Una cuestión de piel

gaY

Hace seis años dejé de ligar. Apareció mi Lama y me liberó de la obligación de planchar una camisa los viernes noche. A veces me pregunto si llegado el caso, me acordaré de cómo se hace o volvería a ser un principiante torpe y acobardado, con el inconveniente de haber cumplido cuarenta, imperdonable circunstancia en el universo gay, donde la edad nos reduce a invisibles motas de polvo.

Para empezar, conviene aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de ligar puesto que hasta la propia palabra se ha vuelto tan vieja que pronto la ingresaremos en el asilo de términos moribundos, junto a parranda o piripi. Para mí, ligar solía ser ver a alguien interesante, adivinar una invitación en la mirada, provocar una conversación y columpiarse en ese diálogo con golpecitos de ingenio hasta elevar el ritmo y escuchar un click. Desde luego, todos sabemos que el alcohol ha sido siempre el aliado natural y, por más que idealicemos nuestras citas, reconozcamos que muchos de los matrimonios que nos rodean habrían sido apenas una cena fría sin las burbujas del gintonic.

De la coreografía de ligar, apuesto que todos tenemos algún movimiento que se nos resiste, un paso que nunca hemos conseguido dominar y que enfrentamos con el temor al planchazo. Para algunos, el traspiés se produce cuando llega el momento de la pregunta decisiva: «¿Nos vamos a otro sitio?». Una frase que permite despegarnos del grupo, pero que pone las cartas boca arriba y elimina la posibilidad de una retirada. Otros, en cambio, temen el momento de quitarse el pantalón pitillo sin perder la dignidad o despedirse diciendo algo de lo que arrepentirse antes de llegar al ascensor. Para mí, el tramo con niebla llegaba en el trayecto a casa: ese interminable viaje entre la última copa y el dormitorio. En cuanto uno cruza la puerta del bar, el decorado se cae y la calle nos devuelve a lo real. Entonces, las reglas cambian, la luz del día desvela lo ridículo de nuestros trucos y lo que dos minutos antes sonaba a diálogo de cine se vuelve pueril y pastoso. ¿De qué hablar?, ¿cómo rellenar ese cuarto de hora?, ¿no sería mejor irse cada uno por su lado y fingir reencontrase en el portal? En más de una ocasión, he deseado correr y evitar esas conversaciones de taxi que congelan el trabajo de toda una noche.

Escuchando a amigos, diría que las aplicaciones móviles lo vuelven todo sencillo, que las oportunidades se multiplican y los rechazos duelen menos con una pantalla de por medio. Sin embargo, tengo dudas de que las cosas hayan cambiado. Conozco a personas de belleza incontestable y durante un tiempo pensé que para ellas sería pan comido: acodarse en la barra y cribar. Con los años, aprendí que ni ligar ni ser ligado es fácil y que también a ellas les afecta el miedo al rechazo. Tal vez la tecnología nos permita romper el hielo desde el sofá de casa y mantener a salvo nuestra autoestima. Sin embargo, el cara a cara llegará y no habrá iphone que nos proteja porque, en cualquier época y a cualquier edad, ligar seguirá siendo, sobre todo, una cuestión de piel.

Una cuestión de piel

Duelo de sonrisas

Vigilante de la ORA

Mientras la observamos, mi amigo se imagina que se llamará Celsa, o cualquier otro nombre áspero de vecina antipática. La mujer que espiamos desde la ventana camina calle arriba, calle abajo con las manos a la espalda, con un andar lento y pesado de carcelera. Algunos coches ni los mira y en otros se detiene.  No sabemos si cumple alguna instrucción o su orden es arbitrario, pero mi amigo me avisa de que, al pasar al lado de su Polo, se parará. El pronóstico se cumple y, apoyada sobre una pierna, la veo inclinarse sobre su parabrisas.  «Me acecha», me dice exagerando.

