
Johan es una de las pocas personas ricas que conozco. Quizá la única. Su familia acumuló una pequeña fortuna tras varias generaciones de negocios inmobiliarios en Amberes. Su padre ha intentado por todos los medios que mi amigo, su único hijo, abandonase su puesto de investigador y se hiciese cargo de las empresas, como le tocó a él en su momento. La última vez que le vi, seguía resistiéndose.
Recuerdo una desapacible tarde de invierno, refugiándonos de la lluvia en el Moeder Lambic. Johan tuvo que irse precipitadamente porque el Fiat de Halim la había dejado tirada de camino a casa. Me quedé con sus amigos y Johan se convirtió en el tema de conversación. Aquel grupo se conocía desde la primaria y me revelaron decenas de anécdotas en las que le retrataban como una especie de niño prodigio. Entre cervezas y tablas de queso me confesaron que siempre habían dado por hecho que Johan se convertiría en una de esas personas que hacen cosas excepcionales, como descubrir una vacuna o encontrar la manera de evitar una guerra. Desde niño, a Johan le fascinaron los mapas y acabó volcando su talento en conseguir que los viajes acabasen bien. Por entonces, trabajaba en un proyecto del Instituto Geográfico de Bélgica y la UE para mejorar las técnicas de geoposicionamiento de buques mercantes que surcan el Atlántico. A mí siempre me ha asombrado que la orientación sea su campo. Las pocas veces que salimos juntos en bici jamás fue capaz de encontrar el camino a la primera.
Johan no hablaba demasiado de su familia. Sus padres se separaron cuando él tenía quince años. Su madre se había enamorado de un compañero de trabajo, un abogado canadiense con el que terminó mudándose a Montreal. Cada dos meses, Johan recibía un paquete postal cargado de botes de jarabe de arce y no parece que la relación entre ellos fuese mucho más estrecha. Todo el espacio que su madre había dejado parecía haber sido ocupado por la figura de su padre, siempre ausente físicamente, pero que lo llenaba todo con una presencia pesada y tensa.
Por aquel entonces, Halim y él me propusieron ver la Perseidas en el Volkssterrenwacht Mira, un observatorio astronómico en Flandes. Nos pasamos la noche en la azotea y cada vez que alguien gritaba ‘ahí, ahí’ girábamos rápidamente el cuello, pero siempre llegábamos tarde. Recuerdo que resultó agotador, todo el tiempo concentrado en el cielo, con un deseo en la punta de la lengua, listo para formularlo a tiempo si aparecía una de las escurridizas estrellas fugaces. Hacia las cuatro de la mañana nos retiramos. Johan propuso dormir en un apartamento vacío que su padre tenía en Greenbergen. Me llamó la atención aquel lujoso ático y entendí rápidamente por la mirada de Halim que no debía ser la propiedad más llamativa de la familia. Johan notó mi interés, pero cortó mis preguntas de una manera brusca.
Días más tarde, Halim me recordó la situación, pidiéndome que disculpase a su marido. Me habló de las empresas que poseía su familia y la determinación de Johan de mantenerse alejado de ese patrimonio. Al parecer, su padre llevaba años padeciendo problemas cardiacos y el médico le había aconsejado que se olvidase de todas las preocupaciones cuanto antes y redujese los viajes largos, especialmente los vuelos transoceánicos. Empeñado en que Johan se hiciese cargo, su padre usaba el diagnóstico del médico para presionarle, haciéndole ver que la única razón por la que continuaba trabajando era porque nadie podía ocupar su lugar. Aquel chantaje enfrentaba a Johan a un dilema macabro, obligándole a elegir entre ser fiel a su proyecto de vida o dejar que su padre continuase arriesgando su salud.
Me desconcertaba que la posibilidad de tener dinero pudiese convertirse en un problema amargo. Supongo que todos tenemos proyectos con los que fantaseamos, quizá abrir un hotel cerca de alguna montaña, fundar un festival de cine o recorrer el mundo en tren y publicar tus propios libros de viajes, ideas de las que normalmente nos separaba la falta de recursos para hacerlas realidad. Me intrigaba que Johan, una de las personas con más talento y formación que conocía, no entendiese su herencia como una oportunidad, como una herramienta para poner en marcha algo que mejorase las cosas, no solamente su vida, sino el mundo o quizá las vidas de otros.
Sabía que el tema no le agradaría, sin embargo, un sábado tras correr por el parque de Laeken, me atreví a compartir con él mis pensamientos. Al principio me miró con aspereza, advirtiéndome de que entraba en un terreno que ignoraba y no me incumbía. ‘Ese dinero lo ha ganado mi padre, no es mío’, me cortó con un tono seco, sentándose en un banco. ‘Aceptarlo conlleva aceptar la responsabilidad de cuidar de él y eso implica tiempo. Ni te imaginas cuánto. Mi padre no tiene derecho a disponer de mi tiempo’, añadió. Fue todo lo que obtuve por respuesta. Al momento, sonó un claxo y vimos a Halim y Fleur saludándonos desde el Fiat.
Ignoro que habrá pasado con la fortuna de Johan, si habrá resistido o habrá sucumbido a la presión de su padre, quizá haya podido más el deseo de evitar que siguiese arriesgando su vida o tal vez ese geógrafo extraordinario haya conseguido abrir una vía intermedia, un camino capaz de esquivar el dilema. Tras mi regreso a España, perdimos contacto, apenas nos intercambios felicitaciones por el cumpleaños. Sin embargo, me gusta imaginarlo desayunando en el Monk y sentado en las sillas del Belga Café frente a los estanques, comiendo sus frits con salsa Brazil, cuidando del mapa de su vida, vigilando sus fronteras, libre para decidir a quién entregar los más valioso que tenemos: el tiempo.





