El mapa de Johan (2/2)

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Johan es una de las pocas personas ricas que conozco. Quizá la única. Su familia acumuló una pequeña fortuna tras varias generaciones de negocios inmobiliarios en Amberes. Su padre ha intentado por todos los medios que mi amigo, su único hijo, abandonase su puesto de investigador y se hiciese cargo de las empresas, como le tocó a él en su momento. La última vez que le vi, seguía resistiéndose.

Recuerdo una desapacible tarde de invierno, refugiándonos de la lluvia en el Moeder Lambic. Johan tuvo que irse precipitadamente porque el Fiat de Halim la había dejado tirada de camino a casa. Me quedé con sus amigos y Johan se convirtió en el tema de conversación. Aquel grupo se conocía desde la primaria y me revelaron decenas de anécdotas en las que le retrataban como una especie de niño prodigio. Entre cervezas y tablas de queso me confesaron que siempre habían dado por hecho que Johan se convertiría en una de esas personas que hacen cosas excepcionales, como descubrir una vacuna o encontrar la manera de evitar una guerra. Desde niño, a Johan le fascinaron los mapas y acabó volcando su talento en conseguir que los viajes acabasen bien. Por entonces, trabajaba en un proyecto del Instituto Geográfico de Bélgica y la UE para mejorar las técnicas de geoposicionamiento de buques mercantes que surcan el Atlántico. A mí siempre me ha asombrado que la orientación sea su campo. Las pocas veces que salimos juntos en bici jamás fue capaz de encontrar el camino a la primera.

Johan no hablaba demasiado de su familia. Sus padres se separaron cuando él tenía quince años. Su madre se había enamorado de un compañero de trabajo, un abogado canadiense con el que terminó mudándose a Montreal. Cada dos meses, Johan recibía un paquete postal cargado de botes de jarabe de arce y no parece que la relación entre ellos fuese mucho más estrecha. Todo el espacio que su madre había dejado parecía haber sido ocupado por la figura de su padre, siempre ausente físicamente, pero que lo llenaba todo con una presencia pesada y tensa.

Por aquel entonces, Halim y él me propusieron ver la Perseidas en el Volkssterrenwacht Mira, un observatorio astronómico en Flandes. Nos pasamos la noche en la azotea y cada vez que alguien gritaba ‘ahí, ahí’ girábamos rápidamente el cuello, pero siempre llegábamos tarde. Recuerdo que resultó agotador, todo el tiempo concentrado en el cielo, con un deseo en la punta de la lengua, listo para formularlo a tiempo si aparecía una de las escurridizas estrellas fugaces. Hacia las cuatro de la mañana nos retiramos. Johan propuso dormir en un apartamento vacío que su padre tenía en Greenbergen. Me llamó la atención aquel lujoso ático y entendí rápidamente por la mirada de Halim que no debía ser la propiedad más llamativa de la familia. Johan notó mi interés, pero cortó mis preguntas de una manera brusca.

Días más tarde, Halim me recordó la situación, pidiéndome que disculpase a su marido. Me habló de las empresas que poseía su familia y la determinación de Johan de mantenerse alejado de ese patrimonio. Al parecer, su padre llevaba años padeciendo problemas cardiacos y el médico le había aconsejado que se olvidase de todas las preocupaciones cuanto antes y redujese los viajes largos, especialmente los vuelos transoceánicos. Empeñado en que Johan se hiciese cargo, su padre usaba el diagnóstico del médico para presionarle, haciéndole ver que la única razón por la que continuaba trabajando era porque nadie podía ocupar su lugar. Aquel chantaje enfrentaba a Johan a un dilema macabro, obligándole a elegir entre ser fiel a su proyecto de vida o dejar que su padre continuase arriesgando su salud.

Me desconcertaba que la posibilidad de tener dinero pudiese convertirse en un problema amargo. Supongo que todos tenemos proyectos con los que fantaseamos, quizá abrir un hotel cerca de alguna montaña, fundar un festival de cine o recorrer el mundo en tren y publicar tus propios libros de viajes, ideas de las que normalmente nos separaba la falta de recursos para hacerlas realidad. Me intrigaba que Johan, una de las personas con más talento y formación que conocía, no entendiese su herencia como una oportunidad, como una herramienta para poner en marcha algo que mejorase las cosas, no solamente su vida, sino el mundo o quizá las vidas de otros.

Sabía que el tema no le agradaría, sin embargo, un sábado tras correr por el parque de Laeken, me atreví a compartir con él mis pensamientos. Al principio me miró con aspereza, advirtiéndome de que entraba en un terreno que ignoraba y no me incumbía. ‘Ese dinero lo ha ganado mi padre, no es mío’, me cortó con un tono seco, sentándose en un banco. ‘Aceptarlo conlleva aceptar la responsabilidad de cuidar de él y eso implica tiempo. Ni te imaginas cuánto. Mi padre no tiene derecho a disponer de mi tiempo’, añadió. Fue todo lo que obtuve por respuesta. Al momento, sonó un claxo y vimos a Halim y Fleur saludándonos desde el Fiat.

Ignoro que habrá pasado con la fortuna de Johan, si habrá resistido o habrá sucumbido a la presión de su padre, quizá haya podido más el deseo de evitar que siguiese arriesgando su vida o tal vez ese geógrafo extraordinario haya conseguido abrir una vía intermedia, un camino capaz de esquivar el dilema. Tras mi regreso a España, perdimos contacto, apenas nos intercambios felicitaciones por el cumpleaños. Sin embargo, me gusta imaginarlo desayunando en el Monk y sentado en las sillas del Belga Café frente a los estanques, comiendo sus frits con salsa Brazil, cuidando del mapa de su vida, vigilando sus fronteras, libre para decidir a quién entregar los más valioso que tenemos: el tiempo.

