La alternativa cruel al amigo invisible

caballo regalado

Si también odias el amigo invisible, esta Nochebuena te propongo acabar con la tradición más sosa de estas fechas y pasarte al Pongo, el cruel juego de intercambio de regalos que gracias a una mezcla de competición y mala baba pondrá a prueba el espíritu navideño de tu familia.

Todo empieza fijando un límite de gasto. Después, debemos comprar algo que, a diferencia del amigo invisible, no sabremos para quién será. Por tanto, si alguien cree que unos calcetines son buena idea, que sean de talla única ya que deberán entrar en el pie del nieto y del abuelo. Esto nos obliga a estrujarnos las meninges y olvidarnos de agarrar la primera cosa cuqui del Tiger. La esencia del Pongo es el engaño. Seamos, por tanto, astutos, camuflemos nuestro regalo. Sólo un aficionado al amigo invisible envuelve una raqueta como una raqueta. En el Pongo, el paquete es la estrategia, así que volvámonos papirofléxicamente locos.

Llega la Nochebuena y empieza la partida. Primero se apilan todos los regalos, después se desmiga una servilleta de papel y se escribe en cada una de las bolitas tantos números como personas participan, se mezclan y reparten. El número que nos toque indicará el turno en el que cogeremos el regalo. A simple vista, el primero parecería el más afortunado ya que tiene todo el montón a su alcance y puede hacerse con el paquete más apetecible. Sin embargo, este juego busca la zancadilla.

Quien haya sacado el número dos elegirá otro de los que quedan en el montón y podrá decidir entre quedarse con él o darse el placer de cambiárselo al primero. El tres podrá hacer otro tanto con el segundo y así sucesivamente. El último en participar, al que sólo le queda un triste regalo, se convierte en el rey del Pongo ya que se le concede el derecho a intercambiarlo por cualquiera de los que han elegido antes sus rivales. De esta manera, por contentos que estamos con nuestra elección, nadie estará seguro de retener su pongo hasta que el Rey haya hablado.

El Pongo se vuelve interesante cuando uno intuye de que pie cojea el resto. En mi familia, por ejemplo, todos buscamos el regalo de mi madre, que suele sobrepasar de largo el límite de gasto. Además, escapamos como de la peste del de mi hermana Sara, convencida de que la última ganga de un bazar electrónico es una idea rompedora. Mi padre, en fin, sigue siendo de los que envuelven un libro como un libro y mi hermana Rebeca, aunque no es tan predecible, traerá siempre algo que ni engorda ni lleva azúcar. Sonia, con su sentido de empresa, apostará por alguna tarjeta descuento para el Decathlon y Álex, cualquier cosa que vendan en las áreas de servicio de la AP-9. Por supuesto, los novatos añaden emoción y el debut de mi Lama levanta expectativas, aunque veo venir unas velas con olor a vainilla.

Este año celebraremos la quinta edición del Pongo Mojón. Por ahora, me he llevado un juego de ping-pong, un libro de recetas de Master Chef, un altavoz por Bluetooth y un mapamundi en el que puedes rascar con una moneda todos los países que has visitado. Como ven, no vendo motos. La calidad de los regalos sigue siendo igual. Sin embargo, adiós a las sonrisas de palo y a las frases cínicas para alabar la puntería de nuestro amigo invisible. Se acabó el disimular. Con el Pongo, los regalos son la guerra.

La alternativa cruel al amigo invisible

En casa de un biassanot

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A través de la ventana llega una risa familiar. Mi Lama y sus primos me observan desde el jardín, burlándose de mis esfuerzos por entender a la abuela. La nonna habla boloñés y yo atrapo palabras sueltas que luego se me escurren, dejándome una estúpida sonrisa de turista. Apiladas sobre la mesa, bandejas con restos de conejo, la olla de los tortellini, los platos manchados de zuppa… Un minuto antes, aquella oronda mujer me había complacido desvelándome el arma secreta de su cocina. Con ojos relucientes como pepitas de oro regresó del dormitorio mostrándome una vara larga, cuidadosamente protegida en una funda. Entre aplausos de su hijo Nerio, la nonna desenvainó el martorello. A sus noventa años, hizo rodar aquella especie de taco de billar sobre la mesa con asombrosa agilidad, enseñando las diferentes técnicas de amasado.

