un sustantivo apropiado para una relación formal, sino que es una decisión estratégica, relacionada con el miedo a declararse abiertamente gay en el curso de una conversación. Mi pareja puede ser chico o chica, por lo tanto, esa palabra protege el ‘secreto’ y nos permite referirnos a  él/ella desde una confortable ambigüedad. ‘¿Qué hiciste el domingo?’, nos pregunta el jefe. ‘Nada especial, fui con mi… pareja al cine’. Pueden estar seguros de que, detrás de esa palabra-máscara, se esconde no pocas veces alguien que habrá salido del armario, pero lo mantiene abierto para entrar de vez en cuando.

Por supuesto, esto no es un reproche contra quienes la usan. Yo también me he vestido con trajes de esa tela, y de colores más opacos aún. Sólo se trata de evidenciar la dimensión política del lenguaje, la importancia de las palabras que elegimos, que pueden ser un acto de afirmación o una trinchera en la que refugiarnos. ¿A cuántos heterosexuales hemos escuchado presentarnos a su novia/novio como pareja? El término tendría en esa frase un tufo casposo. Como excepción, ‘pareja’ encuentra acomodo para referirse a los matrimonios ‘de hecho’, aquellos que no han pasado por el altar o el juzgado, a falta de una palabra mejor en castellano.

Entre las personas de la generación de mis padres, he escuchado más de una vez hablar de ese tío de la familia que tenía ‘un amigo’ y se marchó a Holanda. Entonces, un leve cambio en el tono de voz o un gesto cómplice en la mirada basta para entrecomillar la palabra ‘amigo’, dando a entender de qué tipo de amistad hablamos, sin que quien lo cuenta sienta que compromete su moral siendo más explícito.

‘El amor que no se atreve a decir su nombre (Love that no dare to speak its name)’, escribió Alfred Douglas, amante de Oscar Wilde, en el poema Two loves, usado como prueba contra Wilde en su juicio por homosexual en la Inglaterra del siglo XIX. Estos eufemismos y palabras tabús me hacen pensar en un capítulo de Maurice, la novela de E. M. Foster publicada en 1910, llevada al cine por James Ivory. En ella, un estudiante en una clase de Cambridge lee en alto fragmentos de ‘El Banquete’ de Platón y, llegado a cierto punto, el profesor le interrumpe diciéndole: ‘Omita el innombrable vicio de los griegos y continúe, por favor’. Siempre ha sido así: lo que no se dice no existe.

Durante el debate previo a la aprobación de la ley que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, quienes rechazaban este avance social concentraban su oposición en evitar a toda costa que se llamase ‘matrimonio’. Podrían aceptar cualquier otra denominación, pero jamás matrimonio. La homofobia se camuflaba bajo un debate inocente o técnico, como si los obispos se hubiesen echado a la calle por una mera cuestión de léxico. ‘Pero qué más os dará que le llamemos unión’, nos reprochaban entonces, como si nuestra demanda fuese la pataleta de un niño malcriado al que se la antoja el juguete del hermano.

El lenguaje construye la realidad y dos palabras diferentes remiten a dos realidades distintas. Aprendamos una palabra y aprehenderemos un concepto. Destruyamos una palabra y estaremos haciéndonos más pequeños. El lenguaje es portador de ideología y se infiltra tan sutilmente en nuestros pensamientos que, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes de las estructuras mentales homófobas, sexistas o racistas que aceptamos al emplear determinadas palabras. Ser conscientes es el primer paso para cuestionar una visión de las cosas que otros han elegido por nosotros.

Cuando llamamos al trabajo para avisar de que llegaremos tarde porque debemos acompañar a nuestra pareja al médico, si la palabra ‘pareja’ desplaza a  ‘novio’ o al nombre de esa persona,  esa elección en apariencia banal, automática e inconsciente lleva la marca del miedo, la vergüenza y la culpa, las tres vigas sobre las que se sostiene la historia de la homofobia. Reconquistemos las palabras y estaremos haciendo algo tan grande por la visibilidad como ocupar la Cibeles con carrozas de colores.

No es mi pareja; es mi novio

¿Y tú, ya tienes novia?