El mapa de Johan (2/2)

El mapa de Johan (1/2)

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La gente cree que Bruselas se divide en flamencos y francófonos, pero existe una frontera más profunda: los partidarios de las frits de Flagey y los de la Place Jordan. Por supuesto, la diferencia es inapreciable para cualquiera que no haya nacido en esa ciudad, sin embargo, es lo único por lo que los pacíficos belgas podrían llegar a las manos. A mi amigo Johan le volvían loco las de Flagey y a menudo se escapaba del trabajo a comprar un ración con salsa Brazil. Yo jugaba a parecer un hooligang de la Place Jordan, aunque sólo por el placer de escucharle usar veinte adjetivos distintos para describir una patata.

Cuando nos conocimos, Johan era uno de los investigadores más jóvenes del Instituto Belga de Geografía, ubicado en un antiguo monasterio en La Cambre, rodeado de sauces que se desploman sobre los estanques de Flagey, aguas marrones donde se ven sombras escurridizas de carpas grandes como barras de pan. Nos hicimos amigos haciendo un tándem de español-flamenco, cuando yo albergaba alguna esperanza de hablar ese idioma enrevesado y él me dejaba callado preguntándome cosas como por qué en español no se pueden usar dos preposiciones seguidas.

Johan solía ir a trabajar con la ropa de correr y, hacia la una del mediodía, se calzaba las zapatillas y daba diez vueltas a los estanques. Siempre le había entusiasmado el deporte, aunque cuando nació su hija Fleur subió un par de tallas y empezó a tener ese cuerpo ancho de persona mayor del que ya no se desprendió. Tras completar el entrenamiento, compraba un paquete de frits y se las zampaba en una de las sillas metálicas de la terraza del Belga Cafe, con una creek helada los viernes y un Bionade el resto de los días de la semana. Luego se duchaba en el vestuario de los guardias de seguridad del instituto y seguía con el trabajo.  Nadie controlaba su hora de llegada ni de salida, pero él cumplía a rajatabla. Como buen flamenco, nunca necesitó que le recordasen dos veces sus responsabilidades.

La libertad que le daba su puesto le permitía levantarse pasadas las ocho y leer con detenimiento el De Morgen mientras desayunaba en el Monk. Le recuerdo muy preocupado con el ascenso del Vlaams Belang, que gobernaba en la pequeña ciudad donde vivían sus padres. Johan estaba casado con Halim, de madre etíope y padre flamenco, a la que conoció en un viaje en tren a La Haya. Quizá sea la única persona que ha seducido a alguien hablando sobre los viajes de Alexander Humboldt. Una de la últimas veces que nos vimos, mi amigo me contó como la xenofobia seguía aumentando en Flandes. Durante un fin de semana visitando a sus padres, un mocoso con menos de veinte años había insultado a Halim en la cola de un Del Haize. Johan perdió los nervios y los empleados del supermercado llamaron a la policía. Tras anotar el nombre de aquel muchacho, le dejaron largarse.  Johan me contó como le hervía la sangre cuando el agente se llevó al chico a una esquina y les vio reírse juntos. Ni siquiera tuvo que disculparse.

Halim trabajaba entonces como enfermera especializada en hemodiálisis en el UMC Sint-Pieter. Un anárquico sistema de guardias les exigía organizarse para llevar y recoger a Fleur de una pequeña guardería cerca de Sint-Katelijne y quedarse con ella por las tardes. Con Johan, cuadrar las agendas nunca fue un problema. Quizá por su obsesión con medirlo todo, siempre supo encontrar tiempo. Le recuerdo una vez preguntándome cuántas veces estornudaba a la semana de media. Le inquietaba la posibilidad de estar desarrollando alguna alergia y buscaba una referencia estadística. Esa concepción matemática de la vida le permitía cuantificar de manera casi intuitiva el valor de las cosas, cifrándolo en horas y minutos de su tiempo, una capacidad natural que le ayudaba a gestionarse a sí mismo como un territorio bien administrado, con sentido de la escala y la proporción, confiriendo a cada una de sus regiones la dimensión adecuado en función de sus prioridades vitales, configurando un equilibrio entre Halim y Fleur, sus proyectos en el instituto, el estudio o el deporte, un mapa delineado al detalle que hasta le permitía reservar una tarde a la semana para beber cerveza con los amigos en el Moeder Lambic o ver alguna película en la Cinematek.

Sé que la vida de mi amigo suena confortable, sin embargo, podría serlo mucho más. En realidad, podría dedicarse simplemente a tostar su espalda blanca al sol en alguna cala de Calabria, donde por aquellos años Fleur, Halim y él pasaban una semana de vacaciones cada mes de septiembre.  Si quisiese, Johan podría hacer eso y lo que le apeteciese porque mi amigo no necesitaba un sueldo para vivir.

