A jugar a otro lado

Abedules
Abedules del Bidueiral de Montederramo. Fotografía: Galicia única

Me despierto con la boca pastosa. Una sola noche aquí y he bebido más que el resto del año. Miro a mis zapatillas y me pregunto si será otro de esos viajes en los que no saldrán de la bolsa. Levanto la persiana. El cielo gris, la carretera mojada y jirones de niebla que suben del río. Mi móvil dice que sigue siendo agosto y que despejará a las doce. Veo sobre la mesilla Todo esto pasará, y pienso que debería volver con Milena a Cadaqués, a esa historia de guapos modernos en menorquinas. Sé que me estoy dejando llevar y que yo nunca encontraría atractivo a alguien en sandalias. Una vez salí con un valenciano que adoraba enseñar sus pies. Aquella relación no fue a ningún sitio.

Una pequeña carrera de treinta minutos, me repito para animarme. Cierro los ojos y me visualizo dentro de un anuncio de Adidas, avanzando ligero en medio del bosque. La fantasía de runner no da resultado, pero me calzo. Vienen de frente días de alcohol, tres platos y postre, he cruzado la barrera de los cuarenta y tengo un novio doce años más joven. No debería bajar la guardia.

La casa que ha alquilado mi familia está en lo alto del pueblo, al pasar el antiguo cuartel de la Guardia Civil, otro de los lugares sin más futuro que seguir pudriéndose invierno tras invierno hasta que se derrumbe. Alguien ha robado el cartel de ‘Todo por la patria». Lo imagino decorando algún puticlub de carretera. En tiempos, la llegada de un guardia al pueblo era todo un acontecimiento, sobre todo si venía con hijos. Dumbo, Pulguillas, Polilla… Cambiarle el nombre era nuestra manera de integrarlos.

Al salir de casa, sonrío recordando a mi madre refunfuñando por no haber encontrado una casa en el centro. No importa que atravesar Montederramo lleve cinco minutos. Ayer me dijo que se le hacía raro vivir a las afueras. Pongo el reloj y empiezo a correr. Sólo media hora, me prometo de nuevo. Uno es capaz de aguantar treinta minutos haciendo cualquier cosa. Este pensamiento de silla de dentista funciona y me pongo en marcha. Avanzo lento, pesado. Imagino mi aspecto lastimoso.

Desde la carretera veo la Ponte Mazaira, el prado al lado del río donde nos bañábamos. Con la hierba alta, hoy no entraría un jabalí. El señor Julio aparecía por sorpresa y montaba en cólera al vernos tomando el sol, como si lo fuésemos a aboyar. Desde el puente nos tirábamos al río, cayendo de pie con las manos pegadas al cuerpo. Apenas habrá cuatro metros, pero parecía un precipicio. Me veo con aquellas bermudas fluorescentes por debajo de la rodilla, la espalda contra la barandilla, disimulando el temor a romperme la crisma contra una roca. Los ojos de todos esperando. Pocas cosas me asustaban tanto y, sin embargo, saltaba. A esa edad, lo único que da miedo de verdad es que te tomen por cobarde.

Al otro lado del puente, el río pequeño. En realidad se trata del mismo Mao, pero llamamos así a un tramo en el que apenas cubre, con guijarros tan resbaladizos que necesitábamos fanequeras de goma para no darnos de bruces contra una piedra. Cuando uno era adolescente podíamos pasar al río grande. Cruzar a nado debajo del puente era una travesía para valientes. Las ramas de los árboles cubrían de sombras las orillas, creando zonas oscuras donde uno imaginaba todo tipo de peligros. A mí me asustaba cruzarme con una de esas culebritas que zigzaguean sobre la superficie con su diminuta cabeza levantada.

El viento agita los abedules que bordean la carretera y el agua acumulada durante la noche me cae en la cara. Me gustan los abedules, con sus troncos blanquecinos con forma de huesos y sus hojas plateadas moviéndose como lentejuelas. Uno se siente caminando en un bosque imaginado por Murakami. Entre mi respiración, escucho el ruido metálico de un cencerro y descubro un rebaño recostado apaciblemente entre la niebla. Un ternero me mira con asombro. Tengo la tentación de acercarme, pero a lo lejos distingo un chaleco reflectante y apuesto que se trata de Paco.

Camina apoyándose en una vara fina. Le doy los buenos días y noto que no me reconoce. Con los años ha ido perdiendo visión. Le digo que soy Garisa, parece sorprenderse de que haya madrugado tanto y se disculpa por no acompañarme corriendo. Paco es una de esas persona a las que uno siente ganas de abrazar en cuanto lo encuentra. Cuando éramos pequeños, nunca le vi espantar a los niños diciendo eso de ‘a jugar a otro lado’. Podía tenernos entretenidos toda una tarde atrapando saltamontes en frascos de cristal y pagando una peseta por bicho cazado o montar una excursión al monte y arreglárselas para que todos nos perdiésemos. Lleva una vida viniendo de vacaciones al pueblo y saliendo a caminar cada mañana. Cuando me levantaba en la habitación de mi tía, aún con legañas en los ojos, le veía salir de la tienda de Marujita con un transistor en la oreja y un par de melocotones en la mano, siempre con una de sus horribles gorras de publicidad.