Todo empezó hace un mes. Faltarían veinte minutos para las ocho cuando la vio bajar Eduardo Espino. No sé por qué, pero intuyó que se dirigía a su coche, como si a doscientos metros pudiese olfatear que era el único sin ticket. Corriendo, cruzó Castillo Urquijo  y, cuando la carcelera estaba a punto de empezar a teclear en su maquinita, abrió la puerta y colocó el ticket delante de sus narices. No quería sonreír, pero mi amigo sonrió y ahí empezaron sus problemas.

Al parecer nunca la ha visto entre semana. Sin embargo, el sábado se presenta y, en su paranoia, mi amigo sospecha que sabe que ese día aparca en su calle. Al igual que en cualquier otro trabajo, cree que también en ese se deben de desarrollar ciertas facultades, como la de reconocer a los reincidentes y él no tiene duda de que la carcelera lo ha descubierto y espera su momento.

Hace unos días se cruzaron a la salida de un centro comercial. Me dice que le costó reconocerla sin uniforme. Llevaba una bolsa con un pack de Estrella Galicia. «Por un momento la imaginé en su cocina», me contó, «anotando en una pequeña libreta las multas del día, con la televisión a todo volumen y la cerveza calentándose». Ni siquiera esa imagen le conmovió.

Esta semana nos hemos vuelto a ver y le he preguntado por su obsesión. Aliviado, me explicó que está convencido de que el último sábado se terminó todo y que ahora le dejará en paz. Ese día, mi amigo se despertó pasadas las diez. Con un mal presentimiento se vistió y bajó a la calle. Desde lejos adivinó en su parabrisas la revancha. Con la multa en la mano, miró alrededor buscando a la carcelera. Esperaba sorprenderla disfrutando de su golpe, pero ni rastro. ‘Vamos, tal vez no fue ella’, comenté. Mi amigo sacó la multa de su cartera y me la mostró. ‘Su venganza’, me dijo, dejándome ver al girarla una cara sonriente pintada a bolígrafo.

Duelo de sonrisas

La lección que no recibí

educación gay

El profesor nos planteaba una hora de educación sexual, la primera de todo el bachillerato. El método parecía sencillo: escribir en un papel anónimo nuestras dudas. Él los recogería e iría contestando. De esta manera, evitaríamos la vergüenza de tener que preguntar a mano alzada. Tenía dieciséis años y cursaba tercero de BUP en un colegio religioso, uno de esos centros considerados el lugar adecuado para garantizar a los hijos la entrada en la universidad. Sin embargo, a principios de los noventa, todo lo que tenía que ver con el sexo no existía en el plan de estudios y aquel inesperado anuncio inflamó una clase de cuarenta adolescentes.

Esa tarde, todos escribimos algo, cuidándonos bien de que la letra no nos delatase. La expectativa era mayúscula. El profesor desdobló primero un papel, luego otro y así continuó en silencio durante un rato. Luego levantó la mirada, se colocó las gafas y dijo en tono solemne que la actividad se cancelaba porque no habíamos sido capaces de tomárnosla en serio. Guardó los papeles y seguimos con las clases habituales. Nunca supe la razón. Tal vez pensó que nuestras preguntas serían más inocentes.

Ese mismo curso, otro religioso interrumpió una de sus tediosas explicaciones para asegurarnos que atravesábamos una edad turbulenta y que no resultaba extraño que nos sintiésemos confundidos a la hora de saber qué dirección tomaban nuestros afectos. Muy seriamente nos informó de que, en el caso de persistir esa confusión, existían tratamientos que nos ayudarían a definirnos. Miré a mi alrededor con disimulo, buscando algún gesto de sorpresa. Aparentemente nadie parecía alterado. Por entonces, comenzaba a sospechar que mis afectos sentían curiosidad por otras rutas y, aunque creía saber a qué hacer caso y qué olvidar de lo que oía en clase, la frase me perturbó y se quedó grabada en la memoria.