Funny businessman with lemon fruit on hand

Chus y yo no hablábamos desde hace años y su llamada me sorprendió. La noté nerviosa. Tras resumirnos que había sido de nuestras vidas, noté que mi amiga comenzaba a dar vueltas en círculos, incapaz de desvelar la razón de su llamada. Entonces, me contó que ella y Marcos habían sido padres, algo que ya sabía. Entre risas nerviosas, confesó que le gustaría invitarme a cenar para presentarme a Martín, su hijo. El niño no debía tener más de cuatro años, así que esperé en silencio a que siguiese hablando. Al parecer, sospechaban que ‘iba a ser gay’; me llamó la atención el tiempo verbal, como una perífrasis de futuro.  Temiendo ofenderme, me aclaró que no les preocupaba, pero que querían estar preparados y, como yo lo era, les había parecido buena idea conocer mi opinión. La propuesta me dejó desconcertado, haciéndome sentir una especie de perito contratado para presentar un informe técnico.

En la lista de preguntas que quienes somos gay hemos escuchado alguna vez, y que, sin duda, encabeza la de ‘quién hace de chico y quién hace de chica en la pareja’, le sigue: ‘¿Vosotros os podéis reconocer?’. La gama de respuestas va desde las groserías más cerriles hasta teorías disparatadas que tienen que ver con el lóbulo de las orejas, el tamaño del dedo corazón o la posición que se ocupa entre los hermanos en una familia numerosa. En base a un cierto trabajo de campo, un buen amigo sostiene que hay un gran número de homosexuales que adoran chupar el limón de los refrescos y que, si bien eso no prueba nada de manera definitiva, es una pista de calidad.

En mi vida me he sorprendido en ocasiones al enterarme de que alguien era gay. Sin embargo, la mayoría de las veces, no ha sido una noticia. Creo que todos compartimos que hay casos más y menos claros. Evidentemente, están las personas con pluma. Con ellos, enseguida lo damos por hecho y seguramente acertaremos. También he conocido a chicos tremendamente afeminados que me presentaron a su novia. No puede evitar recibir el dato como una interferencia y pensar si, dentro de diez años, ella seguirá ahí.

En la manera de algunos heteros de preguntarme si puedo reconocer a otro gay, no pocas veces he percibido la convicción de que contamos con algún marcador biológico o que, como los murciélagos, emitimos unos ultrasonidos que nos permiten identificarnos. En realidad, simplemente tenemos, diciéndolo de una manera poco científica, la mirada acostumbrada. Imagínense que caminan por una acera de Berlín y se acerca una pareja. No pueden escucharlos porque están demasiado alejados, pero algo les dice que son españoles. No llevan una bandera, ni una camiseta de la selección. Al cruzarse, comprueba que hablan castellano. ¿Existe algún radar hispano? Claro que no, supongo que se trata de microdatos que sumados crean una intuición: la manera de gesticular, de vestir, quizá el tipo de peinado, un cierto color de pelo. Supongo que se parece a eso. Por supuesto, es sólo una regla general flotando en un océano de excepciones.

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¿Y tú, ya tienes novia?

Las dos vidas de André (I)

 

BAr du Matin

Él pedía una brune, que bebía con una calma pasmosa, haciéndola durar hasta el final de la clase; yo, una vedette, que apuraba sediento en el primer cuarto de hora. Nos veíamos los lunes a la tarde en el Café de l’Université,  a la entrada del campus de la ULB. Él llegaba con su pequeño Citroën azul, con los asientos llenos de folletos de promociones inmobiliarias y folios desordenados. Era tan alto que, cuando salía del coche, uno no podía creer que entrase allí. Se llamaba André Jordan y le conocí en una de esas webs de intercambio de idiomas cuando llegué a Bruselas. Él se había enamorado del español durante unas vacaciones en Madrid y continuó estudiando al regresar a Bélgica. Necesitaba tiempo para encontrar ciertas palabras, y tenía dificultad con algunos sonidos, pero era capaz de desenvolverse en una conversación sin demasiados problemas. Una semana nos dedicábamos a hablar en español y la siguiente en francés: ése era nuestro acuerdo.