Encuentro la entrada de una pista y me meto. La niebla es aún más densa en esta parte, pero me alivia dejar el asfalto y correr sobre tierra. De pronto, reconozco estos campos. Recuerdo una tarde de invierno con el Espinillo y el Lletas caminando por estas orillas, intentado descubrir alguna nutria y regresar al pueblo con los pies helados y sin haber visto nada. Otro verano, el Lletas se empeñó en enseñarnos a pescar truchas de noche con una linterna, todo un espectáculo para impresionar a alguna de las catalanas que llegaban en verano. Lo realmente divertido era montarse en su furgoneta de la carnicería, con el remolque lleno de restos de las terneras que llevaba al matadero. Uno se agarraba a una cuerda y el muy cabrón tomaba las curvas a toda velocidad intentando hacernos resbalar sobre las manchas de sangre.

A lo lejos distingo una vaca en el medio del camino. Con la niebla, apenas se ve una silueta oscura. De repente me paro. Un perro. No distingo la raza, pero pienso en los mastines que protegen el ganado que duerme al raso. Empieza a correr hacia mí. Está todavía lejos. Me doy la vuelta a toda velocidad. Tengo el corazón a doscientos. Me giro y le veo más cerca. Acelero al máximo de mis posibilidades. Miro al suelo buscando piedras, alguna rama. Se me viene la cabeza la imagen de mi padre saltando un muro para escapar de un rottweiller. Salgo del camino y vuelvo a la carretera. Me giro y el perro no me sigue. Mientras recupero el aliento, me río imaginándome a mí defendiéndome con un rama frente a un mastín.

Al subir la cuesta de regreso al pueblo, aparece la cúpula del monasterio. Han abierto una calle cerca de la residencia para mayores. Sigue sin verse un alma. Detengo el cronómetro. Me siento con derecho a una tortilla de dos huevos rellena de bonito y una taza de té negro tan cargada que parezca café. Subo las escaleras, la casa está vacía. Mi padre no habrá regresado de la sierra y mi madre se habrá ido al Tamanaco en busca de su tostada diaria de mermelada y su ejemplar de La Región. Mientras me escaldo la espalda con una ducha de agua hirviendo, pienso en todo lo que he visto en esos prados y en lo lejos que se puede llegar en una carrera de 41 minutos.

 

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Monte
Plano de Montederramo por Xaira

Al llegar al embalse, dudo. Veintidós años con carné y las prioridades todavía me confunden. En realidad, sospecho que nadie las entiende y todos esperamos a ver qué hace el otro. Tras unos segundos de titubeo, la furgoneta cruza y el conductor me mira extrañado. Finjo sintonizar una emisora y, en cuanto lo veo alejarse por el retrovisor, atravieso el puente. Por el rabillo del ojo, busco la roca desde la que nos tirábamos de pequeños. Me imagino zambulléndome en el agua con un elegante salto de cabeza. Al momento me doy cuenta de que se trata de un recuerdo falso. Siempre he sido más bien torpe y lo real se parecería probablemente más a una estrepitosa bomba, salpicando a Natalia o a cualquiera que tomase el sol en la orilla.

Tomo el desvío de Leboreiro y veo que carteles de orquesta cubren la puerta del bar-tienda de Rocío, cerrado desde hace años. Me pregunto si seguirán colgadas del techo esas cintas adhesivas para atrapar moscas y aquel olor espeso a colacao. El cruce de la carretera principal y la que lleva a Montederramo marcaba el límite del territorio permitido durante la infancia. A partir de allí debíamos dar la vuelta con las bicis. Entonces, de regreso al pueblo, apenas encontrábamos tráfico: el Land Rover salpicado de barro del panadero, el Cuatro Latas de la Guardia Civil y, tal vez por las tardes, el coche de línea regresando de Ourense. Hoy no me he cruzado con nadie. Al llegar a la recta de A Franqueira, nos gustaba acelerar hasta perder el control de los pedales. Todavía hoy se ven los postes oxidados de las porterías y apuesto que podría encontrar cartuchos del tiro al plato.

Antes de la primera curva desde la que se ve el pueblo, la carretera bordea prados donde recogíamos árnica. Una mujer se acercaba en coche a comprarla los días de feria. Venía con una balanza y nos pagaba cuatro duros. Primero se nos ocurrió mojar las flores para que pesasen más. La siguiente vez escondimos piedrecitas. Allí se acabó el negocio. En esos campos rodeados de abedules y robles pastan terneras. Apenas se cultiva nada en la falda del San Mamede, pero ese verde hace que uno desee ser vaca. Según mi tía Camila, la obsesión bovina me viene de lejos. De niño vigilaba la calle desde el mostrador del comercio. En cuanto veía al señor Julio o a cualquiera pasar con ganado salía disparado y le acompañaba hasta donde fuese, incordiándole por el camino con todo tipo de preguntas. Durante años, una mirada de vaca fue mi salvapantallas en el ordenador del periódico. Nada más eficaz contra el estrés que una rubia gallega recordándote que, en esta vida, nada es urgente.

