
Sé que, en estos momentos, la exageración tiene mala prensa. Por suerte, sobre todo para ustedes, yo no soy científico, ni presidente del Gobierno, y puedo reivindicar el derecho a exagerar simplemente porque contar grandes historias nos hace felices.
Detesto a los fanáticos del matiz, a quienes apuntillan cada frase con un adverbio en mente o preguntan de dónde has sacado eso del ochenta por ciento. Cuando alguien interrumpe una conversación para comprobar en su móvil la población de Logroño, lo único razonable que nos queda es levantarnos de la mesa y no volver a ver a esa persona más.
La ciencia ha demostrado que el relato de las experiencias proporciona más felicidad que las experiencias mismas. Cada vez que los amigos nos desternillamos recordando aquel viaje a urgencias con Miguel, a todos nos trae sin cuidado repasar con pelos y señales qué ocurrió aquella noche, quién querría revivir el miedo al llamar a sus padres para explicarles que el martini había tumbado a su hijo. Sin embargo, recordar esa aventura se ha vuelto algo fantástico y crece cada vez que nos reencontramos. Es la historia la que nos inyecta serotonina.
Larga vida, por tanto, a los amigos que exageran. Son sus recuerdos los que nos unen. Repetirlos y hacerlos crecer no sólo nos acerca a la gente que queremos, sino que eleva los niveles de alegría. Disfrutemos de las reuniones en las que siempre afloran las mismas anécdotas porque ahora sabemos que nunca son las mismas. Volver a contarlas las hace mejores.
No se inquieten si sus vacaciones resultan un fiasco, si Ryanair les sienta entre dos niños, si el hotel huele a ginebra barata o su móvil se queda sin batería delante de la Sirenita. Simplemente esfuércense por construir un buen recuerdo, uno que valga la pena. Entonces se abrirá la trampilla y todas las calamidades quedarán enterradas en los sótanos de la memoria, mientras su viaje ingresa en su biografía con un deslumbrante “os acordáis de aquel verano en que…”.
Olvidémonos de la población exacta de Logroño, no levantemos atestado de lo vivido, reinventemos los recuerdos y disfrutemos de esos minutos de felicidad porque, pase lo que pase, siempre podremos elegir el modo de contarlo.
Oye, que aquí tenias que haber hablado de aquel bogavante que sólo pudieron meter en el restaurante abriendo la cristalera porque no cabía por la puerta
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Eso es una historia completa! Vamos a esperar a que el bogavante crezca todavía un poco más y ya la escribo!
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