La monja contra los tranvías

Malena 3

En vísperas de un examen de francés me dijo: «Le rezaré al Espirítu Santo para que apruebes». «¿Al Espíritu Santo?», pregunté. «Es el que está más libre de los tres, Nacho». Ella era así: conocía las agendas. Cuando llegué a Bruselas todavía conducía aquel Citröen destartalado. 35 años en Bélgica y me confesó que nunca había entendido cuando tenía prioridad el tranvía. En ese instante sentí que eramos familia.  Vivía en el convento de la Rue Haute en Les Marolles, muy cerca de la discoteca donde se celebraba La Demence. Era extraño estar en medio de aquel océano de músculos, decibelios y sudor y pensar que unos muros más lejos dormía ella. La recuerdo mi primera mañana, cuando todo parecía un error y me quería volver. Ella, golpeando la ventana de la tetería del Hôtel Strasbourg, con ese plástico cubriéndole la cabeza de la lluvia, su sonrisa japonesa y esa prisa que hacía que le faltasen horas. Me gustaba caminar con ella. Luego vino lo del corazón, y los paseos se hicieron cortos, pero al principio recorrimos la ciudad, ateridos de frío, a ritmo marcial, enseñándome con desparpajo barrios en los que no me hubiese atrevido a entrar, esos que hoy abren informativos . «El dinero debería ser como los ajos y pudrirse cada año», siempre la misma frase frente a los escaparates de la Avenue Louise. Vivía rodeada de gente asombrosa, como Beatriz, atea, pianista, divorciada, gallega o Herminia, con su «za va o za va pas» sevillano intacto después de una vida belga. Todos habían llegado hacía tanto tiempo, y la mayoría había regresado, pero ellas no. Ellas habían decidido quedarse. Se reunían los martes en la Chaussée de Forest en la cocina de la Hispano-Belga, y allí se quitaban la humedad y la tristeza a golpe de lentejas.  Ahora vive en Málaga, cerca de su hermana, que es su ángel de la guarda, y que los domingos la rescata de las «cucarachas» para secar un ratito al sol  ese corazón grande, roto y empapado de alegría.

La monja contra los tranvías

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