Cada vez que paso al lado del cementerio me sobreviene una sensación incómoda. No he entrado demasiadas veces, aunque tengo la impresión de que, entre esos mármoles comidos por el musgo, será donde acabe algún día. Justo enfrente, han cerrado las granjas y el olor a purín ha desaparecido. Hoy todo huele a hierba segada. Desde la carretera distingo un cartel de ‘Se vende’ entre tablas que tapian ventanas. ¿Para que compraría alguien una granja abandonada? De pequeño habría más de diez mil pollos. Cuando crecían se cambiaban de nave. Entonces, el Espinillo me avisaba y, tan pronto como su padre nos dejaba solos, llenábamos las mangas de la cazadora de pollitos, la girábamos en el aire como si fuese una honda y los disparábamos lo más lejos posible. Supongo que hoy iría a la cárcel por algo así.

También han cambiado el cartel con el nombre del pueblo. Han sustituido el metálico por uno de madera, como tallado a navaja, aunque apuesto que habrá salido de algún polígono chino. Al lado, una hornacina de cristal astillado con una virgen en el interior, los restos de una vela consumida y flores secas. Desde ese alto, unos árboles tapaban la vista, pero esos pinos han desaparecido, quizá ardieron o alguien se decidió a talarlos. Ahora se ve el monasterio, el río oculto entre hileras de árboles y las casas mirando a la carretera, con la ropa tendida en las huertas de atrás. Apago el coche y bajo a tomar una foto. Un hombre pasa montado en un tractor y me saluda con un movimiento de cabeza. Me pregunto si me habrá reconocido y siento un punto de vergüenza por comportarme como un turista. Supongo que uno debe irse, cumplir algunos años y volver para sentir ganas de fotografiar los lugares de siempre.

Son las cuatro y el pueblo sestea inmóvil. Todo ocupa el lugar que le corresponde y, sin embargo, todo parece distinto. Nunca he sabido explicar qué tiene de especial Montederramo, aunque estoy seguro de que, si le pidiese a un niño que dibujase un pueblo, se parecería bastante a este.

El pueblo que dibujó un niño

7.832 mails

Equipo CdC

Comencé a trabajar en un periódico al que llegué por casualidad y del que tardé nueve años en salir. En realidad, las cosas no me iban mal. Tenía contrato, mis jefes me apreciaban y me ganaba la vida escribiendo. Un día me premiaron con un pequeño ascenso y entonces decidí irme. Entendí que había pasado una década tratando de llegar a un lugar que no era para mí. No era un periodista codiciado al que le lloviesen las ofertas. De hecho, nadie me esperaba en otro sitio, sólo quería cambiar de vida. Sin embargo, no tenía la menor idea de qué vida quería. Al borde de los treinta, cuando mis amigos firmaban hipotecas, me sentía como si me despertase en plena adolescencia.

Aquel periódico era una de esas empresas que se alimentan de las ganas irracionales con las que uno sale de la facultad y se entrega a hacer carrera sin mirar el reloj. Nunca me he parado a contar cuantas horas pasé, pero, entre los veinte y los treinta, el tiempo transcurrió como un frenético fin de semana. Con algunas personas que siguen escribiendo en ese diario, aprendí el oficio que me ha permitido ganarme la vida y que, en buena medida, me define. Paula fue una de ellas.

Llegamos el mismo verano y acabamos compartiendo sección. Formábamos parte de un equipo pequeño, pero que se sentía el centro del periódico. Aquello y soportar los disparates de los mismos jefes nos unió. Además, congeniábamos. Organizada y práctica, Paula me aportaba el orden que necesitaba para protegerme de mis despistes. Cuando pienso en esa etapa, me veo hablando compulsivamente por teléfono, probando suerte para sacar alguna historia que no empezase por ‘el presidente asegura’, y ella ocupándose del resto de las páginas, corrigiendo a los de prácticas y atendiendo el aluvión de llamadas que entraban en la delegación. Todo eso mientras se preguntaba resignada si mis experimentos nos llevarían a algún titular y podríamos irnos de una maldita vez a casa.

Aunque nueve años es un periodo largo, nuestra relación se mantuvo siempre en el ámbito del trabajo. No quedábamos a tomar cañas, ni viajábamos juntos y, más allá de los resúmenes de fin de semana, apenas estábamos al tanto de la vida privada del otro. Aquella era una relación de compañeros. Cuando me marché, entendí que me llevaría un oficio aprendido y un montón de recuerdos, pero también supe que todo lo demás se quedaría allí.

El viernes me despedí de una compañera con la que compartí mesa seis años. Quise recordar el día exacto en el que se había incorporado y busqué su primer correo. En una esquina de la pantalla, Gmail me informaba de que nos habíamos intercambiado 7.832 mails. Supongo que esa cifra habla de algo más que compartir mesa. Como suele ocurrir, hubo fiesta, abrazos y, de nuevo, la misma sensación que con Paula.