Vestía con jerseys de pico y pantalones de tela, formal, pero con un punto desaseado, como si acabase de levantarse de la siesta. Cerca de los cincuenta, André era una persona atractiva. Espigado, con un pelo negro peinado con raya al medio, ojos de un azul muy claro y maneras elegantes, tenía un aire de niño malcriado, escondiendo su fragilidad entre sarcasmos y una cierta altitud altiva.  Al principio me pareció un poco estirado, no acaba de encontrar la gracia a sus sarcasmos sobre mi ‘acento bárbaro’, como solía decir. Sin embargo, me gustaba que fuese exigente, que me parase, haciéndome repetir alguna palabra una y otra vez, aunque en ese momento lo encontrase irritante. Si me dejaba llevar por la historia que estaba contando, descuidando la gramática o la pronunciación, me llamaba la atención, recordándome que se trataba de una clase. Él se sentaba con las piernas cruzadas y la espalda un poco reclinada para encajar en aquellas mesas bajas de madera y, si cometía algún error, hacía aquel sonido, un chasquido con la lengua que me obligaba a detenerme y revisar.

No seguíamos ningún libro y las conversaciones discurrían espontáneas y desordenadas, normalmente en torno a la vida de cada uno. Yo le hablaba de como iba encontrando mi sitio en la ciudad, mis nuevos compañeros de pisos, las clases de francés en la EPFC, las entrevistas de trabajo. Él me escuchaba concentrado, aunque nunca sabía si lo que le interesaba era mi vida o mi gramática. A él le sorprendía mi capacidad para encadenar preguntas y, cuando creía que mi curiosidad iba demasiado lejos, me paraba con un gesto seco con la mano. ‘Hay que ver que intrusivos sois los españoles’, protestaba.

Nos vimos algo más de un año y no sé si llegamos a ser amigos, pero me agradaba su compañía. A medida que mi francés mejoraba, la lista de temas que compartía con él también crecía. Son extrañas las relaciones que surgen con las personas. Usamos un número limitado de palabras para definirlas: ‘amigos’, ‘novios’, ‘compañeros de trabajo’, ‘conocidos’… Pero resultan insuficientes y, no pocas veces, referirse a alguien con una de esas etiquetas traslada una idea más equivocada que acertada del tipo de relación que queremos describir.

Con André llegué a hablar de temas que no me atrevía a comentar con amigos por miedo a sentirme juzgado. La rigidez que mostraba como mi gramática desaparecía cuando escuchaba mis problemas. Quizá ayudase la diferencia de edad o esa libertad que nos daba vernos como desconocidos, como personas que coinciden en un tren y saben que cada uno seguirá su camino y todas esas confidencias se quedarán en el vagón. Por aquel entonces había comenzado a deslizarme por un terreno peligroso, sintiéndome atraído por un amigo al que no le gustaban los chicos y al que veía con frecuencia. La situación empezaba a asustarme. Cada día necesitaba estar más tiempo con él, y sabía que aquello no me conducía a ningún lugar bueno. Me había dado cuenta tarde y me sentía frágil y sin recursos para saber como afrontarlo. Un poco avergonzado, lo mantenía en secreto y él me ayudó a resolverlo con eficacia y sin decisiones dramáticas.

Lunes tras lunes fui descubriendo a André, enganchándome con el placer que uno siente con esos libros de inicios difíciles, que, como un embudo, se ensanchan y crecen a medida que uno avanza. De carácter reservado, cada vez que me revelaba algo de su vida privada me iba con la impresión de haber conquistado una parcela de confianza y con el deseo de seguir abriendo más puertas. André vivía en Uccle, uno de los barrios más exclusivos de Bruselas. Su familia era propietaria de apartamentos en Schuman, y él gestionaba los alquileres. Con eurofuncionarios como inquilinos, el trabajo no le daba quebraderos de cabeza y le proporcionaba una manera desahogada de vivir, dejándole tiempo para sus aficiones, fuesen cuales fuesen.

Nunca me había comentado nada acerca de sus parejas o de su vida sentimental y sentía curiosidad. Un día me atreví a plantearle la pregunta. Se quedó callado, tomó una almendra del bol de cristal y se enderezó en la silla. Reposó sus antebrazos sobre la mesa, cruzando los dedos de las manos, y yo me preparé para ser tachado de nuevo de ‘bárbaro intrusivo’, pero esta vez no fue así.