Aquel fue el mejor día del viaje. Un domingo frío y luminoso de otoño, entre colinas suaves de la Emilia-Romana, con carteles de venta de castañas al borde de la carretera y a lo lejos la silueta de los Apeninos, las torres de Bolonia y la cúpula naranja de Nuestra Señora de Lucca. En el todoterreno, Nerio destroza Layla de Eric Clapton, agitando los puños, contoneándose sobre el volante. Detrás mi Lama, con sus ojos achinados, intentando completar una noche corta de sueño, dejando a su novio relamerse con su ruta por la tierra del parmesano, el ragú, la mortadela, mientras él reserva su entusiasmo para Milán, con sus tiendas de marcas impronunciables y sus dependientas japonesas.

La carretera asciende entre castaños viejos como columnas. Nerio detiene el coche al lado de una casa en obras, construida con paredes gruesas de piedra, rodeada de nogales y con vistas tan abiertas que, al fondo, como una sombra negra y difusa, se distingue Módena. Aquí construye su refugio para cuando llegue el día de dejar el mármol, un lugar donde beber nocino con amigos, engordar gallinas y recordar historias junto a Choni, queriéndose y discutiendo, que es como se quieren las parejas que no tienen miedo a hacerse viejos.

Bordeando manzanos bajamos a Savigno. La última fruta de la temporada amarillea en los prados. Ese domingo, el pueblo celebra la Mostra Mercato del Vecchio e dell’Antico. Las calles estrechas repletas de familias curioseando entre puestos de muebles, fotografías antiguas y libros de segunda mano. En la Via Liberta entramos en Salumeria Mazzini. Nerio sonríe a las mujeres que despachan, se dicen algo y nos ofrecen finas lonchas de mortadela. Al fin la deliciosa joya de la región. Luego llegan los ciccioli, el prosciutto…  A la salida nos detiene el olor a bolla crujiente y repostería del Pane D’oro. Nerio no se resiste y entra a por un zuppa inglese, un bizcocho empapado en licor y recubierto de crema de leche. Entonces mira la hora y apura el paso. El caldo para los tortellini debe de estar listo.

De camino a casa llama a Mateo. Como sospechaba, su hijo sigue en cama. Finge seriedad de padre y le recuerda la comida con la familia española.  «Es un vero bolognese», nos dice orgulloso, «un biassanot, alguien que sabe masticar la noche».

A la nonna le agrada mi atención. Sabe que no la sigo, pero habla sin pausa mientras yo estudio esas manos que amasan pasta desde la edad en la que aprendemos a escribir. Afuera un sol lechoso brilla y no calienta. Me abrocho la cazadora. Sebastian recuerda que debemos subir a Lucca antes de irnos a Milán, pero a Choni le parece un disparate no reposar antes. A través del parabrisas, los últimos rayos de la tarde me adormecen. Arranca el coche, cierro los ojos.

En casa de un biassanot

Viva la dependencia

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Abrió el armario, rebuscó entre mi ropa y, arrugando la nariz como quien recupera algo de la basura, me enseñó mi pijama. Lentamente, mi Lama fue estirando la cintura, cada vez más sin dejar de mirarme, hasta demostrar como aquella goma había cedido de tal manera que ambos podríamos pasar la noche dentro sin llegar a tocarnos.

No recuerdo dónde lo compré, tal vez en alguna mercería camino de casa. Se trató seguramente de una de esas cosas que hago sin invertir demasiado tiempo. Sin embargo, a medida que, noche tras noche, su color verde iba desgastándose, que lo firmaba con lamparones y desfiguraba su forma, aquel pijama se fue convirtiendo en mi compañero de fatigas. Nada me importa que el remilgado de mi Lama le llame mi pantalón-capoeira. Prescindir de él sería una traición.

Desde siempre he tenido una propensión a entablar relaciones de dependencia con personas, lugares y objetos cotidianos. No necesito que se trata de familia o amigos, mi capacidad para encariñarme con la gente alcanza a Conchi, la dueña del Pan y Canela, a Marcelino, el cocinero del Porto do Son, o cualquier otro vecino al que haya frecuentado. Cuando regreso a alguna de las ciudades en las que he vivido, me irrita el mínimo cambio en mi geografía, como si encontrar una cadena de electrodomésticos donde solía estar mi peluquería fuese un intento de desfigurar mi pasado.