Quizá sea sólo una cuestión del lenguaje. Asignamos etiquetas para clasificar nuestras relaciones y ‘compañero de trabajo’ suena demasiado administrativo como para empaparse de afectos. Nada fuera del círculo de la pareja, la familia y los amigos parece que nos pueda remover. ¿Cómo vas? Bueno, se ha ido un compañero. No suena a un gran cambio en la vida de uno. Sin embargo, a menudo el trabajo nos une a personas con las que compartimos demasiado como para pretender que pueden desaparecer sin dejar más marca que una cara nueva al otro lado de la mesa.

7.832 mails

Flechazos

Hockney
David Hockney Portrait of an Artist (Pool with Two Figures) 1972 Private Collection © David Hockney Photo Credit: Art Gallery of New South Wales / Jenni Carter

En cuanto le vi, supe que había ido bien. Me contuve para no preguntar, aunque me moría de ganas. Disimulé hablando de esto y lo otro, haciendo tiempo hasta sentarnos a la mesa y dejar que contase su historia. Me encanta cuando Toni, normalmente en la orilla de las conversaciones, nota que tiene nuestra atención y se lanza a hablar con esa mezcla de timidez y extrañeza por sentirse protagonista, comprobando que no aburre a nadie, pidiendo permiso con la mirada.

Honestamente, habría apostado por que la cita sería un fiasco. El día anterior me había enseñado la foto del chico. Unos treinta años, atlético, ojos rasgados, vestido con una camiseta de fútbol. Conozco a Toni desde hace siglos y alguno de sus ligues me ha dejado sin respiración. Sin embargo, en octubre cumplirá cincuenta y cinco y los años pesan de otra manera en esas aplicaciones.

Viéndole disimular su entusiasmo, me sentí aliviado. Sabía que su mala racha duraba más de lo normal y me preocupaba que empezase a pensar que no era solo una racha. A estas alturas, mi amigo no se engaña, sabe qué puede esperar de Grindr, pero todos tenemos alguna tarde de domingo en la que bajamos la guardia y pensamos que tal vez hoy será diferente. Esas son las citas peligrosas.

Si le diesen tiempo, más de uno se enamoraría de Toni. Esas cosas ocurren. Hace años, tuve un compañero opuesto a lo que siempre me había atraído. No sé cómo sucedió, ni siquiera me di cuenta, pero, a los pocos meses, habría dado un brazo por tener una mínima posibilidad con él.  Ese chico me volvió loco.

Aunque los niñatos a los que Toni persigue ni siquiera entienden a qué se dedica, mi amigo es brillante. Cualquiera que le escuche cinco minutos se dará cuenta de que es una de esas personas que mejoran la vida de uno. Sin embargo, no debemos perder de vista que, en un lugar donde la gente se presenta con fotos de pectorales, el hecho de ser un genio o un idiota importa una mierda.

El chico trabajaba en la FNAC. Le invitó a casa y, en cuanto llegó, vio en las pupilas que había tomado éxtasis. Toni no entró en detalles, pero era evidente que el sexo había ido bien.  El chaval se marchó enseguida. Tenía que pasar por su óptica. Todos decimos chorradas así cuando queremos desaparecer. Mi amigo llegó dando por hecho que no habría segunda cita y, un par de horas después, comprobó que le había bloqueado. Pese a todo, Toni parecía pletórico. Había comprobado que aún tenía tiempo.

Flechazos

El viaje de los Nachos (Fin)

mont-saint-michel

<- Leer parte 3

Abrí los ojos. Nacho conducía. Atravesábamos un paisaje de costa llano, sin apenas vegetación, con el horizonte y el Atlántico uniéndose en una lámina gris. Con los ojos desenfocados por el sueño distinguí una imponente silueta emergiendo del agua, como un pastel de roca sobre una bandeja. A medida que nos acercábamos se perfilaban las formas del Mont Saint-Michele, la monumental abadía normanda levantándose sobre una isla en el estuario del Couesnon.

Pronto descubrimos un segundo mar que destrozó el encanto del primero. El Saint-Michel flotaba sobre un océano de autocaravanas, con sus toldos de colores y antenas parabólicas, una flota que anunciaba uno de los destinos más concurridos de Francia, casi cuatro millones de turistas al año. Entonces, tomamos una decisión sabia. Decidimos instalarnos en el camping y entrar a la isla al anochecer, cuando la marabunta se hubiese retirado.

Atravesar el dique, cruzar la muralla y ascender entre sombras por las callejuelas empinadas de ese santuario, sin más ruido que el eco de algunos restaurantes cerrándose, se convirtió en uno de los momentos del viaje. Desde las murallas apenas se divisaba la bahía, ese espacio a merced de las mareas en el que el océano puede retirarse hasta quince kilómetros y que, cuando regresa a su lugar, convierte Saint-Michel en una isla, en la fortaleza y la prisión inexpugnable que fue durante siglos.