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El mapa de Johan (1/2)

Amigos WhatsApp

whatsapp

Un mal día, la empresa traslada a uno de nuestros mejores amigos al otro lado del país. Celebramos su fiesta de despedida y nos prometemos estar en contacto. En seguida, extrañamos esos planes que antes hacíamos y el tiempo que pasábamos juntos. Sin embargo, ya nadie se va del todo; siempre se queda en el Whatsapp. El intercambio de mensajes, fotos, vídeos, audios es intenso. Seguimos su nueva vida, el piso alquilado, los amigos que conoce, su jefe, el nuevo gimnasio. Nuestro móvil se ha convertido en una ventana que supera cualquier distancia. Pese a estar alejados, podríamos suponer, sin miedo a equivocarnos, qué hace nuestro amigo cada día de la semana. ¿No es esto lo maravilloso de la tecnología?

El último Salvados exploraba las consecuencias de la adicción a los móviles. En el programa, Jordi Évole entrevistaba al fallecido sociólogo Zygmunt Bauman, quien decía que no éramos conscientes del diablo que habíamos metido en el bolsillo. En una entrevista anterior en el suplemento Babelia de El País, Bauman aseguraba que las redes sociales son una trampa, refiriéndose, en esa ocasión, al activismo de click.  Explicaba que, antes de la llegada de Facebook, cuando veíamos algo que nos indignaba, la energía que generaba nuestro malestar nos movía a la acción, nos hacía salir a la calle, afiliarnos a alguna organización o participar en una protesta. En el mundo-Zuckerberg, nuestra respuesta es el click, el like o una declaración de solidaridad en el estado de nuestro muro. Ese gesto virtual reestablece el equilibrio en nuestra conciencia y nos permite seguir con nuestra vida sin que se empañe demasiado la imagen que tenemos de nosotros mismos. Sentimos que hemos hecho algo y ese algo-digital anula, en buena parte de los casos, cualquier posibilidad de acción en el mundo real. Las redes sociales se convierten, por lo tanto, en la trampa a la que alude Bauman, en un pararrayos, en un desagüe por el que se desvanece la energía que podría movilizarnos. Siguiendo este mismo razonamiento, ¿y si Whatsapp fuese también una trampa para las amistades a distancia?

Volvamos a la historia de nuestro amigo. Whatsapp minimiza el sentimiento de echar de menos ya que basta meter la mano en el bosillo para contactar con alguien. Sin embargo, esta posibilidad desactiva el impulso de actuar, a menudo apaga la energía que necesitamos para organizar un viaje y encontrarnos cara a cara. Un amigo me recomendó el libro En defensa de la conversación de la profesora Sherry Turkle, una completa investigación acerca de como los smartphones están cambiando la manera de relacionarnos con los demás. A esta psicóloga del MIT le llama la atención el aumento de casos de adolescentes habituados a intercambiar a través de Whatsapp confidencias e información personal con un grado de intimidad alto, pero incapaces de reproducir ese nivel de comunicación en la vida real; el cara a cara cara les bloquea y lo evitan. En su manera de entender las relaciones, creen que determinadas cuestiones no tiene sentido decirlas en persona ya que las consideran emocionalmente demasiado exigentes. El Whatsapp lo facilita todo; ni siquiera la llamada de voz la ven necesaria.

Mi amigo C. vive en Bruselas, nos vemos una o dos veces al año. Cenar con él y tener una larga sobremesa es uno de los momentos más agradables de mis viajes a Bélgica. Siempre he considerado a C. uno de los mejores conversadores que conozco. Cuando vivíamos juntos solíamos tener desayunos interminables, que se prolongaban hasta el mediodía, arreglando el mundo y nuestras vidas entre tazas de té y tostadas de mantequilla salada. Cuidadoso con su vida privada,  C. no usa Facebook, aunque sí Whatsapp. Sin embargo, sus mensajes son infrecuentes y breves, nunca más de dos líneas y jamás una conversación. Su estilo me hace pensar en lo que me decía mi padre de niño: ‘Cuelga ya, Nacho, que el teléfono está para dar un recado’.

Cuando C. y yo nos reencontramos, elegimos un restaurante, pedimos una botella de vino y nos contamos cómo nos ha tratado la vida durante los últimos meses; lo hacemos sin prisa, alejados de móviles, sin esa sensación molesta de que cualquiera de los dos preferiría estar en otro lugar o de que sólo dispones de un parte de la atención de quien te escucha, ocupado en consultar los mensajes que le llegan a través de WhatsApp, Instagram, Facebook, Tinder o cualquier otra de las aplicaciones diseñadas para acaparar nuestro interés. No debería haber nada de especial en esto y, sin embargo, la presencia de estos ingredientes en una conversación lo cambia todo. Supongo que es algo parecido a ir al cine y, en el silencio de la sala, con la luz apagada, la pantalla gigante y sin distracciones, sumergirse por completo en la historia o conformarse con ver una película en la tele de casa, con el portátil sobre las rodillas, el móvil iluminándose en la mesa y alguien hablándonos a gritos desde la cocina.

Como tantos otros amigos, C. y yo nos apreciamos, nos interesa lo que nos ocurre y creemos que las opiniones de ambos nos aportan. Todo eso hace fácil que seamos capaces de disfrutar de algún tiempo juntos sin necesitar saber qué ocurre en otro lugar. La sensación de que lo que cuentas interesa a quien te escucha, de que su atención está completamente contigo lleva a que las conversaciones ganen en calidad, que lo que se comparta sea algo más profundo. Cuando me despido de C., pienso en lo que me gustaría que se mudase a Coruña y poder hablar a menudo, sin embargo, también me parece especial que ocurra un par de veces al año. Aunque fuese capaz de convencerle de que abra un perfil en Facebook o de que use Whatsapp, nada de eso tendría que ver con las conversaciones que tenemos.