Durante años conduje un Fiesta de segunda mano al que sólo retiré cuando no puede evitar que entrase agua de la lluvia. Aguanté varios temporales secando los charcos que se acumulaban en los pedales con una esponja enorme. Una tarde de domingo, mi Lama descubrió un champiñón en el maletero. Aquella seta diminuta crecía sin molestar a nadie, sin embargo, mi novio me obligó a elegir entre él o el coche.

Como mínimo, esta inclinación al apego me viene de la adolescencia. Me recuerdo en mi habitación leyendo sobre la cama Ligero de equipaje de Anthony de Mello. Tendría dieciséis años cuando encontré aquella frase que me sobrecogió. No se trataba de un pensamiento más, sino que representaba el colofón de la filosofía de aquel psicólogo jesuita que se apartaba del catolicismo para aventurarse en el budismo. «El secreto de la felicidad es el desapego». Al momento pensé que, si aquella era la ruta oficial para no sufrir, podría ponerme ya a buscar atajos.

Desde entonces no he dejado de sufrir crisis. Una de las más recurrentes aparece cuando me mudo. Nunca me ha resultado fácil dejar los lugares en los que vivo, quizá con la excepción de Ourense, de donde me marché entusiasmado con la idea de llegar a la universidad y supongo que también tranquilo, intuyendo que uno nunca se va del todo del sitio donde nace. Sin embargo, el resto de las despedidas estuvieron tocadas por la tristeza. En realidad, una tristeza buscada ya que temo que las aburridas tareas de las mudanzas llenen todo el tiempo y que, cuando me dé cuenta de que me he ido, sea demasiado tarde, y me encuentre ya absorbido por las todavía más aburridas tareas de instalarse en un sitio nuevo. Por eso, organizo rituales para ser consciente de los adioses. La noche antes de dejar Santiago, después de una década allí, decidí regalarme un safari nostálgico. Con el coche cargado de maletas y algunos muebles viejos, me fui a fotografiar esos lugares en los que había ocurrido algo especial, como si me diese miedo que un cataclismo pudiese aniquilar la ciudad, sepultando bajo escombros escenarios de mi memoria.

Diga lo que diga De Mello, encuentro atractivo el apego, mientras que el desapego me provoca un temor automático, instintivo. En Bruselas conocí a un chico en la piscina del barrio. Me parecía realmente sexy y supongo que, advertido por mi indisimulada mirada miope, no le resultó difícil darse cuenta de mi interés. Para mi sorpresa, un día me esperó a la salida y me propuso una cerveza. Sentados en una terraza, sonó su móvil. Con una mueca de desgana consultó la pantalla y cortó sin descolgar. «Mi madre. Me  llama demasiado», me explicó. «Soy un desapegado, ¿sabes?», añadió al ver mi cara. Al momento, presentí que aquella relación, que entonces ni había empezado, terminaría como el rosario de la aurora. La historia con ese chico duró algún tiempo y dio muchas vueltas, pero detrás de la última curva, el rosario de la aurora nos estaba esperando.

Los defensores del desapego no dejan de propagar su fe. El aprender a soltar, a dejar ir, encabeza manuales de autoayuda. Las llamadas a deshacernos de lo obsoleto, de lo superado se multiplican y las relaciones de dependencia se han convertido en sinónimo de ahogo. Los tiempos les sonríen ya que el apego frena las compras. No hay más alternativa que deshacerse de lo viejo para volver corriendo al centro comercial.

A sus setenta años, mi madre conserva ropa de cama, manteles y vajillas de café que le regalaron en su boda. Cuando me cuenta la historia de esas sábanas de lino que siguen en el armario de su dormitorio, me acuerdo de mi pijama, con su goma estirada, sus lamparones y su verde gastado. Entonces, me entran unas ganas terribles de rescatarlo de su escondite, colgarlo en la ventana y convertirlo en mi estellada particular a favor de la dependencia.

Viva la dependencia

Adiós, capitana!

Capitana

Al pasar el cartel, recordé las veces que habré visto el pueblo desde esa curva y pensé que aquella debía de ser la primera que llegaba triste. Con todo, esa tarde sonreí porque sentía que, de alguna manera, había tenido suerte. Y es que las últimas veces que te vi estabas tan bien: cuando Alberto presentó su libro en El Cercano, aquel domingo después de subir al San Mamede o en mi cumpleaños, burlándote de mi miedo a los cuarenta. Pero sobre todo me venía la imagen de cuando volví a Montederramo, de esa tarde en la que te presenté a mi Lama y tú me obligaste a repetir tarta, con esa técnica de servir primero y preguntar después, sabiendo que quien tenías delante seguía siendo ese sobrino que salía del comercio con un melocotón en cada bolsillo.