No alcanzaba el presupuesto para una de las famosas tortillas soufflé de La Mère Poulard, pero sí pudimos sentarnos en un muro y observar a los cocineros a través del cristal preparar las últimas del día, divirtiéndose improvisando una melodía con esa percusión de cucharas y cacharros de cobre.

A la mañana siguiente, volvimos a hacer el recorrido a la luz del sol, comprobando como el turismo lo vuelve todo vulgar. Con la marea baja, recuerdo escribir en la arena ‘Take me a picture, please‘ seguido de mi correo electrónico, con la esperanza de que lo viese alguno de los curiosos que fotografiaban desde lo alto de las almenas.  Alguien atendió a nuestros exagerados aspavientos y nos retrató. Aplaudimos agradecidos, aunque nunca recibimos esa imagen.

Con el Saint-Michel atrás, el viaje siguió su curso. Atravesamos Bretaña, recorrimos las murallas de Saint-Malo, y nos bañamos en su playa de arena oscura, de casetas de bañistas con listas azules y puestos de helados. Hicimos noche en Rouen, compramos alguna botella de Calvados para regalar, y madrugamos para continuar hasta La Rochelle, descender entre los bosques de las Landas y llegar a Biarritz, con sus ventosos arenales de surfistas y voladores de cometas y sus prohibitivos hoteles balneario. El viaje tocaba a su fin. Los silencios en el coche resultaban tan cómodos como las conversaciones. Nacho había conseguido que aprendiese a montar la tienda y renunciase a girar el mapa. Septiembre se terminaba. Los desayunos y cenas en el camping obligaban a abrigarse con la sudadera y los días de verano empezaban a menguar.

Ocurre a menudo que los mejores viajes, por lejos que nos lleven, terminan descubriéndonos a quien tenemos al lado. Esos cuatro mil kilómetros nos enseñaron mucho más de lo que habíamos visto. Un día, Nacho me dijo que abandonaba el Periodismo. Se había cansado de darle oportunidades a un oficio que se las negaba todas. Entonces se reinventó ganando un plaza de funcionario en Tenerife. Confiaba en que sería una etapa corta, pero tardó años en hacerse con el billete de vuelta. Cuando al fin íbamos a celebrar su regreso, apareció una de esas razones que le dan vuelta a la vida como un calcetín. Tal vez pensó que los lugares los hacen las personas y, cuando uno es realmente afortunado, basta una persona. Entonces voló a Galicia y nos presentó a esa chica que, mientras yo acababa mi desayuno, me sonreía, asombrándose de la naturalidad con la que el godo que había confundido España con la Península había estado a punto de perder su avión. Junto a ella, en su primera mañana de casado, Nacho meneaba la cabeza, asegurándose otra vez de que el otro Nacho tomase la dirección correcta para volver a casa.

El viaje de los Nachos (Fin)

El viaje de los Nachos (3)

Normandia

<- Leer parte 2

Me gustaría recordarme en una de las salas del Rijksmuseum, admirando los colores de La Lechera de Johanes Vermeer. Sin embargo, la memoria es caprichosa y la imagen que ha sobrevivido de ese viaje es la de dos amigos sentados en las mugrientas escaleras de un portal de Ámsterdam, untando de paté una rebanada de pan, agotados después de un batiburrillo turístico que incluía la Casa de Ana Frank, el Museo Heineken, un taller de diamantes y algunos mercados de tulipanes. Aquel no fue un viaje para gourmets. Las vacaciones de hotel y restaurante llegarían mucho después a nuestras vidas. Para cumplir la ruta planeada, debíamos estirar el presupuesto al máximo y la receta era sencilla: pasta, fiambre y gasolina.

Tras un par de días en Ámsterdam, en un camping repleto de adolescentes dormitando bajo nubes tóxicas o deambulando como zombies entre tiendas, continuamos viaje hasta Delft, un apacible pueblo en la costa de Holanda, protegido tras un frente de molinos de viento, con calles adoquinadas llenas de terrazas con ruidosos estudiantes americanos. A las afueras, encontramos un camping ecologista, ocas sueltas, erizos y lechosos holandeses tomando el sol semidesnudos entre la hierba, un lugar perfecto para reponerse y dejar Holanda con un imagen más amigable que la de los coffeshops y chinos fotografiando cabinas del barrio rojo.

Gante, con su lúgubre castillo, fue la siguiente parada. Al momento me enamoré de los elegantes flamencos rubios que desplegaban repipis manteles de cuadros y descorchaban botellas de vino a orillas del canal, una idea del botellón muy alejada del Dyc-cola en vaso de tubo con hielo de gasolinera a la que estaba acostumbrado. Esa noche decidimos agotar las existencias de la nevera portátil y Nacho volcó en la olla todo cuanto quedaba en las latas, sin orden ni concierto: lentejas, salchichas… Tuve que pasear hasta altas horas de la madrugada por las pistas de tierra del camping para digerir aquel hormigón de conservas. Mi amigo, en cambio, no tardó dos minutos en dormirse, haciendo gala de sus superpoderes para quedarse frito.