Hablar en persona nunca será igual que hacerlo a través de una pantalla porque hablar no es sólo escribir mensajes de texto, por nuevos emoticones que Whatsapp idee. Conversar implica silencios, titubeos, frases que no son redondas, tics, exponernos a una reacción inesperada, enfrentar miradas que se fijan, que brillan o se desvían, imperfecciones, olor, tacto, la piel que se ruboriza o palidece, naturalidad. Una conversación supone un ejercicio de empatía, de sentir que alguien nos escucha y escuchar, de entender y ser entendidos, de apreciar y ser apreciados y esa es una de las experiencias más reconfortantes que podemos vivir. Todos tenemos el recuerdo de salir de un restaurante, montarnos en un taxi para volver casa y disfrutar del poso de bienestar que deja una conversación con amigos.

La promesa de estar siempre en contacto que nos ofrece la tecnología de Whatsapp y las redes sociales encierra un engaño, la ilusión de hacernos creer que una noche chateando hasta la madrugada nos proporciona intimidad, conformándonos con un sucedáneo de conversación que calma las ganas de oírnos, de sentirnos cerca y que nos hace pensar que la frecuencia de los mensajes puede ser suficiente. No tengamos miedo. Echémonos de menos, dejemos que esas ganas de vernos crezcan hasta que nos empujen a comprar un billete y sentarnos cara a cara.

Amigos WhatsApp

Carreteras que hacen daño

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No hagáis experimentos. ¿Cuántas veces lo hemos oído? Sin embargo, ¿no los necesita la ciencia para avanzar? Formulamos hipótesis sobre nosotros, las contrastamos y nos definimos. Experimentar es atreverse a tomar una decisión sin saber qué pasará. Con los años, el miedo nos puede y no damos un paso sin tener claro qué espera en la siguiente casilla. Hemos aprendido a temer la incertidumbre. Sin embargo, hubo un tiempo cuando la vida era un puro laboratorio. Entonces, asumíamos riesgos, poníamos a prueba las certezas más íntimas y, también entonces, como en cualquier experimento que sale mal, nos hacíamos daño.

Ella aparcó un Peugeot 505 cerca de los Escolapios. El chico esperaba fumando, sentado en el bordillo. Pensó que jamás había visto un coche con un color verde moco tan horrible. Todavía no eran las once y un yonki con voz gangosa merodeaba pidiendo monedas. Él recordó una estadística sobre el Sida y el elevado consumo de heroína en aquella localidad de paso entre Galicia y Castilla. Antes de apagarse el motor, reconoció un ritmo flamenco desde la radio y pensó algo así como ‘madre mía’. Entonces, la vio bajar y tuvo la certeza de que era la persona con la que pasaría el verano.

Alta, pelo negro, vaquero blanco, zapatillas de deporte y camisa de cuadros. Todo encajaba y, sin embargo, nada de eso hizo que estuviese seguro. La prueba definitiva fue el bolso de cuero y el cuaderno Oxford de tapa dura. Era una réplica de sus compañeras de facultad. La misma pulcritud de primera de la clase, suavizada con un aire de mercadillo hippie. Casi pudo adivinar su letra redondeada, sus apuntes con tres colores de fluorescente e imaginarla tapándose los ojos ante el tablón de notas, murmurando nerviosa ‘voy a suspender, voy a suspender’, un segundo antes de comprobar su 9,5.  La siguió con la vista cruzando el empedrado, confirmando con la dirección que seguía que estaba en lo cierto.

Todo sucedió despacio; fácil de predecir, casi inevitable. Eran los únicos de prácticas en aquella delegación con mesas metálicas, fotos de paisajes en blanco y negro y gruesos ceniceros de cristal. Cada mañana, el jefe repartía temas a voces desde la puerta de su despacho y cada uno salía a cubrir su pequeña historia. Incendios en campamentos gitanos, desprendimientos de nidos de cigüeñas, reportajes sobre bodegas, tediosos plenos, entrevistas a poetas de barrio… Verano en el sur de Lugo, no se puede decir que fuese un hervidero, sin embargo, siempre había algo que echarse a la boca y masticar con la excitación de los primeros bocados.

Ella había nacido en una aldea a veinte kilómetros de allí, aunque para llegar fuese necesario aventurarse por una estrecha carretera de montaña, con socavones, puentes sin barandillas y ramas de sauces y abedules inundando los carriles, una espiral de asfalto que convertía esa distancia en un viaje de cuarenta minutos. Él llegaba cada día desde Ourense con su Visa destartalado, al que no le funcionaba la aguja de la gasolina y con un motor tan ruidoso que hacía imposible escuchar la radio hasta meter quinta.

Al mediodía, comían en La Polar, una cafetería llena de espejos y sillas de mimbre, con aceitosos platos combinados al alcance de sus becas. Si había algo que celebrar se iban al italiano, la pizzería de paredes rugosas verde-farmacia, cuadros de gondoleros bigotudos y un empalagoso olor a queso derretido. Él se terminaba la tarta de whiskey de los dos y salían a la terraza a tomar café con hielo mientras ella le contaba historias siniestras de alcaldes-dinosaurio que sobrevivían en la zona, blindados por las ayudas de la todopoderosa diputación. Él escuchaba atento, animándola a seguir, imitando el carraspeo aguardentoso de Maligno, que, en realidad, se llamaba Benigno y era su jefe.

