
Últimamente se mete en cama, y le dan las uvas leyendo historias de reyes en Wikipedia. Mi amigo J. B. es de engancharse a las cosas. Yo le he visto tragarse tardes de domingo jugando al Saboteur sin soltar las cartas ni para ir al baño. Ahora se ha acabado todas las temporadas de Isabel y Carlos y le ha dado por la aristocracia. Con su memoria de notario, lo recuerda todo como si lo hubiese vivido, y aunque no es de presumir, si uno le tira de la lengua, recita todos los reyes y reinas de España de corrido, como quien canta la tabla del ocho. A J.B. la memoria le ha ayudado a ganar tres oposiciones, aunque él dice que no ha sido lo más importante, que la clave es intentarlo tantas veces como uno pueda. Cuenta que todo el mundo se asombra de sus aprobados, pero que nadie le pregunta cuántas ha suspendido.
Le conocí un lunes de noviembre en una clase para hacer deporte a las afueras de Bruselas. Llegué nervioso, después de un viaje de cuarenta minutos en metro, con la fantasía de encontrarme un gimnasio a rebosar de flamencos rubios, de esos que quitan el hipo. Una hora más tarde salí sin rastro de mis flamencos, pero con un bibliotecario de Villaverde con nombre de whisky -JB- y apellidos de suavizante -Blanco Delicado-. Tímido, más bien callado, con perfil iraní, que hasta lo paran en los aeropuertos, y acento castizo, pronto se convirtió en mi escudero en las verbenas belgas, que allí les llaman soirées.
A J.B. nadie le ha pagado un máster que le haya abierto las puertas de ningún despacho. Lo suyo ha sido a golpe de beca y luz de flexo. En su casa no estaban para alegrías, y se puso a hacer horas en el aula de informática de la Carlos III para pagarse sus gastos. Con su filosofía del paso a paso, primero se hizo con la diplomatura y luego la licenciatura, y lo mismo con las oposiciones; del grupo más sencillo al más alto, escalando hasta llegar a Bruselas. Dice que así iba sin presión, que siempre tenía trabajo y no era un todo o nada. Tampoco le podían enviar a Inglaterra en verano, pero eso no fue obstáculo, y en la Escuela de Idiomas se enamoró del francés y el italiano, y se peleó con el inglés, con el que sigue sin reconciliarse, y luego vino el alemán, y hasta nos felicita el cumpleaños en portugués. Sin embargo, el que le gusta a rabiar es el español y en Bruselas ha creado en torno a él todo un lobby de extranjeros fanáticos del castellano, y con el Brexit anda loco pensando que es el momento de dar el golpe.
Cuando su madre le visita en Bruselas, J.B. invita a comer a los amigos del trabajo, y la señora se ve rodeada de eurofuncionarios de todas las nacionalidades, polacos, rumanos, eslovenos, griegos… Cada cual pidiendo un poquito más de cocido en español, con su acento y sus vocales, y ella en el medio, asombrada con esa gente de tantas capacidades, y diciéndole a todo el mundo que Bélgica la encuentra más bien sosa, pero que no le disgusta del todo, aunque ella lo tiene claro: de Madrid al cielo, y con un agujero para mirarla.
J.B. y yo nos hicimos amigos caminando, con bufanda y las manos en los bolsillos, subiendo por la Avenue Louise, bajando a la Place Flagey, y entrando y saliendo de los bares de la Rue du Marché au Charbon, donde cada vez pasábamos más tiempo, y encontrábamos mejores motivos para quedarnos. Yo le contaba que no sabía qué pintaba en aquel país, y él me decía que se alegraba de haber escapado de Villaverde. Solíamos quedar los viernes en las escaleras de la Bourse para cenar en La Fin de Siècle, y luego al Fontainas. A él las noches le traían amores confortables, porque siempre le han gustado más bien señores, de esos que bajan a comprar pan fresco y te despiden con un zumo de naranja, mientras yo me despertaba en el piso de algún Erasmus, aliviando mi resaca con yogures caducados y baños compartidos. El domingo nos contábamos la crónica en el salón de su casa, al lado de una tortilla en invierno o de un gazpacho cargado de vinagre en verano.
Desde que me he vuelto a Galicia ha bajado unas cuantas tallas porque no tiene quien le empuje a probar restaurantes nuevos o que le insista en tomarse una última, esperando a que den las cinco para volver a casa en metro. Ahora se cuida y se ha apuntado a spinning, y body pump, aunque cada noche se premia con una onza de chocolate negro, la pone debajo de la lengua y deja que se disuelve mientras se va sumergiendo en las penas de Juana, la Loca y las perrerías de Felipe, el Hermoso. Y por buena que esté, sólo se permite una onza, que J.B. otra cosa no tendrá, pero voluntad le sobra.
Mi amigo no es de protagonismos, y tampoco le va ponerse sentimental, pero sabe elegir los momentos para estar, y hace unas semanas me dio una sorpresa de las que se recuerdan. Aunque los trenes no coincidían y hubo algún susto por el camino se las arregló para venir a Galicia a celebrar mis cuarenta. Hace seis años que regresé de Bélgica, y él cumple diez allí. Como con Bruselas, con J.B. tengo la sensación de haber descubierto un lugar inesperado, uno de esos lugares a los que cuesta tiempo llegar, sin las luces de los espacios comerciales, ocultos a la primera vista, pero que al entrar y descubrir lo que guardan dentro, uno se asombra, sonríe y siente ganas de quedarse.