Dejamos atrás Bélgica para llegar a los paisajes húmedos, verdes y mullidos de Normandía. Conduciendo entre colinas y granjas, buscábamos la costa. Yo seguía girando el mapa como un cubo de rubik cuando el verano se apagó. Un cielo gris nos recibía a la llegada de Omaha, la playa donde la II Guerra Mundial comenzó a terminar. Aquel arenal abierto al Atlántico recordaba a demasiadas películas. Caminamos bromeando, aunque poco a poco el viento y la atmósfera cargada de historia nos dejó en silencio. En los altos, visitas guiadas de turistas recorrían los restos de las baterías alemanas. Frente a aquellos paisajes, sin posibilidad alguna de protegerse, resultaba fácil entender que el desembarco fue una cuestión de número: enviar más soldados que balas alemanas había para detenerlos.

A pocos kilómetros se extendían colinas de césped púlcramente cuidado, forradas de una geometría perfecta de cruces blancas. En cada una, un nombre, un símbolo religioso, el lugar de origen y la edad, la mayoría veinteañeros. ¿Cómo habría reaccionado yo si me hubiesen sacado de la universidad para enviarme a una guerra al otro lado del mundo?, ¿qué habría ocurrido si los miles de soldados extranjeros enterrados en aquellos cementerios no hubiesen venido?

Regresé al coche pensando que uno puede leer los libros más elocuentes, pero, en ocasiones, visitar los lugares nos permite entender que la historia fue real y no un simple relato entretenido, lugares donde, aunque no encontremos las respuestas, nos hagamos las preguntas adecuadas. Supongo que estaba a punto de aprender que era precisamente eso lo que hacía que viajar mereciese la pena.

(Continuará)

El viaje de los Nachos (3)

El viaje de los Nachos (2)

control policial

<- Leer parte 1

Seguramente no elegí el momento. Debería haber aprovechado las rectas de Castilla, pero me entró prisa. Nos dirigíamos a Francia, habíamos previsto pasar la primera noche en Burdeos y llegar a Ámsterdam al día siguiente. Recuerdo una tormenta de verano, algún silencio más largo de lo normal y yo pensando que, si íbamos a convivir dos semanas, debería contárselo.

Nunca he sido de soltar las cosas a bocajarro. Necesito introducciones. Cuando me lancé, cruzábamos Álava y la carretera admitía una salida del armario. Incluso encerrados en un coche, nada impedía a un buen conductor escuchar y conducir concentrado. Sin embargo, aparecieron curvas, pendientes pronunciadas, tráfico de camiones y, honestamente, era tarde para detener una conversación que se precipitaba ganando velocidad, sincronizada con aquella autopista que descendía entre valles cerrados y túneles interminables. Nacho, adelantándose a lo que estaba a punto de oír, agarraba con fuerza el volante sin separar la vista del asfalto. Yo no podía dejar de hablar. Todo fue extraño, incluso peligroso, pero entramos en Francia sanos, salvos y, desde luego, conociéndonos mejor.

Tras una primera noche a las afueras de Burdeos, en un hotel Formula 1 en el que no dejé de jugar con su sistema automático de lavado de aseos, continuamos viaje. A la mañana siguiente nos detuvo una retención provocada por un control de la Gendarmería francesa.

— A esos los han parado por árabes —convenimos los dos, sintiéndonos protegidos con nuestro dni español e indignados al ver como una familia entera era obligada a salir de un Mercedes destartalado y a descargar de la baca fardos y maletas atadas con cuerdas. El conductor, la mujer y dos niños miraban desde la acera con gesto indiferente, como si aquello formase parte de la rutina del viaje. Tras media hora examinando minuciosamente los bultos de su equipaje, dejaron que continuasen. El siguiente coche, con matrícula francesa, pasó sin problema. Era nuestra turno.

Bonjour monssieur, ¿a dónde se dirigen? —preguntó uno de los agentes con esa suavidad francesa que hace temer lo peor. No tuve tiempo de detener a Nacho.
—A Ámsterdam.
—Aparquen, por favor  —nos ordenó nada más escuchar nuestro destino, avisando con un gesto al resto de agentes que fumaban distraídos. Siguiendo sus órdenes, abrí el maletero, seguro de que nada habría ocurrido si mi amigo hubiese dicho Colonia, Estrasburgo o cualquiera de esas soporíferas ciudades del norte de Europa en las que sólo se fabrican televisores o muebles de diseño.

Con delicadeza de modistos, los gendarmes desplegaron un plástico sobre el arcén, abrieron mi mochila y extendieron toda mi ropa, desdoblando camisetas y separando calcetines, empaquetados en ovillos. Recuerdo el gesto de uno de ellos, curioseando las etiquetas. Por un momento creí que me preguntaría si tenía su talla. Me impresionó el primor de abuela con el que aquellos gorilas con chaleco antibalas volvían a plegar todo y meterlo en la mochila, a decir verdad, con bastante más atención y cuidado del que yo había invertido a la hora de hacer el equipaje.

