
Si ciertos viajes nos graban imágenes inolvidables, nuestro grand tour por Italia nos dejó un olor que nos acompañará para siempre: el de un coche con cinco veinteañeros de talla hermosa, apretados como espárragos en bote, con el maletero a rebosar de conservas y bien macerados tras quince días de carretera en plena canícula de agosto. Amigos de la facultad, comenzábamos a trabajar y aquellos sueldos magros nos permitieron una aventura de sol, ruinas y camping gas, un viaje alejado de refinamientos, pero con la magia de las primeras veces, que nos descubrió un país maravilloso al que no hemos dejado de regresar y que, por uno de mis habituales despistes, comenzó a trompicones.
Habíamos reservado un coche de alquiler en la oficina del aeropuerto y yo era el responsable del traslado desde Santiago. Despertamos con un humor excelente, sobreexcitados ante la perspectiva de dos semanas de vacaciones en el extranjero, sin embargo, mi Ford Fiesta no aparecía por ningún lado y pronto cundió el pánico. Por más que recorría la acera de arriba a abajo rascándome la coronilla, no lograba recordar donde había aparcado. El resto comenzaba a impacientarse. A punto de tirar la toalla, alguien telefoneó al depósito de la grúa y voilà. Al momento, me exiliaron al asiento de atrás, puesto que no abandoné en todo el viaje.
El retraso se compensó con una noticia que nos salvó. Los vehículos de la gama reservada se habían agotado y, por el mismo precio, nos entregaron un Peugeot 406, considerablemente más espacioso. No quiero imaginar qué habría ocurrido de haber tenido que embutirnos los cinco en el Megane contratado. Resuelto el alquiler, sólo faltaba que alguien compusiese un puzzle imposible: cerrar el maletero con cinco mochilas, dos tiendas de campaña, el hornillo, los sacos y el resto de bártulos del camping. Nadie sabe cómo, pero Nacho Viñas encontró la solución. Cada objeto ocupaba su lugar y, como un director de obra, supervisaba todas las mañanas que el rompecabezas encajase. Los cinco recibíamos el click del maletero con un suspiro de alivio.
La primera noche en una pensión de Lleida nos sirvió para poner las cartas boca a arriba y dejar claro el nivel de ronquidos que cada uno aportaba al viaje, lo que provocó un cierto revuelo por la organización de las tiendas. Afortunadamente, teníamos dos comodines perfectos para repartir a los trombones de la orquesta. Por un lado, Xurxo, que podía ocupar cualquier tienda ya que no dormiría de ninguna manera y, exactamente por el motivo contrario, Nacho Viñas, capaz de sestear a pierna suelta mientras el Camp Nou celebra una Champion. No era extraño que, cenando a oscuras en el camping, la voz de Viñas desapareciese de la conversación y, al enfocarlo con la linterna, lo encontrásemos frito, reclinado sobre la rueda del coche.
Tras cruzar las prohibitivas autopistas de la Costa Azul, entramos en Italia a través de las carreteras de Liguria, asombrados antes las mansiones que se asomaban al Tirreno, ocultas entre pinares, lujosas villas en las que uno tenía la impresión de que saldría Sophia Laurent al balcón a saludarnos. Acampados cerca de Genova, visitamos pueblos por encima de nuestras posibilidades, como el lujoso Portofino, donde apenas pudimos permitirnos el ticket del aparcamiento por miedo a descuadrar el presupuesto.
A medida que consumíamos kilómetros se iban asentando las reglas del viaje. La primera prohibición inquebrantable: dormirse en el coche. Todos debíamos dar conversación al conductor. Aunque a nadie le faltaba talento para esa tarea, las noches cortas, el descanso frágil en la tienda de campaña, las resacas y el calor asfixiante hacían irresistible el cabeceo. Sin embargo, en veinte días, no conocimos el silencio y no gracias a los espressos dobles, sino a Xurxo. Si alguien cerraba los ojos, le espabilaba al momento con un codazo directo en las costillas.
La pasión por la cultura fue el segundo calvario. Pronto se establecieron dos bandos y un arbitro intermedio. Xurxo y Manolo, insaciables devoradores de ruinas y, frente a ellos, Eliseu y yo, más interesados en el turismo de terraza y sombra, en la caza de pizzerías con ofertas o en localizar playas donde zambullirse al acabar el día. En algún punto intermedio se situaba Nacho Viñas, quien, aunque moderado en casi todo, se mostraba misteriosamente atraído por el interior de las iglesias, asomándose a toda cuanta capilla aparecía en el camino, sin que consiguiésemos adivinar qué era exactamente lo que buscaba.