Ese día, mientras aquel cura no encontraba la manera de acabar, yo te escuchaba quejarte de lo aburrido que se pone don Andrés y protestar porque Marcos quiere correr un maratón con un brazo escayolado, contarme que Patricia se va a estudiar a París, que José te achucha y está siempre pendiente, reírte de lo que sufre Víctor con el fútbol, que no puede verlo sentado, o hablarme de ese viaje a Salamanca para celebrar que Guille es médico. También me decías que prefieres no saber qué país estaría atravesando Alberto con la bici, y que María José conseguirá arrancar la tienda porque es tan vendona como tú, que eso se lleva en la sangre, y de como con Jorgete sigue la saga en el banco, que van ya tres generaciones. ¡Cuánto te gustaba presumir de la familia! Ahora nos toca a nosotros presumir de ti.

Camino de la Iglesia, acompañaba a mis padres detrás de Jorge, Alberto, Marcos. Al pasar al lado de La Manuela y El Alfredo, les vi con sus trajes y sus canas de padres y abuelos, y de pronto les recordé cuando era niño, tal vez corriendo al Galicia o regresando de la Franqueira, y yo orgulloso, seguro de que con mis primos y contigo nunca me pasaría nada malo.

Alberto nos hizo llorar diciendo que se iba una gallega tenaz, y mi madre no paraba de recordar lo generosa que eras. María José hablaba de cuanto te gusta mandar y tendrías que haber visto a tus nietos, lo que Montederramo ha supuesto para ellos. Todos buscábamos palabras para explicar qué tenías de especial y yo también encontré la mía: carisma. No frunzas el ceño, ya sé que eso se dice de los políticos, pero pocos lo tienen y a ti te sobraba. Y si digo carisma es porque dejabas marca, porque sabías ponernos metas, pero también aplaudir, premiar y hacernos sentir orgullo, convencernos de que nuestra familia es el mejor equipo al que uno puede pertenecer. Y ahora que la capitana se despide, el equipo sigue, sin peligro de desbandada, recordando la primera lección: estar juntos.

Ya sabes lo que me gustan las historias, como de niño podía subirme al mostrador y pasar esos sábados de invierno escuchándote hablar de la gente que entraba al comercio, con la radio y la máquina de coser de fondo. Y estos días nos damos cuenta de que nos has dejado mucho más que recuerdos, nos has dejado historias; historias para volver a estar contigo cuando las contemos, para reírnos en las comidas de domingo, historias que llegarán a los nietos, a los bisnietos, a los Mojones y Cacharrones que vengan en el futuro. También ellos te conocerán y entenderán que la historia de esta familia sería muy distinta sin Camila.

Adiós, capitana!

Una cuestión de piel

gaY

Hace seis años dejé de ligar. Apareció mi Lama y me liberó de la obligación de planchar una camisa los viernes noche. A veces me pregunto si llegado el caso, me acordaré de cómo se hace o volvería a ser un principiante torpe y acobardado, con el inconveniente de haber cumplido cuarenta, imperdonable circunstancia en el universo gay, donde la edad nos reduce a invisibles motas de polvo.

Para empezar, conviene aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de ligar puesto que hasta la propia palabra se ha vuelto tan vieja que pronto la ingresaremos en el asilo de términos moribundos, junto a parranda o piripi. Para mí, ligar solía ser ver a alguien interesante, adivinar una invitación en la mirada, provocar una conversación y columpiarse en ese diálogo con golpecitos de ingenio hasta elevar el ritmo y escuchar un click. Desde luego, todos sabemos que el alcohol ha sido siempre el aliado natural y, por más que idealicemos nuestras citas, reconozcamos que muchos de los matrimonios que nos rodean habrían sido apenas una cena fría sin las burbujas del gintonic.