Todos estos recuerdos han regresado estos días leyendo El amor del revés de Luisgé Martín, un relato valiente en el que el escritor cuenta su experiencia, la de un chico descubriendo y aceptando su homosexualidad en el Madrid de los ochenta, una generación antes de la mía. Su testimonio me ha hecho rebobinar y ser consciente de que, aunque nunca sufrí episodios de homofobia, la falta de información era absoluta. Miedos, dudas y falsas creencias revoloteaban en mi cabeza, angustiosos temores que habría bastado un poco de luz para hacerlos desaparecer, sin embargo, encontrar esa luz parecía entonces una tarea imposible.

Aquel era el último tema que deseaba comentar con mis padres. De hecho, pronto descubriría que tampoco ellos tenían las respuestas que necesitaba. Todavía tardaría tiempo en reunir valor para apoyarme en mis amigos y ni siquiera conocía la palabra Internet, donde hoy parecen resolverse todos los misterios. Supongo que mi colegio era como el resto de los colegios y mi familia como el resto de las familias. Quiero pensar que las cosas han cambiado, que los profesores desdoblan esos papeles y contestan a las dudas de sus alumnos y que, si todavía alguno sugiere que existen tratamientos para reconducir afectos, se encontrará con algo más que caras de asombro. El aula debe ser un lugar que dé confianza, disipando los fantasmas que engendra la ignorancia y ofreciendo respuestas con las que el diferente pueda comprenderse.

La lección que no recibí

El último placer del verano

vino

Recuerdo que era septiembre y también que fue la única vez que vi robar a mi padre, sin embargo, he olvidado por completo por qué tomamos aquella dirección tan extraña. Regresábamos a Ourense después de un domingo en casa de mi abuelo. Al salir de Seoane, en lugar de continuar a Manzaneda, mi padre giró por sorpresa, tomando la carretera conocida como las curvas del Bibei.

Esa ruta desciende serpenteando entre viñedos en terrazas. A medida que se acerca la vendimia, el olor a uva madura se mezcla con el aroma de los frutales endulzando todo el valle. Mi padre y yo apenas hablábamos. Nunca ha sido de conversaciones largas y menos al volante. Todavía era de día, aunque el sol empezaba a desaparecer tras la sierra. Entonces, detuvo el coche y, sin darme más explicación, me pidió que esperase dentro.

Las comidas en casa de mi abuelo resultaban copiosas y, por un momento, creí que se habría mareado. Sin embargo, mirando a través del retrovisor, le vi encaramarse a un muro de piedra con una bolsa de plástico que, un segundo después, llenaba de uvas. Durante un cuarto de hora se dedicó a cortar racimos, mientras yo no dejaba de espiar la carretera, temiendo que el dueño se presentase y tuviese que asistir al penoso espectáculo de ver a mi padre a la fuga.

La escena resultaba irreal. Sentía un desconcierto parecido al del niño que, en una boda, descubre a su padre bebido. Sé que robar fruta no es ningún pecado capital. De hecho, yo mismo asaltaba cada verano las huertas de A Graña, donde se decía que rociaban la ciruelas de hincha-morros, un misterioso producto inventado para asustar a los niños con el cuento de que al morder nuestra boca se convertiría poco más que en el hocico de un cerdo. Sin embargo, aquello era diferente. Mi padre no sólo era un adulto, sino que hasta ese momento había sido siempre la rectitud.

De un golpe, cerró el maletero y regresó al coche. Entonces, descubrí aquel olor. No el de las uvas, sino el olor intenso de las pavías maduras, una deliciosa variedad de melocotón pequeño que crece entre las viñas del Bibei. Mi padre estiró el brazo, eligió cuidadosamente dos y me ofreció una. Muchos años después, cada vez que las bandejas plastificadas de higos y esas insípidas uvas del supermercado me recuerdan que estamos en septiembre, me viene a la cabeza la carne dulce, blanca y jugosa de las pavías del Bibei, pero sobre todo vuelvo a ver la sonrisa de mi padre, orgulloso de haber descubierto a su hijo el último placer del verano.

 “Quizás una buena pavía en sazón, sea la reina de las frutas nuestras”
(Alvaro Cunqueiro)

 

El último placer del verano