
Me despierto con la boca pastosa. Una sola noche aquí y he bebido más que el resto del año. Miro a mis zapatillas y me pregunto si será otro de esos viajes en los que no saldrán de la bolsa. Levanto la persiana. El cielo gris, la carretera mojada y jirones de niebla que suben del río. Mi móvil dice que sigue siendo agosto y que despejará a las doce. Veo sobre la mesilla Todo esto pasará, y pienso que debería volver con Milena a Cadaqués, a esa historia de guapos modernos en menorquinas. Sé que me estoy dejando llevar y que yo nunca encontraría atractivo a alguien en sandalias. Una vez salí con un valenciano que adoraba enseñar sus pies. Aquella relación no fue a ningún sitio.
Una pequeña carrera de treinta minutos, me repito para animarme. Cierro los ojos y me visualizo dentro de un anuncio de Adidas, avanzando ligero en medio del bosque. La fantasía de runner no da resultado, pero me calzo. Vienen de frente días de alcohol, tres platos y postre, he cruzado la barrera de los cuarenta y tengo un novio doce años más joven. No debería bajar la guardia.
La casa que ha alquilado mi familia está en lo alto del pueblo, al pasar el antiguo cuartel de la Guardia Civil, otro de los lugares sin más futuro que seguir pudriéndose invierno tras invierno hasta que se derrumbe. Alguien ha robado el cartel de ‘Todo por la patria». Lo imagino decorando algún puticlub de carretera. En tiempos, la llegada de un guardia al pueblo era todo un acontecimiento, sobre todo si venía con hijos. Dumbo, Pulguillas, Polilla… Cambiarle el nombre era nuestra manera de integrarlos.
Al salir de casa, sonrío recordando a mi madre refunfuñando por no haber encontrado una casa en el centro. No importa que atravesar Montederramo lleve cinco minutos. Ayer me dijo que se le hacía raro vivir a las afueras. Pongo el reloj y empiezo a correr. Sólo media hora, me prometo de nuevo. Uno es capaz de aguantar treinta minutos haciendo cualquier cosa. Este pensamiento de silla de dentista funciona y me pongo en marcha. Avanzo lento, pesado. Imagino mi aspecto lastimoso.
Desde la carretera veo la Ponte Mazaira, el prado al lado del río donde nos bañábamos. Con la hierba alta, hoy no entraría un jabalí. El señor Julio aparecía por sorpresa y montaba en cólera al vernos tomando el sol, como si lo fuésemos a aboyar. Desde el puente nos tirábamos al río, cayendo de pie con las manos pegadas al cuerpo. Apenas habrá cuatro metros, pero parecía un precipicio. Me veo con aquellas bermudas fluorescentes por debajo de la rodilla, la espalda contra la barandilla, disimulando el temor a romperme la crisma contra una roca. Los ojos de todos esperando. Pocas cosas me asustaban tanto y, sin embargo, saltaba. A esa edad, lo único que da miedo de verdad es que te tomen por cobarde.
Al otro lado del puente, el río pequeño. En realidad se trata del mismo Mao, pero llamamos así a un tramo en el que apenas cubre, con guijarros tan resbaladizos que necesitábamos fanequeras de goma para no darnos de bruces contra una piedra. Cuando uno era adolescente podíamos pasar al río grande. Cruzar a nado debajo del puente era una travesía para valientes. Las ramas de los árboles cubrían de sombras las orillas, creando zonas oscuras donde uno imaginaba todo tipo de peligros. A mí me asustaba cruzarme con una de esas culebritas que zigzaguean sobre la superficie con su diminuta cabeza levantada.
El viento agita los abedules que bordean la carretera y el agua acumulada durante la noche me cae en la cara. Me gustan los abedules, con sus troncos blanquecinos con forma de huesos y sus hojas plateadas moviéndose como lentejuelas. Uno se siente caminando en un bosque imaginado por Murakami. Entre mi respiración, escucho el ruido metálico de un cencerro y descubro un rebaño recostado apaciblemente entre la niebla. Un ternero me mira con asombro. Tengo la tentación de acercarme, pero a lo lejos distingo un chaleco reflectante y apuesto que se trata de Paco.
Camina apoyándose en una vara fina. Le doy los buenos días y noto que no me reconoce. Con los años ha ido perdiendo visión. Le digo que soy Garisa, parece sorprenderse de que haya madrugado tanto y se disculpa por no acompañarme corriendo. Paco es una de esas persona a las que uno siente ganas de abrazar en cuanto lo encuentra. Cuando éramos pequeños, nunca le vi espantar a los niños diciendo eso de ‘a jugar a otro lado’. Podía tenernos entretenidos toda una tarde atrapando saltamontes en frascos de cristal y pagando una peseta por bicho cazado o montar una excursión al monte y arreglárselas para que todos nos perdiésemos. Lleva una vida viniendo de vacaciones al pueblo y saliendo a caminar cada mañana. Cuando me levantaba en la habitación de mi tía, aún con legañas en los ojos, le veía salir de la tienda de Marujita con un transistor en la oreja y un par de melocotones en la mano, siempre con una de sus horribles gorras de publicidad.
Encuentro la entrada de una pista y me meto. La niebla es aún más densa en esta parte, pero me alivia dejar el asfalto y correr sobre tierra. De pronto, reconozco estos campos. Recuerdo una tarde de invierno con el Espinillo y el Lletas caminando por estas orillas, intentado descubrir alguna nutria y regresar al pueblo con los pies helados y sin haber visto nada. Otro verano, el Lletas se empeñó en enseñarnos a pescar truchas de noche con una linterna, todo un espectáculo para impresionar a alguna de las catalanas que llegaban en verano. Lo realmente divertido era montarse en su furgoneta de la carnicería, con el remolque lleno de restos de las terneras que llevaba al matadero. Uno se agarraba a una cuerda y el muy cabrón tomaba las curvas a toda velocidad intentando hacernos resbalar sobre las manchas de sangre.
A lo lejos distingo una vaca en el medio del camino. Con la niebla, apenas se ve una silueta oscura. De repente me paro. Un perro. No distingo la raza, pero pienso en los mastines que protegen el ganado que duerme al raso. Empieza a correr hacia mí. Está todavía lejos. Me doy la vuelta a toda velocidad. Tengo el corazón a doscientos. Me giro y le veo más cerca. Acelero al máximo de mis posibilidades. Miro al suelo buscando piedras, alguna rama. Se me viene la cabeza la imagen de mi padre saltando un muro para escapar de un rottweiller. Salgo del camino y vuelvo a la carretera. Me giro y el perro no me sigue. Mientras recupero el aliento, me río imaginándome a mí defendiéndome con un rama frente a un mastín.
Al subir la cuesta de regreso al pueblo, aparece la cúpula del monasterio. Han abierto una calle cerca de la residencia para mayores. Sigue sin verse un alma. Detengo el cronómetro. Me siento con derecho a una tortilla de dos huevos rellena de bonito y una taza de té negro tan cargada que parezca café. Subo las escaleras, la casa está vacía. Mi padre no habrá regresado de la sierra y mi madre se habrá ido al Tamanaco en busca de su tostada diaria de mermelada y su ejemplar de La Región. Mientras me escaldo la espalda con una ducha de agua hirviendo, pienso en todo lo que he visto en esos prados y en lo lejos que se puede llegar en una carrera de 41 minutos.
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