De la coreografía de ligar, apuesto que todos tenemos algún movimiento que se nos resiste, un paso que nunca hemos conseguido dominar y que enfrentamos con el temor al planchazo. Para algunos, el traspiés se produce cuando llega el momento de la pregunta decisiva: «¿Nos vamos a otro sitio?». Una frase que permite despegarnos del grupo, pero que pone las cartas boca arriba y elimina la posibilidad de una retirada. Otros, en cambio, temen el momento de quitarse el pantalón pitillo sin perder la dignidad o despedirse diciendo algo de lo que arrepentirse antes de llegar al ascensor. Para mí, el tramo con niebla llegaba en el trayecto a casa: ese interminable viaje entre la última copa y el dormitorio. En cuanto uno cruza la puerta del bar, el decorado se cae y la calle nos devuelve a lo real. Entonces, las reglas cambian, la luz del día desvela lo ridículo de nuestros trucos y lo que dos minutos antes sonaba a diálogo de cine se vuelve pueril y pastoso. ¿De qué hablar?, ¿cómo rellenar ese cuarto de hora?, ¿no sería mejor irse cada uno por su lado y fingir reencontrase en el portal? En más de una ocasión, he deseado correr y evitar esas conversaciones de taxi que congelan el trabajo de toda una noche.

Escuchando a amigos, diría que las aplicaciones móviles lo vuelven todo sencillo, que las oportunidades se multiplican y los rechazos duelen menos con una pantalla de por medio. Sin embargo, tengo dudas de que las cosas hayan cambiado. Conozco a personas de belleza incontestable y durante un tiempo pensé que para ellas sería pan comido: acodarse en la barra y cribar. Con los años, aprendí que ni ligar ni ser ligado es fácil y que también a ellas les afecta el miedo al rechazo. Tal vez la tecnología nos permita romper el hielo desde el sofá de casa y mantener a salvo nuestra autoestima. Sin embargo, el cara a cara llegará y no habrá iphone que nos proteja porque, en cualquier época y a cualquier edad, ligar seguirá siendo, sobre todo, una cuestión de piel.

Una cuestión de piel

Duelo de sonrisas

Vigilante de la ORA

Mientras la observamos, mi amigo se imagina que se llamará Celsa, o cualquier otro nombre áspero de vecina antipática. La mujer que espiamos desde la ventana camina calle arriba, calle abajo con las manos a la espalda, con un andar lento y pesado de carcelera. Algunos coches ni los mira y en otros se detiene.  No sabemos si cumple alguna instrucción o su orden es arbitrario, pero mi amigo me avisa de que, al pasar al lado de su Polo, se parará. El pronóstico se cumple y, apoyada sobre una pierna, la veo inclinarse sobre su parabrisas.  «Me acecha», me dice exagerando.

Todo empezó hace un mes. Faltarían veinte minutos para las ocho cuando la vio bajar Eduardo Espino. No sé por qué, pero intuyó que se dirigía a su coche, como si a doscientos metros pudiese olfatear que era el único sin ticket. Corriendo, cruzó Castillo Urquijo  y, cuando la carcelera estaba a punto de empezar a teclear en su maquinita, abrió la puerta y colocó el ticket delante de sus narices. No quería sonreír, pero mi amigo sonrió y ahí empezaron sus problemas.

Al parecer nunca la ha visto entre semana. Sin embargo, el sábado se presenta y, en su paranoia, mi amigo sospecha que sabe que ese día aparca en su calle. Al igual que en cualquier otro trabajo, cree que también en ese se deben de desarrollar ciertas facultades, como la de reconocer a los reincidentes y él no tiene duda de que la carcelera lo ha descubierto y espera su momento.

Hace unos días se cruzaron a la salida de un centro comercial. Me dice que le costó reconocerla sin uniforme. Llevaba una bolsa con un pack de Estrella Galicia. «Por un momento la imaginé en su cocina», me contó, «anotando en una pequeña libreta las multas del día, con la televisión a todo volumen y la cerveza calentándose». Ni siquiera esa imagen le conmovió.

Esta semana nos hemos vuelto a ver y le he preguntado por su obsesión. Aliviado, me explicó que está convencido de que el último sábado se terminó todo y que ahora le dejará en paz. Ese día, mi amigo se despertó pasadas las diez. Con un mal presentimiento se vistió y bajó a la calle. Desde lejos adivinó en su parabrisas la revancha. Con la multa en la mano, miró alrededor buscando a la carcelera. Esperaba sorprenderla disfrutando de su golpe, pero ni rastro. ‘Vamos, tal vez no fue ella’, comenté. Mi amigo sacó la multa de su cartera y me la mostró. ‘Su venganza’, me dijo, dejándome ver al girarla una cara sonriente pintada a bolígrafo.

