
Recuerdo que era septiembre y también que fue la única vez que vi robar a mi padre, sin embargo, he olvidado por completo por qué tomamos aquella dirección tan extraña. Regresábamos a Ourense después de un domingo en casa de mi abuelo. Al salir de Seoane, en lugar de continuar a Manzaneda, mi padre giró por sorpresa, tomando la carretera conocida como las curvas del Bibei.
Esa ruta desciende serpenteando entre viñedos en terrazas. A medida que se acerca la vendimia, el olor a uva madura se mezcla con el aroma de los frutales endulzando todo el valle. Mi padre y yo apenas hablábamos. Nunca ha sido de conversaciones largas y menos al volante. Todavía era de día, aunque el sol empezaba a desaparecer tras la sierra. Entonces, detuvo el coche y, sin darme más explicación, me pidió que esperase dentro.
Las comidas en casa de mi abuelo resultaban copiosas y, por un momento, creí que se habría mareado. Sin embargo, mirando a través del retrovisor, le vi encaramarse a un muro de piedra con una bolsa de plástico que, un segundo después, llenaba de uvas. Durante un cuarto de hora se dedicó a cortar racimos, mientras yo no dejaba de espiar la carretera, temiendo que el dueño se presentase y tuviese que asistir al penoso espectáculo de ver a mi padre a la fuga.
La escena resultaba irreal. Sentía un desconcierto parecido al del niño que, en una boda, descubre a su padre bebido. Sé que robar fruta no es ningún pecado capital. De hecho, yo mismo asaltaba cada verano las huertas de A Graña, donde se decía que rociaban la ciruelas de hincha-morros, un misterioso producto inventado para asustar a los niños con el cuento de que al morder nuestra boca se convertiría poco más que en el hocico de un cerdo. Sin embargo, aquello era diferente. Mi padre no sólo era un adulto, sino que hasta ese momento había sido siempre la rectitud.
De un golpe, cerró el maletero y regresó al coche. Entonces, descubrí aquel olor. No el de las uvas, sino el olor intenso de las pavías maduras, una deliciosa variedad de melocotón pequeño que crece entre las viñas del Bibei. Mi padre estiró el brazo, eligió cuidadosamente dos y me ofreció una. Muchos años después, cada vez que las bandejas plastificadas de higos y esas insípidas uvas del supermercado me recuerdan que estamos en septiembre, me viene a la cabeza la carne dulce, blanca y jugosa de las pavías del Bibei, pero sobre todo vuelvo a ver la sonrisa de mi padre, orgulloso de haber descubierto a su hijo el último placer del verano.
“Quizás una buena pavía en sazón, sea la reina de las frutas nuestras”
(Alvaro Cunqueiro)