Mi miedo a ser un búho

araña 2

Mi hermana Sara había alquilado aquella habitación a las afueras de Dublín, estábamos destruidos después de un día de aviones y autobuses, tiré las maletas, me acosté sobre la cama, y la vi en el techo, acechándonos. Dicen que sólo hay una cosa peor que descubrir una araña: perderla de vista, así que no sólo necesitaba que se deshiciese de ella, sino que debía verla salir de allí con mis propios ojos. Por lejos que Irlanda esté de África, todas las arañas me parecen igual de aterradoras. Además, siempre tengo presente esa escalofriante estadística de que cada año nos comemos un promedio de ocho mientras dormimos, así que mi hermana se dio cuenta de que mi amenaza de irme a un hotel iba en serio. Usando una escoba y un recogedor como dos pinzas se subió a la cama y la atrapó. A un metro de distancia, la seguí hasta comprobar como aquella bolita de pelo articulada se alejaba por la ventana.

En cuestión de miedos me considero una persona bastante vulgar. Con los dentistas y las montañas rusas, arañas y culebras lideran mi ranking. De niño me acerqué una tarde a ver pescar a un amigo. Para mantener las truchas frescas, había sumergido en la orilla una de esas cestas de mimbre con un agujero en la tapa. Metí la mano para contarlas, y una culebra se enroscó en mi muñeca. Agité con fuerza el brazo y la lancé al agua, fueron sólo unos segundos, pero esa sensación viscosa me heló el corazón, y treinta años después todavía se repite en sueños.

En cuanto a las películas de miedo, sólo puedo con aquellas que, en realidad, no dan miedo. No tengo problemas con vampiros, hombres-lobo y demás seres que no asustan a nadie con más de siete años, pero si aparece un exorcismo, como mínimo, tengo que encender todas las luces de casa. Hace poco tuve ocasión de comprobar que, desde mi adolescencia, he hecho pocos progresos. Mi Lama y yo nos habíamos armado de valor para ver Expediente Warren, entonces salió aquel mensaje: ‘Basada en hechos reales’. Me dedico a marketing y sé que esa frase se usa hasta parar presentar XMen. Me dio igual, nos miramos y apagamos la tele.

Desde luego, no creo en nada de eso, sin embargo, el miedo va por libre. De adolescente, participé en alguna sesión de espiritismo con los amigos, y era sistemáticamente expulsado por mis gracietas. El médium, un francés que pasaba las vacaciones en el pueblo, se dio cuenta de que reventaba sus números y dio con la manera de librarse de mí. ‘Espíritu, ¿hay alguien en esta mesa que quieres que se vaya?’. Por supuesto, el vaso recorría todas las letras de mi nombre. Yo estaba fascinado con que, pese a que en aquel pueblo todo el mundo moría de viejo o de aburrimiento,  los espíritus que se manifestaban eran siempre niñas que se habían ahogado el día de su comunión y casos así de siniestros. La última noche que me dejaron asistir, el francés comenzó diciendo: ‘Espíritu, si estás ahí ve al sí y si no, ve al no’. Quiero pensar que fue un problema de idioma, pero mi carcajada me dejó fuera de aquellos shows para siempre.

Con los años han ido apareciendo miedos nuevos. En la etapa de la universidad se registró un terremoto de 5,1 grados en la escala Richter en Galicia, nada especialmente devastador, pero lo suficiente como para notarse en Santiago y que los estudiantes se hiciesen camisetas de ‘Compostela tembló y yo estaba allí’. Al día siguiente, la prensa anunciaba que esas movimientos no eran tan extraños y que quizá se producirían nuevos temblores. Aquello me marcó y me recuerdo cronometrándome bajando de dos en dos las escalares de aquel sexto piso de la calle Santiago de Chile para saber cuánto tardaría en llegar a un lugar seguro.

Otro de mis grandes temores es el miedo al ridículo. En realidad es uno de los que más me molesta. Podemos arreglárnoslas para vivir lejos de montañas rusas, arañas o dentistas, pero el miedo al ridículo siempre está ahí, haciéndonos la vida más aburrida. Un amigo se apuntó a un curso de teatro, uno de esos talleres en los que no se estudia a Chejov ni nada de eso, sino que simplemente se grita y todo el mundo se revuelca por el suelo haciendo la croqueta y soltando emociones fuera. Para romper el hielo, el profesor pidió que cada uno representase un papel inspirado en una película de terror. Enseguida, el escenario se llenó de gente caminando como zombies, imitando a brujas o mordiéndose el cuello. Al ver que los personajes estaban cogidos, mi amigo decidió quedarse en una esquina, en cuclillas, con los ojos muy abiertos y haciendo: ‘Uuú, uuú’. Al acabar, el profesor le confesó intrigado que el suyo había sido el único papel que no había identificado. Con naturalidad, le respondió que había optado por hacer de búho. Cuando me lo contó me pareció maravilloso, y me dio una envidia tremenda. Creo que, si tuviese el valor de subirme a un escenario y hacer el búho, todos los demás miedos me darían igual.

Mi miedo a ser un búho

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