Duelo de sonrisas

La lección que no recibí

educación gay

El profesor nos planteaba una hora de educación sexual, la primera de todo el bachillerato. El método parecía sencillo: escribir en un papel anónimo nuestras dudas. Él los recogería e iría contestando. De esta manera, evitaríamos la vergüenza de tener que preguntar a mano alzada. Tenía dieciséis años y cursaba tercero de BUP en un colegio religioso, uno de esos centros considerados el lugar adecuado para garantizar a los hijos la entrada en la universidad. Sin embargo, a principios de los noventa, todo lo que tenía que ver con el sexo no existía en el plan de estudios y aquel inesperado anuncio inflamó una clase de cuarenta adolescentes.

Esa tarde, todos escribimos algo, cuidándonos bien de que la letra no nos delatase. La expectativa era mayúscula. El profesor desdobló primero un papel, luego otro y así continuó en silencio durante un rato. Luego levantó la mirada, se colocó las gafas y dijo en tono solemne que la actividad se cancelaba porque no habíamos sido capaces de tomárnosla en serio. Guardó los papeles y seguimos con las clases habituales. Nunca supe la razón. Tal vez pensó que nuestras preguntas serían más inocentes.

Ese mismo curso, otro religioso interrumpió una de sus tediosas explicaciones para asegurarnos que atravesábamos una edad turbulenta y que no resultaba extraño que nos sintiésemos confundidos a la hora de saber qué dirección tomaban nuestros afectos. Muy seriamente nos informó de que, en el caso de persistir esa confusión, existían tratamientos que nos ayudarían a definirnos. Miré a mi alrededor con disimulo, buscando algún gesto de sorpresa. Aparentemente nadie parecía alterado. Por entonces, comenzaba a sospechar que mis afectos sentían curiosidad por otras rutas y, aunque creía saber a qué hacer caso y qué olvidar de lo que oía en clase, la frase me perturbó y se quedó grabada en la memoria.

Todos estos recuerdos han regresado estos días leyendo El amor del revés de Luisgé Martín, un relato valiente en el que el escritor cuenta su experiencia, la de un chico descubriendo y aceptando su homosexualidad en el Madrid de los ochenta, una generación antes de la mía. Su testimonio me ha hecho rebobinar y ser consciente de que, aunque nunca sufrí episodios de homofobia, la falta de información era absoluta. Miedos, dudas y falsas creencias revoloteaban en mi cabeza, angustiosos temores que habría bastado un poco de luz para hacerlos desaparecer, sin embargo, encontrar esa luz parecía entonces una tarea imposible.

Aquel era el último tema que deseaba comentar con mis padres. De hecho, pronto descubriría que tampoco ellos tenían las respuestas que necesitaba. Todavía tardaría tiempo en reunir valor para apoyarme en mis amigos y ni siquiera conocía la palabra Internet, donde hoy parecen resolverse todos los misterios. Supongo que mi colegio era como el resto de los colegios y mi familia como el resto de las familias. Quiero pensar que las cosas han cambiado, que los profesores desdoblan esos papeles y contestan a las dudas de sus alumnos y que, si todavía alguno sugiere que existen tratamientos para reconducir afectos, se encontrará con algo más que caras de asombro. El aula debe ser un lugar que dé confianza, disipando los fantasmas que engendra la ignorancia y ofreciendo respuestas con las que el diferente pueda comprenderse.

La lección que no recibí

El último placer del verano

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Recuerdo que era septiembre y también que fue la única vez que vi robar a mi padre, sin embargo, he olvidado por completo por qué tomamos aquella dirección tan extraña. Regresábamos a Ourense después de un domingo en casa de mi abuelo. Al salir de Seoane, en lugar de continuar a Manzaneda, mi padre giró por sorpresa, tomando la carretera conocida como las curvas del Bibei.

Esa ruta desciende serpenteando entre viñedos en terrazas. A medida que se acerca la vendimia, el olor a uva madura se mezcla con el aroma de los frutales endulzando todo el valle. Mi padre y yo apenas hablábamos. Nunca ha sido de conversaciones largas y menos al volante. Todavía era de día, aunque el sol empezaba a desaparecer tras la sierra. Entonces, detuvo el coche y, sin darme más explicación, me pidió que esperase dentro.