A ella le aburrían las prácticas y hacía pocos esfuerzos por disimularlo. Sólo necesitaba los créditos para terminar y poder buscar un trabajo en algún programa cultural, quizá en Radio 3. Él fingía que tampoco le emocionaba aquel periodismo de pueblo, pero en secreto vivía el verano de su vida, deseando que llegase cada mañana para ver su firma en el periódico. Los dos se leían en secreto y los dos se mentían, asegurándose con indiferencia que no habían tenía tiempo de ver el artículo del otro. Luego ella cambiaba de tema y le obligaba a escuchar algo de flamenco, alguna canción en la que él sólo conseguía oír mujeres gritando. Entonces, se burlaba de su obsesión con los Sabinas de turno y del error de exigirle a la música que fuese poesía.

Sentado detrás de ella, la espiaba mientras escribía, silenciosa, rápida, con ojos inquietos de ratón de campo. Sus frases salían limpias, ordenadas, el cursor verde siempre avanzando sobre la pantalla oscura. Una vez terminaba, entregaba la página sin revisarla y su página siempre estaba bien, al menos, suficientemente bien. Su primera versión era su única versión. Luego se despedía de todos despreocupada y bajaba al Molinón, donde esperaba leyendo y bebiendo cañas de Mahou con más espuma que cerveza.

Al chico le irritaba verla salir con prisa, sin entender que no intentase algo mejor. Él era lo contrario. Aporreaba el teclado, consultaba las notas y, distraído, dejaba caer la ceniza del cigarro ensuciando el cuaderno. Redactaba con esfuerzo físico, como quien pasa el cepillo a un tablón para eliminar los nudos hasta dejarlo liso, siempre revisándolo todo, de adelante hacia atrás, cambiando palabras, dudando de cada adjetivo, hasta que Maligno le apremiaba a gritos: ‘Espabila chaval, que lo mejor es enemigo de lo bueno’.  Entonces, imprimía una vez más y, avanzando lentamente hacia el despacho de Maligno con la página en la mano, la leía en voz baja, casi silabeando, manchándose sus dedos con el rotulador rojo, apurando los últimos segundos, como el estudiante que cree que, mientras el timbre no suene, queda tiempo para recordar alguna respuesta.

En agosto ya no se leían a escondidas, se criticaban a la cara y, entre risas, ella le decía que a sus historias le sobraban demasiadas palabras y, como una jardinera despiadada, tachaba adjetivos, adverbios, frases enteras para demostrarle como los textos se volvían ligeros sin que la historia se desdibujase, consiguiendo que el lector resbalase sin esfuerzo del principio al final, deslizándose con suavidad de párrafo a párrafo.

Con el tiempo, las anécdotas de Maligno y las batallitas de los alcaldes se arrinconaban en sus conversaciones y ella le hablaba de su padre, que había muerto hace algunos años, y de un novio mayor que todavía la llamaba para verse. Le enseñó el chiringuito de las piscinas, donde su primo les invitaba a claras, la vista desde la torre a todo el valle, el cine cerrado, que demostraba que realmente había existido un cine, y la cafetería del círculo recreativo, donde los viejos leían el ABC mientras se reservaban La Razón sentándose sobre ella. Él empezó a sentir que quizá esta vez todo podría salir bien o simplemente podría salir, como una historia más entre todas las que empiezan en verano, una historia que le demostrase lo absurdo de sus miedos y como, después de todo, se trataba solo de esperar a la persona.

Una mañana, Maligno les anunció que Calamaro tocaría con Los Rodríguez en Pantón y ofrecía una entrevista. Por primera vez, los dos saltaron de la silla al mismo tiempo. Ninguno cedió y la preparon juntos. Él le hizo las preguntas, ella escribió el perfil y el titular se negoció en un agitado viaje de vuelta. Esa noche bebieron mucho licor café, brindaron y  decidieron que habían acertado y que eso era lo que querían hacer para ganarse la vida, aunque no tuviese nada que ver con esas clases de la facultad, en las que aprendían cosas como a leer un texto con un bolígrafo en la boca.

Septiembre terminaba, las persianas metálicas de los colegios se levantaban de nuevo, el periódico volvía a engordar y sus sobremesas dejaban de saber a café con hielo. La última semana, Maligno organizó una cena en un mesón a las afueras, un lugar con sonido a tragaperras y la cabeza de un jabalí encima de una chimenea. Exaltados por el alcohol, llegó el momento de sincerarse, el jefe se enteró de su mote y lo celebró tanto que pagó dos rondas y le eligió como pareja de futbolín, obligándole a que le llamasen Maligno toda la noche. Borrachos, se despidieron de los demás y, aunque el Peugeot era más grande, el Visa estaba más cerca.

Él se despertó primero. A través de la ventanilla del coche, vio la niebla saliendo del río. Sin moverse por miedo a despertarla, la miró con calma, cada línea, examinándola. Decidió que era hermosa y se sintió triste. Parecía que había pasado un año desde la mañana del aparcamiento, cuando todo era posible. En unos días se verían en Santiago, con un montón de cuadernos Oxford listos para estrenar. Conduciendo de regreso a casa, tuvo el presentimiento de avanzar hacia un lugar equivocado y de que, por dulce y suave que fuese aquella carretera, tarde o temprano no tendría más remedio que parar y encontrar su dirección.

