Cuatro librerías para cuarenta años

platero

Era mi librería favorita, aunque no recuerdo haber comprado nunca un libro allí. Solo cuadernos, blocs de dibujo y algún grafo del número dos. Se llama Platero y cada vez que voy a Ourense me asombro de que siga abierta, ocupando la misma esquina frente a mi antiguo colegio, en el cruce de Bedoya y Ramón Cabanillas. El alféizar de su escaparate fue el diván de mi adolescencia, pero también confesionario y cuartel, tribunal de faltas y laboratorio de sentimientos, ring de discusiones y solar de castillos de naipes. Sobre aquella piedra se dirimían los dilemas del momento, se vertían confidencias y se armaban planes perfectos que se desmontaban cada tarde. Al llegar el toque de queda de las diez, esa esquina separaba a los que regresábamos al barrio de los que se quedaban en el centro. En aquella geografía de mochilas y acné hubo otros lugares importantes: heladerías, portales, cines, sin embargo, todo empezaba y terminaba siempre con nosotros sentados en aquel escaparate.

Al empezar la universidad, mis padres me abrieron una cuenta en Follas Novas, una de las librerías más conocidas de Santiago. La cerraron nada más recibir la primera factura. Con cargo a ese crédito, había ideado un sistema para financiar otros gastos no tan educativos. Follas Novas fue la proveedora de los aburridos manuales de la facultad, escritos con esa prosa hinchada de periodistas catedráticos, esforzándose por convertir en una nueva ciencia un oficio viejo. Sin embargo, en las tres plantas de Follas Novas descubrí los guiones de Woody Allen, los cuentos de Salinguer, Hemingway, David Trueba, Auster, Saramago, Ferrín, Quim Monzó, Truman Capote,…  todo un vendaval literario, un territorio desordenado que exploraba sin más mapa ni canon que mi santo antojo y todo el tiempo del mundo. Follas Novas fue la librería de unos años llenos de apetito, sin horarios ni obligaciones, cuando compraba una novela y cruzaba ansioso a la cafetería de enfrente, sin esperar a llegar a casa para empezarla.

Entre las fachadas afrancesadas del bulevar Adolphe Max de Bruselas, descubrí Waterstones. Me impresionó su primera planta enmoquetada, sus elegantes mostradores negros y esa apabullante sensación de que uno podría encontrar cualquier libro del mundo en aquel edificio silencioso. Llegué buscando una gramática y, antes de tocar papel, ya me había enamorado de uno de sus dependientes, un inglés espigado, de cara angulosa y orejitas despegadas. Pasaba tardes enteras curioseando e inventándome preguntas para escuchar su acento grave de Sheffild. Luego me desplomaba en una butaca con alguna novela de Julian Barnes que acababa comprando cuando apenas me quedaban un par de capítulos. De Waterstones, me fascinaban las pequeñas etiquetas escritas a mano en las estanterías, con frases gancho o citas de escritores, imposible no picar cuando, destacado con fluorescente amarillo, se podía leer life-changing.

Me declaro adicto a las librerías, pero que nadie lo tome como un intento de adornarme. También me encanta El Hormiguero y algunas cosas peores. En mi obsesión por esos espacios no hay nada de fetichismo. Nunca he sentido preferencia por esas librerías malasañeras en las que dos lesbianas hacen zumos orgánicos mientras se excitan con lo último de Blackie Books. De hecho, en Coruña adoro la abundancia de la FNAC, con su ruido de niños merendando cupcakes, sus torres de Premios Planeta, sus dependientes nerds y sus pandillas de adolescentes con mechas azules. Seguramente no habrá nada menos literario que la FNAC, no tengo duda de que Carlos Ruiz Zafón nunca ambientará en ella una de sus historias, sin embargo, yo me siento en casa. Conozco de memoria sus secciones y su carta de tés y hasta me creo con derecho a pedir una explicación si desplazan al final del pasillo la de ‘Narrativa extranjera’.

Mi Lama se resiste a acompañarme a la FNAC, a Formatos o a Berbiriana —otras dos visitas imprescindibles en Coruña—. Sabe cuánto le costará sacarme de allí. A veces me pregunto por la razón de mi dependencia, por qué esos lugares me atraen de una manera casi compulsiva, en lugar de limitarme a entrar en Amazon, hacer click y esperar a que llegue el pedido. Tal vez me recuerden a la casa donde crecí, un piso de familia numerosa que mi padre forró comprando concienzudamente todas las colecciones de clásicos que se le ponían a tiro: grandes clásicos universales, imprescindibles clásicos españoles, clásicos esenciales de aventuras… Cada adquisición con su correspondiente minicadena de regalo. Sin embargo, quizá mi adicción tenga más que ver con que, pese al cinismo acumulado tras veinte años entre periodistas y políticos, algo dentro de mí acepta todavía la promesa de cambio que proponen todos los libros. No importa cuánto me hayan aburrido, crispado o estafado muchos de los que he leído. Sé que el siguiente que llegue a mis manos me hará sentir de nuevo ese cosquilleo que produce asomarse a una historia que podría cambiarte vida.

 

Cuatro librerías para cuarenta años

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