Atrás quedaron Genova, Florencia, Pisa, Siena, San Gimmiliano y quién sabe cuantos pueblos imprescindibles más de la Toscana y, al final, el atracón de monumentos me tumbó. El segundo día en Roma, supliqué que se me permitiese quedar una tarde en el camping a echar una siesta, ante la mirada atónita de Xurxo y Manolo, que veían incomprensible que su plan de termas y catacumbas no me volviese loco. Rendido, me desplomé en una hamaca de la piscina, hasta que el socorrista me despertó cinco horas más tarde.
Con más elegancia solía zafarse Eliseu de museos y palacios. Sin ruborizarse, aseguraba que lamentablemente su cerebro no estaba preparado para absorber tantos estímulos artísticos de golpe y que, cuando observaba un solo cuadro, extraía tal cantidad de datos que se saturaba al momento. A veces he intentado copiar esa respuesta, pero no resulto creíble. Supongo que me falta la prestancia que a Eliseu le da el haber crecido en las aulas de un conservatorio.
El menú de la cena se convirtió en otra de las reglas inamovibles del viaje. La necesidad de economizar no debía empañar el espíritu de la expedición, así que cada noche cocinábamos una especialidad italiana, que siempre era pasta del súper con salsa de bote. Por las mañanas, tocaba pan de molde con Nutella, raciones medidas para mantenernos a raya a los glotones. Tras el almuerzo, la hora de recoger. Con la práctica llegamos a batir récords desmontando el campamento, dejando solo a Eliseu, abrazado a la colchoneta sobre la que dormía para desinflarla, mientras el resto le animábamos desde el coche tocando el claxo.
A mitad del viaje, los del sector recreativo ganamos una batalla decisiva a la facción monumentos, convenciéndolos para regalarnos un par de días ‘libres de cultura’ en Ancona, con la excusa de visitar a una amiga-Erasmus de Eliseu y sin más plan que cerrar las guías y encontrar alguna playa de arena, en lugar de esas incómodas calas de piedra, tan monas para las fotos. Tumbados en las toallas, descubrimos que la depilación masculina había llegado para quedarse y nos consolábamos, mintiéndonos unos a otros, diciendo que debíamos resultar tremendamente exóticos entre tanto pecho desplumado.
El Baila Morena de Zucchero sonaba en todos los chiriguitos y, disfrutando de Morettis en lata, nos aprendimos ‘Sotto questa luna piena‘ para presumir de italiano e integrarnos en los bares. Finalmente, la Erasmus apareció acompañada de otra amiga, atractiva, encantadora y aparentemente inofensiva, hasta que se reveló como una hooligan bravissima de Berlusconi, sin imaginarse el incendio que estaba a punto de provocar, ya que si algo nos subía la bilirrubina por aquel entonces, era una buena gresca política.
Con las pilas cargadas y la espalda roja, llegamos a una Venecia desbordada de turistas, donde celebramos la fortuna de encontrar sitio en un camping sin haber reservado. La alegría nos duró hasta las cuatro de la mañana, cuando con el corazón en la boca nos despertó el ruido ensordecedor de motores, descubriendo que estábamos bajo la ruta de despegue del Marco Polo, uno de los aeropuertos con más tráfico de Italia. Por si el castigo no bastase, una tormenta de verano nos obligó a pedir asilo en una caravana vecina. Dos días más tarde, acribillados por los mosquitos, abandonamos Venecia, prometiendo no volver a poner una pie allí hasta poder pagarnos un hotel.
Agotados de ciudades evitamos Milán y nos dirigimos al norte, en busca de la calma y el aire limpio de las Alpes. A orillas del Lago Maggiore y el de Garda, con la vista de las montañas de Suiza al otro lado, encontramos uno de esos campings donde las caravanas llevan años apoltronadas, con jardines recargados, repletos de macetas y enanos de porcelana, casetas de perro y cocinas exteriores forradas en madera, un campamento de lombardos pálidos y silenciosos, que parecían llevar generaciones veraneando en el mismo lugar y nos miraban como intrusos.
Con las aguas heladas de los lagos en la retina regresamos a Galicia. Han pasado dieciséis años desde entonces y, a esos cinco amigos, la vida nos ha alejado y acercado en ciclos imprevisibles, sin embargo, aquel grand tour sigue siendo uno de esos recuerdos que afloran en los reencuentros, parte del repertorio nostálgico que todo grupo maneja, con anécdotas repetidas, exageradas o idealizadas, pero dejando un buen sabor de boca, el de haber hecho juntos un viaje especial, una aventura que todavía hoy nos hace sonreír cuando la contamos.
Magnífica crónica! Parabéns! 🙂
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