Carreteras que hacen daño

Viajar a Coruña, llegar a París

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Vi sus caras y supe que me había equivocado. Aquellos no eran los pasajeros del tren que llevo cogiendo seis años. Jadeando tras una carrera desde el aparcamiento, pregunté: ‘No va a Coruña, ¿verdad?’. Alguien negó con la cabeza. Al momento, me di la vuelta para salir de allí, pero las puertas se cerraron en mis narices. Mi joder fue tan sonoro que un niño pegó un respingo en su asiento. ‘A Ourense’, susurró el chaval, mientras yo pulsaba como un idiota el botón verde de Apertura.

Pese a mi fama de distraído, esta vez Kurt tuvo la culpa. El temporal con nombre de rottweiller que puso Galicia patas arriba hace una semana había inutilizado varias vías, obligando a cambiar los andenes habituales. Mis prisas hicieron el resto. Así acabé cruzando Galicia en la dirección equivocada, sin sospechar que, pese a todo, me esperaba una tarde sorprendente.

El temporal había convertido aquel viernes en el black Friday de Renfe, crispando a viajeros y trabajadores. Esa misma mañana, había sido testigo de un conato de motín en mi tren de las ocho. Algunos pasajeros, tras cuarenta minutos parados y sin explicación, estuvieron a punto de llegar a las manos con el maquinista. Me asombró comprobar la facilidad con la que personas que esperaban cívicamente, leyendo el periódico, escuchando música o dormitando, se convertían en una turba dispuesta al linchamiento.

La chispa fue una pasajera sentada dos filas más adelante, una mujer que reposaba con los ojos cerrados y esa expresión beatífica del sueño de los trenes, sin que ninguno de nosotros adivinásemos la tormenta que se formaba en su interior. De repente, despertó y sus facciones cambiaron. Se levantó resoplando, avanzando por el pasillo como un miura por la calle Estafeta. Aporreó la cabina del maquinista y, en cuanto lo tuvo delante, empezó a acribillarle con una ráfaga de quejas, reprochándole la desvergüenza de Renfe por mantenerles encerrados sin información. Parecía imposible que hace apenas dos minutos esa misma persona transmitiese la serenidad de una estatua de Santa Teresa. Alarmado por el jaleo, el revisor llegó corriendo en auxilio de su compañero. Aquella furiosa pasajera había desatado una ola de indignación, levantando de sus asientos a viajeros desde la locomotora al vagón de cola.

Entrecortadamente, revisor y maquinista se afanaban por explicar que un árbol había caído sobre la vía y que llevaría media hora retirarlo. El miura les miró fijamente, dudando si creerles o embestirles, resopló y volvió a su asiento. En cuanto cerró los ojos, la mujer recuperó las facciones angelicales. Tras ella, el resto se calmó, sentándose y llamando cada uno a su oficina para excusar un retraso inevitable. Aplacado el levantamiento, una sensación de alivio y cierta ligereza se apoderó de todo el vagón, como si cualquier motivo de preocupación se hubiese disipado y todos estuviesen dispuestos a disfrutar con el mejor ánimo de un tiempo de recreo.

Cuatro personas sentadas cerca de mí, por ejemplo, se enfrascaron en una entretenida charla sobre Polonia y terminaron intercambiando sus correos electrónicos. Uno de ellos, un joven profesor universitario, había disfrutado de una estancia en Varsovia y otra pasajera planeaba ir de viaje en verano. Además, descubrieron que habían compartido un jefe en el pasado, alguien a quien detestaban por igual, lo que les dio pie a todo tipo de recuerdos desternillantes. ‘No está mal empezar la mañana con gente tan maja’, se despidió el profesor al bajarse en Santiago. La gentileza del hombre me hizo sonreír, recordando que hace apenas media hora habría estrangulado a sangre fría al revisor con su bufanda de cuadros escoceses.

Con la imagen del maquinista aterrorizado en mi cabeza, imaginé que no sería el mejor día para pedir comprensión a nadie con uniforme de Renfe. Pese a todo, ensayé mi mirada de cordero degollado y me dispuse a contar mi equivocación al revisor del Santiago-Ourense, confiando en que entendiese que mi billete era para Coruña y no me hiciese pagar uno nuevo. Al verme avanzar hacia él sonrió, con esa seguridad que da saberse el sheriff del tren. ‘Cortesía de Renfe’, me dijo extendiéndome un ticket. Había sido testigo de mi escena y decidió apiadarse. Golpeándome el hombro, me informó de que el tren llegaría a Ourense a las cuatro y el siguiente a Coruña saldría a las seis.

Hundiéndome en el asiento, noté que traía un libro en el bolsillo del anorak. Sonreí al recordar cual era: El pensamiento vivo de Seneca de María Zambrano. Quizá unas lecciones de estoicismo parecían lo adecuado para sobrellevar la tarde. Funcionó. Pese a la adrenalina segregada, un par de páginas me sumergieron en una siesta profunda y babeante. Afortunadamente, el niño asustadizo me despertó a punto de llegar. Aquel on-off me había repuesto el ánimo. Dudé entre llamar a mis padres, que viven en Ourense, o regalarme una comida compensatoria. Eran las cuatro, me sentía hambriento y disponía de una razón para darme un festín. De pronto, la idea de un cocido para sobrellevar los vientos huracanados de Kurt me pareció de lo más razonable.

