El acento de Gabriela

lagrimas
Man Ray Glass Tears 1932 Collection Elton John

A Gabriela la mudanza le ha regalado un año. Mientras arreglan la convalidación de su bachillerato, la universidad tendrá que esperar. El tiempo le vendrá bien porque aún no tiene claro si estudiar teatro o matemáticas. Yo le digo que quizá los números tengan mejor salida, y ella se coloca las gafas en el centro de la nariz y me mira, esperando que le aporte alguna prueba. Por ahora, Gabriela busca actividades para rellenar sus días y conocer gente. Me dice que tampoco en Caracas era muy sociable, pero echa en falta a Carolina y María Alejandra, su primera y segunda mejor amiga, por ese orden.

Sus padres le han aconsejado que prepare el Proficiency, el certificado más alto de inglés que expide la Universidad de Cambridge. La idea no le ilusiona porque, para Gabriela, hablar inglés ha sido siempre algo natural. Desde pequeña, sus padres la enviaban en verano a Durango, un pueblicito en Texas, donde su tío Nelson trabaja como veterinario. ‘A quien me pida el certificado, podría enseñarle mis fotos en el lago Wichita’, me dice riéndose, y luego me cuenta que Nelson la llevó este año al Old Farm, un restaurante con un solo plato en la carta: el Just feed me (Aliméntame). ‘Una hamburguesa como una rueda de camión’, recuerda. Sin embargo, su madre no la deja en paz e insiste en que los títulos cuentan y que se prepare para empapelar su habitación con un montón de diplomas porque las cosas en España no le resultarán tan fáciles. Ella no sabe a qué se refiere con ‘tan fáciles’ porque, si en Venezuela hubiese sido sencillo, se podrían haber ahorrado el viaje y también toda la ropa de abrigo que le han comprado.

Gabriela lleva tres meses en Santa Cruz, en una urbanización a las afueras de Coruña, y, por ahora, su parte favorita de la vida en Galicia es coger el autobús y regresar a casa sola. Además, ha encontrado una escuela de teatro musical y están ensayando Los Miserables. A ella le gustan los musicales porque la gente llora y espera que le dejen hacer el papel de Fantine, aunque otra chica también tiene opciones. El otro día, Gabriela me preguntó si conocía algún sitio donde quiten acentos. No le gusta que la gente sepa de donde viene. Además, le preocupa que pueda perjudicar su carrera. ‘No quiero que me encasillen como latina’, me dice. Alguien le ha contado que, cuando llegan a Londres, los indios se apuntan a un centro para neutralizar su acento ya que así tienen más posibilidades de que les contraten en call centers; al parecer, los clientes se sienten mejor atendidos si creen que hablan con alguien de su país.

Yo le cuento que fui a una escuela de lenguas donde cada alumno tenía un acento distinto. Era un edificio destartalado, con una moqueta llena de quemaduras de cigarrillos y una máquina de vending con el cristal astillado, pero también era un lugar alucinante donde conocí a gente de países maravillosos. Sobre la ventanilla de secretaría, un cartel decía: ‘Nunca te rías de alguien con un acento. Querrá decir que habla una lengua más que tú’. Gabriela menea la cabeza, convencida de que esa frase no vale para españoles y latinos. Yo le digo que su acento me hace pensar en cosas agradables y me mira como si lo dijese sólo para hacerla sentir bien. Entonces, le pregunto que le parece el de Coruña y me confiesa que la gente suena tan triste que le dan ganas de abrazarlos. Le advierto de que, si quiere ser una buena actriz, deberá preocuparse más de aprender acentos que de eliminarlos. Entonces, se vuelve a colocar bien las gafas, ganando algo de tiempo, y me responde que quizá le valdría con aprender a apagarlo de vez en cuando, y no quitárselo para siempre. Luego se cansa de mi conversación y se enrolla una bufanda como si fuese una momia, asegurándose bien de que el viento no pueda colarse por ningún hueco. Al verme sonreír, me dice que su abuela le habla mucho del invierno gallego y me pregunta si tengo alguna idea de cuándo llegará.

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