Las comidas en casa de mi abuelo resultaban copiosas y, por un momento, creí que se habría mareado. Sin embargo, mirando a través del retrovisor, le vi encaramarse a un muro de piedra con una bolsa de plástico que, un segundo después, llenaba de uvas. Durante un cuarto de hora se dedicó a cortar racimos, mientras yo no dejaba de espiar la carretera, temiendo que el dueño se presentase y tuviese que asistir al penoso espectáculo de ver a mi padre a la fuga.

La escena resultaba irreal. Sentía un desconcierto parecido al del niño que, en una boda, descubre a su padre bebido. Sé que robar fruta no es ningún pecado capital. De hecho, yo mismo asaltaba cada verano las huertas de A Graña, donde se decía que rociaban la ciruelas de hincha-morros, un misterioso producto inventado para asustar a los niños con el cuento de que al morder nuestra boca se convertiría poco más que en el hocico de un cerdo. Sin embargo, aquello era diferente. Mi padre no sólo era un adulto, sino que hasta ese momento había sido siempre la rectitud.

De un golpe, cerró el maletero y regresó al coche. Entonces, descubrí aquel olor. No el de las uvas, sino el olor intenso de las pavías maduras, una deliciosa variedad de melocotón pequeño que crece entre las viñas del Bibei. Mi padre estiró el brazo, eligió cuidadosamente dos y me ofreció una. Muchos años después, cada vez que las bandejas plastificadas de higos y esas insípidas uvas del supermercado me recuerdan que estamos en septiembre, me viene a la cabeza la carne dulce, blanca y jugosa de las pavías del Bibei, pero sobre todo vuelvo a ver la sonrisa de mi padre, orgulloso de haber descubierto a su hijo el último placer del verano.

 “Quizás una buena pavía en sazón, sea la reina de las frutas nuestras”
(Alvaro Cunqueiro)

 

El último placer del verano

Sonrisas de cuerpo entero

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Me gustaba su flequillo y aquellos lunares del cuello, sus sofisticadas camisas de COS y las deprimentes playlists de tarde domingo, pero sobre todo adoraba sus paletas, una montada ligeramente sobre la otra. A él le avergonzaba no tener una sonrisa perfecta y, cuando reía, se llevaba la mano a la boca. Me irritaba aquel pudor, y sentía el impulso de agarrarle la muñeca y hacerle ver que el mundo se volvía loco cuando él reía.  Nunca logré convencerle de que, en el elegante abrazo de aquellos dientes, se encontraba el carácter único de sus expresiones. En cuanto pudo, se puso brákets. Ni siquiera se esforzó en ocultarse tras argumentos médicos. Con el tiempo lo dejamos y estuvimos un par de años sin vernos. Cuando nos reencontramos, no habíamos cambiado tanto. Sin embargo, cada paleta ocupaba el lugar que le correspondía y aquella geometría parecía gobernar en toda la cara, como si el resto de sus gestos hubiese sufrido también la disciplina del alambre.

Con diez años dejé una parte de mi sonrisa en Sabarís, un pueblo cerca de Baiona. Mis padres se relajaban en una terraza, mientras yo me montaba con un amigo en los coches de choque. Distraído, una de las fichas cayó a la pista. Me agaché para recuperarla. Al girarme, fue tarde para evitar el golpe. Lo siguiente que recuerdo fue a mi padre corriendo. El impacto me había partido el labio superior. Sangraba en abundancia y, con el dolor, me había echado las manos a la cara, esparciendo la sangre. Imagínense el susto de mi padre. Aquel golpe rompió una de mis paletas, dejándome una sonrisa-Mikel Erentxu. Durante años la lucí orgulloso, deseando que me preguntasen. Parecía que ya entonces me importaba más tener una buena historia que una sonrisa impecable. Sin embargo, mis dentistas se empeñaron en repararla y acabaron colocándome unas fundas.

Los brákets han dejado de ser una penitencia adolescente y los dentistas han conseguido que treintañeros y cuarentones pasen por el aro del aparato y cumplan su sueño de conseguir una dentadura televisiva, libre de imperfecciones, sin que importe que sean precisamente esas imperfecciones las que den carácter a nuestra sonrisa. Por supuesto, el argumento estético se diluye en un aluvión de razones médicas que convierten en una temeridad negarse a la ortodoncia.