Saliendo de Renfe me detuve un momento en el kiosko de la estación para preguntar por un restaurante que diese comidas a esas horas. Mientras aguardaba a que me atendiesen, me entretuve revisando novelas a la venta: María Dueñas, Dolores Redondo, Megan Maxwell y horrores peores. Entre ellas, descubrí un librito de poco más de cien páginas:  Un pedigrí de Patrick Modiano. Lo compré. Al fin y al cabo, la inesperada amabilidad del revisor, la siesta reparadora y la suculenta imagen de un cocido maridaban mal con el estoicismo de Séneca.

No servían cocido los viernes, pero Elvira -dueña, camarera y cocinera del Marín- me ofreció un sabroso guiso de rape. Afuera diluviaba. Tenía todo el comedor para mí y dos horas por delante. Patrick Modiano y su fabulosa biografía, llena de astutos malhechores y nobles prostitutas en el París de la Ocupación, resultó una compañía inmejorable. El colofón llegaría con el postre. Elvira apareció con un esponjosa tarta de queso al horno que me hizo pensar que había cogido un tren equivocado para llegar al destino correcto. Solo en aquel comedor de madera y manteles blancos, con la televisión en silencio y Kurt aullando fuera, pensé que las seis de la tarde sería quizá demasiado pronto para abandonar París y regresar a casa.

Viajar a Coruña, llegar a París

Cuatro librerías para cuarenta años

platero

Era mi librería favorita, aunque no recuerdo haber comprado nunca un libro allí. Solo cuadernos, blocs de dibujo y algún grafo del número dos. Se llama Platero y cada vez que voy a Ourense me asombro de que siga abierta, ocupando la misma esquina frente a mi antiguo colegio, en el cruce de Bedoya y Ramón Cabanillas. El alféizar de su escaparate fue el diván de mi adolescencia, pero también confesionario y cuartel, tribunal de faltas y laboratorio de sentimientos, ring de discusiones y solar de castillos de naipes. Sobre aquella piedra se dirimían los dilemas del momento, se vertían confidencias y se armaban planes perfectos que se desmontaban cada tarde. Al llegar el toque de queda de las diez, esa esquina separaba a los que regresábamos al barrio de los que se quedaban en el centro. En aquella geografía de mochilas y acné hubo otros lugares importantes: heladerías, portales, cines, sin embargo, todo empezaba y terminaba siempre con nosotros sentados en aquel escaparate.

Al empezar la universidad, mis padres me abrieron una cuenta en Follas Novas, una de las librerías más conocidas de Santiago. La cerraron nada más recibir la primera factura. Con cargo a ese crédito, había ideado un sistema para financiar otros gastos no tan educativos. Follas Novas fue la proveedora de los aburridos manuales de la facultad, escritos con esa prosa hinchada de periodistas catedráticos, esforzándose por convertir en una nueva ciencia un oficio viejo. Sin embargo, en las tres plantas de Follas Novas descubrí los guiones de Woody Allen, los cuentos de Salinguer, Hemingway, David Trueba, Auster, Saramago, Ferrín, Quim Monzó, Truman Capote,…  todo un vendaval literario, un territorio desordenado que exploraba sin más mapa ni canon que mi santo antojo y todo el tiempo del mundo. Follas Novas fue la librería de unos años llenos de apetito, sin horarios ni obligaciones, cuando compraba una novela y cruzaba ansioso a la cafetería de enfrente, sin esperar a llegar a casa para empezarla.

Entre las fachadas afrancesadas del bulevar Adolphe Max de Bruselas, descubrí Waterstones. Me impresionó su primera planta enmoquetada, sus elegantes mostradores negros y esa apabullante sensación de que uno podría encontrar cualquier libro del mundo en aquel edificio silencioso. Llegué buscando una gramática y, antes de tocar papel, ya me había enamorado de uno de sus dependientes, un inglés espigado, de cara angulosa y orejitas despegadas. Pasaba tardes enteras curioseando e inventándome preguntas para escuchar su acento grave de Sheffild. Luego me desplomaba en una butaca con alguna novela de Julian Barnes que acababa comprando cuando apenas me quedaban un par de capítulos. De Waterstones, me fascinaban las pequeñas etiquetas escritas a mano en las estanterías, con frases gancho o citas de escritores, imposible no picar cuando, destacado con fluorescente amarillo, se podía leer life-changing.

Me declaro adicto a las librerías, pero que nadie lo tome como un intento de adornarme. También me encanta El Hormiguero y algunas cosas peores. En mi obsesión por esos espacios no hay nada de fetichismo. Nunca he sentido preferencia por esas librerías malasañeras en las que dos lesbianas hacen zumos orgánicos mientras se excitan con lo último de Blackie Books. De hecho, en Coruña adoro la abundancia de la FNAC, con su ruido de niños merendando cupcakes, sus torres de Premios Planeta, sus dependientes nerds y sus pandillas de adolescentes con mechas azules. Seguramente no habrá nada menos literario que la FNAC, no tengo duda de que Carlos Ruiz Zafón nunca ambientará en ella una de sus historias, sin embargo, yo me siento en casa. Conozco de memoria sus secciones y su carta de tés y hasta me creo con derecho a pedir una explicación si desplazan al final del pasillo la de ‘Narrativa extranjera’.