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Las dos vidas de André (I)

Mi último verano en un armario

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Pasábamos el verano en la Derrasa, y, después de comer, salimos a dar un paseo para no inquietar a mis hermanos. Quise que mis padres lo supiesen desde el principio. Llevaban semanas preocupados por mi estado de ansiedad, y les dije que necesitaba hablar con ellos. Mi madre se esforzaba por no aparecer atacada, y mi padre me miraba en silencio, esperando la confesión de alguna maldad. Con la tendencia de mi familia al tremendismo, a saber qué pasaba por sus cabezas. Había ensayado tanto aquella conversación que me llevó tiempo llegar al titular. Todos esos rodeos y el cuidado eligiendo las palabras hicieron que mi madre se desesperase y sufriese un mareo que casi la tumba. Mis planes de conseguir que aquello discurriese de manera sosegada se fueron al traste y la conversación terminó en el centro de salud de Juan XXIII, con mi madre explicándole a un médico de guardia como la noticia de que a su hijo le gustaban los chicos le había cortado la digestión.

Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia griega, pero, como los grandes dramas, también escenas cómicas. Recibí decenas de consejos, y no tengo duda de que, detrás de ellos se encontraban las mejores intenciones, sin embargo, también una cierta imprudencia. Con tono de confesión, la madre de un amigo me comentó que el mundo estaba lleno de gente reputada de los que nadie sospechaba ‘lo suyo’, y que todo era cuestión de llevarlo con discreción y así conseguiría llegar tan alto como quisiese. Aquella mujer, que realmente me apreciaba, sólo buscaba animarme, sin darse cuenta de que sus palabras me invitaban a entrar de nuevo en un lugar del que me esforzaba en salir. Por suerte, no fue lo habitual y las reacciones más frecuentes se parecieron más a la de otra madre,  la de mi amigo Alberto. En cuanto me vio, la mujer me estrujo sin mediar palabra y me estampó dos besos explosivos. Al parecer, le daba una pena terrible que no pudiese tener hijos. No se imaginaba que, a los 21 años y, con el panorama que se me venía encima, la última de mis preocupaciones era no tener útero al que agarrarme.

De aquellos meses se me ha quedado grabada una frase. Una amiga se pasó un buen rato asegurando que ser gay era fantástico, y que ella jamás había tenido nada en contra de ‘este colectivo’. ¡Colectivo! ¡La de palabras nuevas que se incorporaron a  mi vida ese verano! Como cierre para su monólogo me miró a los ojos y, en una demostración de afecto, me dijo: ‘Además, Nacho, tú eres un gay como dios manda’.  Al momento, entendí que los gays que dios mandaba eran muy probablemente aquellos que nos cuidábamos mucho de no parecerlo.

Con mi tendencia al melodrama, ‘lo mío’ se convirtió en el monotema del verano, mis amigos me llamaban si algún gay salía por televisión, o me proponían presentarme a un compañero de su clase que tenía en Almería un primo ‘igual que yo’, como si fuésemos los dos últimos osos panda sobre la tierra. Por si todo fuese fruto de mi hipocondria y la ayuda de un experto conseguía devolverme al lado adecuado de la acera, mis padres me llevaron a una sexóloga.  Al entrar en su consulta y escuchar el motivo de la visita, la mujer me miró con cara de compasión, y me mandó a la sala de espera, mientras reservaba la terapia para mis padres. A la media hora salieron con un gesto compungido, y un montón de libros debajo del brazo. Hojeándolos en casa entendí perfectamente su cara de preocupación, todas aquellas historias empezaban con párrafos como: ‘Cuando sus padres encontraron a Ken ahorcado en el granero, ya era tarde para reaccionar’. Supongo que, en aquellos meses, desaproveché la ocasión de pedir a mis padres cualquier cosa, tantas eran sus ganas de verme feliz, que me hubieran consentido los caprichos más disparatados.

En realidad, nada fue tan difícil, ni tampoco tan sencillo. Lo viví con la intensidad del que ve moverse bajo sus pies su apacible vida de chico de provincias, y con la incertidumbre de sentirse distinto a una edad en la que no conseguir las zapatillas de moda era motivo de exclusión. Hoy me sonrojo cuando lo escribo con este tono de testimonio de superación, como si hubiese escapado de una lapidación segura. Con los años he visto que este tipo de escenas forman parte de la biografía de muchos amigos, con los mismos ingredientes de vencer el miedo, de sentimientos de vergüenza y culpabilidad, y que todo lo que esta historia tiene de especial lo tiene únicamente para mí. Hubo errores y algunas cosas tristes, pero sobre todo mucho cariño, y hoy sonrío cuando imagino qué habría pensado si ese verano alguien me hubiese propuesto contarlo todo en un blog.

Mi último verano en un armario