La historia se repite y mi Lama quiere también una sonrisa tan perfecta como su bolsillo se lo pueda permitir. Al parecer, él y su dentista han encontrado un montón de motivos con el prefijo orto. Sin embargo, a mí me entra el pánico cada vez que lo menciona. La sonrisa de mi Lama tiene la potencia incontenible de la dulzura.  En cualquier discusión puedo levantar un muro de argumentos para defender una opinión. Entonces llega él, sonríe y mi posición se desmorona con la misma facilidad que una ráfaga de viento se lleva por delante la más sesuda montaña de folios. Imagino que nada tendrá que ver eso con la posición de sus dientes y que, al igual que abraza con todo el cuerpo, mi Lama sonríe también con todo el cuerpo.  Sin embargo, a mí me da rabia que no vea lo que tiene de especial y se rinda a esa legión de dentistas empeñados en convertirnos en emoticones a fuerza de facturar sonrisas.

 

Sonrisas de cuerpo entero

Esos otros días felices

sonrisa

Hace un par de veranos murió la madre de una amiga. Llevaba tiempo delicada, pero su salud se había deteriorado en los últimos años y apenas salía de casa. Me acerqué al tanatorio y vi a su padre al fondo del vestíbulo, rodeado de familiares.  Al aproximarme, me saludó con afecto. Entre silencios, me dijo: «¿Sabes, Nacho? Los últimos años fuimos muy felices». La frase, por inesperada, me dejó aturdido. Por mi amiga conocía detalles de la enfermedad, la fragilidad y necesidad constante de asistencia. La palabra ‘felicidad’ no parecía encajar.  «Me alegro de haber podido cuidar de ella todos los días», continuó, haciéndome pensar que tal vez la felicidad tenga caras que no llego a imaginar.

Mi amiga me había contado hace tiempo la historia de sus padres, digna de una novela. Ella, la niña bonita de una familia de posibles, como se decía entonces; él, un joven humilde llegado a la ciudad para labrarse un futuro. Dos enamorados que debieron sobreponerse a la negativa de los padres de mi amiga, empeñados en conseguir para su hija un pretendiente de mejor posición.  Él debió esperar años, afanándose por construir una carrera que le hiciese merecedor de la mujer de su vida. Lo hizo y no se equivocó. Ella fue la mujer de su vida.

Por ahora no he tenido la experiencia de cuidar de alguien cercano con una enfermedad grave, aunque lo he visto a mi alrededor. Supongo que es una de esas cuestiones que aceptamos como inevitables, que etiquetamos con esa expresión de ‘ley de vida’ -pareciese que todas las leyes de vida prevén una condena-. Cuando la enfermedad se presenta muchos hogares se ponen a prueba hasta extremos difíciles de describir.  A medida que me hago mayor se vuelven frecuentes estas historias y las palabras del padre de mi amiga reaparecen como un bálsamo: la posibilidad de encontrar felicidad en el cuidado de quien queremos, entre pruebas, esperas, en el angustioso proceso en el que vemos a alguien contra las cuerdas.

Hace poco mi amigo Andrés compartió un artículo de Ángeles Caballero en El Confidencial titulado ‘Ese maldito olor a desinfectante‘, dedicado a los cuidadores, a las enfermeras, los celadores, a todas las personas que nos sonríen y nos animan en los momentos de miedo, de incertidumbre, de hospital, cuando parece que la vida nos echa a un lado. Alivia pensar que, en esos días, no todo es dolor y que, a menudo, esos escenarios están iluminados por el cariño.

A Charo, una vecina del barrio, le queda nada para jubilarse y dejar de poner desayunos. Hace un par de semanas que arrastra una tendinitis y debe ir en taxi a la residencia donde cuidan a su marido. A Álvaro le ingresaron hace casi quince años, cuando la enfermedad hizo imposible atenderle en casa. Desde entonces, dice que cuenta con los dedos de la mano los días que no ha pasado a verle. Sus hijas insisten en que se vaya unos días a airearse a San Vicente, que ellas se ocuparán del bar, pero no hay manera. Escuchándola, me venían a la cabeza esos artículos que advierten de como algunas enfermedades desgastan a los familiares de quien las padece. Con estas ideas en mente, el otro día cometí la torpeza de meterme donde no me llaman y aconsejarle que hiciese caso y se marchase a descansar. ‘¿A descansar, Nacho?’, me dijo, ‘Ver a Álvaro es el mejor momento del día’.

 

Esos otros días felices