Con la agradable sensación de haber sido controlados por una unidad policial de madres, continuamos. Dejamos atrás París, circunvalamos Bruselas, divisando a lo lejos el reflejo metálico del Atomium. «¿Nos acercamos?», preguntó Nacho. «¿Qué se nos ha perdido ahí?», contesté, despreciando una ciudad de la que no sabía nada y que, unos años más tarde, me cambiaría la vida.

Sin GPS, toda la ayuda con la que contábamos era un mapa de carreteras. Atravesando las calles de Ámsterdam, Nacho me miraba por el rabillo del ojo, alarmado al ver como giraba el plano intentando orientarlo en la dirección correcta. Cansado de disimular, preferí ser honesto y dejar de fingir que podría ser de alguna utilidad al conductor, más allá de sintonizar la radio y dar conversación. Finalmente llegamos al camping, deseando zambullirnos en la piscina y disfrutar de un sueño reparador. Nada más cruzar la recepción, un cartel enorme nos hizo darnos cuenta de que quizá no sería tan fácil descansar:  ‘Prohibido fumar porros, je, je, je’.

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El viaje de los Nachos (2)

El viaje de los Nachos (1)

Boda Noche

Lo había comprobado tres veces. Mi vuelo de regreso salía a las 14.05. No había necesidad de volver a mirar y, sin embargo, le pedí a Nacho que lo hiciese. Le había enviado a su móvil un correo con mis billetes. La boda terminaba. El viento, que no había dejado de soplar, amainaba. Los invitados se despedían, acababan sus desayunos y yo sonreía recordando mi desafortunada metedura de pata durante la fiesta. Había empezado mi brindis diciendo que Canarias y España tenían una hora de diferencia. Al momento, un murmullo de protesta me impidió terminar la frase. Desconcertado, miré a mi alrededor buscando una explicación, hasta que un alma caritativa me susurró: ‘No olvide usted que Canarias también es España’. Al darme cuenta de la ofensa, añadí con rapidez que Galicia, por su posición geográfica, debería tener la misma hora que Canarias, en un triste intento de ganarme al auditorio. Sin embargo, nada pudo evitar ya que me coronaran como el «godo mayor» de la boda.

Esa mañana, los novios habían madrugado para despedirnos. En la luminosa plaza de aquella hacienda se apilaban las maletas y empezaban a organizarse los grupos para trasladarnos al norte o al sur de la isla, dependiendo desde donde saliese el avión de cada uno. La familia de Nacho se quedaría cuatro días más en Tenerife y yo imaginaba cuánto me habría gustado pasar una semana con mi Lama en aquella casa aislada con vistas al océano, entre muros encalados, vigas de madera barnizadas y suelos empedrados. Enseñarle esos paisajes de roca volcánica y cactus, los barrancos y la silueta de la costa, con sus altos coronados por capillas y faros. Todo tan diferente al Tenerife de hoteles gastados, con ingleses fofos y blancos flotando en piscinas, aliviando la resaca con clases de aqua-gym. Entonces vi a Nacho sonreír y tuve un mal presentimiento.

‘No me digas que no es a las dos. Lo comprobé ayer’, pregunté con urgencia. Las conversaciones pararon y todo el mundo nos miró en silencio. ‘Ser es a las dos’, me dijo, ‘pero desde el sur, no desde el norte’. Una diminuta ‘s’ entre paréntesis había estado a punto de dejarme en tierra. Mientras mi despiste hacía reír a todos, Nacho me miraba meneando la cabeza y entonces apareció en mi memoria otro Nacho, un Nacho de hace no sé exactamente cuánto tiempo, tal vez veinte años.

En esa imagen, mi amigo cerraba el maletero de un coche de alquiler. Sería quizá un Megane o cualquier otro modelo al alcance de veinteañeros mal pagados. Comenzaba septiembre y el resto había disfrutado de sus vacaciones. Aparcamos en la Galuresa, una de las gasolineras a la entrada de Santiago. Milagrosamente, todo había entrado en el maletero: la tienda, la mesa plegable, las sillas del camping, cajas con conservas… Nos esperaban dos días de carretera hasta Amsterdam y, después, regresar bordeando la costa de Holanda, Bélgica, Normandía, Bretaña, las Landas y a casa de nuevo. Nacho y yo nos habíamos hecho amigos estudiando Periodismo. Congeniábamos, teníamos prisa por conocer otros lugares y, sin embargo, la idea de pasar dos semanas solos en un coche me producía una cierta desazón.

Mi amigo Fran me dijo una vez que aconsejaría a todo el mundo hacer dos veces el interrail: una solo, para poner a prueba nuestra salud mental, soportando tantos días de viaje en tren con nosotros mismos, y la otra, con la persona con la que deseamos vivir el resto de la vida. Un viaje implica decisiones, a veces demasiadas, y cada una representa una oportunidad para romper la baraja. Dos mil kilómetros de ida y dos mil kilómetros de vuelta dentro de un Megane estaban a punto de brindarnos la ocasión perfecta para descubrir hasta dónde llegaría nuestra aventura de verano.