Mi Lama se resiste a acompañarme a la FNAC, a Formatos o a Berbiriana —otras dos visitas imprescindibles en Coruña—. Sabe cuánto le costará sacarme de allí. A veces me pregunto por la razón de mi dependencia, por qué esos lugares me atraen de una manera casi compulsiva, en lugar de limitarme a entrar en Amazon, hacer click y esperar a que llegue el pedido. Tal vez me recuerden a la casa donde crecí, un piso de familia numerosa que mi padre forró comprando concienzudamente todas las colecciones de clásicos que se le ponían a tiro: grandes clásicos universales, imprescindibles clásicos españoles, clásicos esenciales de aventuras… Cada adquisición con su correspondiente minicadena de regalo. Sin embargo, quizá mi adicción tenga más que ver con que, pese al cinismo acumulado tras veinte años entre periodistas y políticos, algo dentro de mí acepta todavía la promesa de cambio que proponen todos los libros. No importa cuánto me hayan aburrido, crispado o estafado muchos de los que he leído. Sé que el siguiente que llegue a mis manos me hará sentir de nuevo ese cosquilleo que produce asomarse a una historia que podría cambiarte vida.

 

Cuatro librerías para cuarenta años

Carla y César

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Ella adoraba estar en casa, yo jamás llegaba antes de las diez. Al entrar, la encontraba con su bata y pijama de puños, casi siempre viendo algún reality, con el volumen demasiado alto y las persianas de la galería bajadas para guardar el calor. Mientras devoraba mi cena, me ponía al tanto. Sabía que olvidaría el nombre de los personajes  y que al día siguiente le preguntaría lo mismo, pero fingía creerse mi interés y me acompañaba hasta el punto del argumento en el que se encontrase.

Aquella noche la tele estaba bajita y pensé que habría venido César y estarían viendo una de esas tediosas películas que le servían de excusa para alardear de sus cursos de guión. Al principio, solían quedarse en el piso, pero últimamente me había dado cuenta de que prefería irse a casa de él cuando les apetecía estar solos. Me preguntaba si quizá habría notado cómo me irritaban sus opiniones contundentes y ese tono fingidamente frívolo con el que intentaba disimular su obsesión por intelectualizarlo todo.

Con Carla nunca me molestó el silencio, me permitía llegar después de un día completo de teléfono y quedarme adormilado, hipnotizado frente a la pantalla, recuperando el pulso y dejando que el eco del día se fuese diluyendo. Sin embargo, César lo llenaba todo de ruido, de discusiones furiosas, despertaba en nosotros la necesidad compulsiva de añadir una última frase, de presentar el argumento que resistiese sobre la mesa, arrastrándonos a una absurda competición para ponerse a prueba.

Como pareja, me fascinaban; tan opuestos e imprescindibles el uno para el otro. César, inmerso en la construcción de su futuro brillante, agobiado con su agenda repleta de retos, siempre a contrarreloj, acostándose el último y levantándose el primero para llegar antes que nadie, decidido a compensar con disciplina y trabajo las oportunidades que creía haber perdido por nacer en uno de los pisos sociales de Vista Alegre, maldiciendo el esfuerzo que debía invertir para llegar a lugares que otros alcanzaban frescos y sonrientes, con la naturalidad que les proporcionaba saberse con reserva desde la cuna.

Siempre me entristecía como hablaba de su familia o quizá como apenas hablaba, con ese tono frío y breve que ocultaba un reproche implícito, como si todos los años de su padre puliendo tableros le avergonzasen. Lejos de apreciar lo que conseguía, le obsesionaba lo que no estaba a su alcance, a menudo hablaba con resquemor de escuelas de cine que no se podría permitir o se avergonzaba de un inglés que cualquiera habría juzgado excelente. En una de esas largas sobremesas de domingo, Carla nos preguntó cuáles habían sido los cinco días más felices de nuestra vida. Los de César tenían todos que ver con su carrera, y mientras los describía, veía como Carla le admiraba, sin importarle que ella no figurase en ninguno.

Entré en el salón y la encontré en la butaca, con las piernas estiradas sobre la mesita de mármol, la luz apagada y el reflejo del televisor garabateando sombras sobre su cara angulosa.  Pensé que había adelgazado. Me preguntó qué tal sin esperar respuesta, y mantuvo la vista fija en la pantalla. No quise molestar y fui a la cocina. Regresé con algo de comer sobre una bandeja. Me desplomé en el sillón, dispuesto a que mi mente se dejase calmar por la imágenes. Entonces, el ruido me cerró la boca del estómago.

Encendí la luz. Se ocultó la cara. Imaginé alguna desgracia, pero intuí otro dolor. ¿Quién nos enseña a abrazar a alguien que llora? Pronunció palabras aisladas, palabras que expulsaba desgarrándose, como si fuesen demasiado grandes para abrirse paso. En mi cabeza me esforzaba por componer aquel puzzle de silencios, de vacíos y sonidos. Poco a poco, entre toda aquella agua turbia, fue emergiendo una historia que hablaba de culpa, del sentimiento de haberse quedado atrás, de la tensión de meses luchando por retenerlo, llevando la esperanza al límite, hasta no encontrar más fuerza y tener que soltar. Me sacudió la idea de que todo había ocurrido delante mía sin haber visto nada. Sentí la aguja helada de la culpa tocando nervio, pensando que uno puede convivir con alguien, hablar de lo cotidiano, de lo urgente, creer que comparte el espacio íntimo de una casa y, mientras esto sucede, las piezas de algo terrible se deslizan silenciosas, subterráneas, abandonando su posición segura, preparándose para la brecha. Un día todo se precipita y tú, que creías estar allí vigilante, te das cuenta de que solo masticabas en silencio.

Carla y César