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El viaje de los Nachos (1)

Sabina contra Lady Gaga

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Cuando mi Lama y yo empezábamos a salir, durante uno de esos cafés en los que tratábamos de impresionarnos mutuamente, me enseñó en su móvil el vídeo de un concierto multitudinario. Cantaba Lady Gaga en el Palacio de los Deportes y de pronto, entre el público enloquecido de las primeras filas, apareció un brazo con una cazadora azul galáctico. Centímetro a centímetro, aquella manga de astronauta subía buscando la mano de la cantante. ‘Ese soy yo’, me dijo en el momento en el que se tocaban. Después me miró fíjamente, intentado adivinar si el hecho de que fuese doce años mayor que él me impedía entender la hazaña de haber rozado a la señora Gaga.

Vivíamos ‘los inicios’, como a mi Lama le gusta decir cuando se refiere a esos días, haciéndome sentir que, en lugar de una relación, fundamos una etapa histórica. El caso es que, tras ver el vídeo, me esforcé por demostrar todo el entusiasmo del que fui capaz, aunque lo único que me había impresionado era el brillo sideral de su cazadora ‘¿Cuál ha sido tu concierto inolvidable?’, me preguntó. Al momento vino una imagen a mi cabeza. La descarté. Creo que inventé algo para salir del paso, quizá le hablé de The Cure,  Massive Attack o algún otro grupo oficialmente molón, de esos que nadie se atrevería a cuestionar en público y que a mi Lama, como buen millennial, le sonaría vagamente, aunque no acertase a tararear ni una canción.

En esa imagen espontánea de mi memoria aparecíamos Óscar, un amigo del bachillerato, y yo. Eran vacaciones de Navidad, tendríamos quince años y habíamos ido a escuchar a Milanés, Krahe, Aute y Sabina al Paco Paz, uno de los pabellones de deportes de mi ciudad. Al poco tiempo a Óscar le empezó a doler la barriga. Al parecer, había cenado una ostra en mal estado y tuvo que sentarse en las gradas. Yo me escabullí hasta la primera fila y apareció Sabina en el escenario.

Nunca antes había pensando en esa noche como mi mejor concierto.  No tengo un currículo festivalero para impresionar a nadie, aunque he visto a Dylan, a los Rolling, Cold Play, Muse, Madonna, en fin, a algunas de esas bandas que muchos describirían como míticas y que a nadie le extrañaría que ocupasen ese puesto de ‘concierto inolvidable’. Sin embargo, la imagen que apareció fue la de ese pabellón y yo embobado frente a un tipo con ridículos pantalones de cuero y americana plateada. Y a mí, que a esas alturas no había roto un plato y bebía cosas tan fuertes como lícor 43 con cacaolat, esas canciones de princesas que atracan famarcias, de amores de tren y hoteles baratos, esas historias que tenían tan poco que ver conmigo, encontraron alguna razón para quedarse.

Solo una semana después, mi prima Inma llegó de Valencia y me regaló el directo de Sabina y Viceversa, dos casetes que no paré de escuchar hasta memorizar la letra de todas las canciones.  Aprendí esas y las del resto de sus discos. En realidad, no creo que haya pasado nunca tanto tiempo escuchando a alguien. Leí su biografía, le vi en conciertos tantas veces como pude y hasta volví loco a mi amigo Alberto, empeñado en que me enseñase a tocarlas con la guitarra. Supongo que me convertí en algo parecido a un fan, aunque esa palabra me provoque sarpullidos. Sin embargo, poco a poco, las cosas cambiaron.

De pronto aparecieron otros grupos que nada tenían que ver con Sabina.  Cada viernes repasaba El País de las Tentaciones y preparaba a conciencia mi playlist: Sexy Sadie, Los Planetas, La Casa Azul… Después llegaron los bares de ambiente, las macro fiestas gays, las soirées electro y esos primeros novios que me hacían sentir sofisticado llenándome el ipod de grupos franceses que nadie conocía. Llegué a renegar de haber sido uno de esos adolescentes moñas que escuchaban a cantautores y, sin embargo, como ese primer amor del que uno se avergüenza, pero que nunca pierde de vista, Sabina seguía ahí y sus estribillos aparecían de nuevo mientras conducía, regresando a casa de copas, fregando tras una cena. Le espiaba por el rabillo del ojo mientras detestaba ese último disco porque no sonaban como los primeros y, sin embargo, siempre encontraba alguna frase que me dejaba del revés y me hacía pensar que, aunque a veces odie escucharlo, siempre me gusta leerlo.

Esa especie de segunda adolescencia indie también pasó. Me cansé de fingir entusiasmo con todos los grupos que adoraban mis novios. Aprendí que uno no necesita descubrir cada semana a esa banda ‘que es lo más’, algo que ahora me ocurre con las series de televisión. Y entonces apareció mi joven Lama, que no sabía quién era Perales y para el que Fraga era un nombre en algún libro de la ESO. Recuerdo el día que me descubrió cantando a Sabina en el coche. Su cara al ver que sabía de memoria «todas las de ese que canta Y nos dieron la una, las dos y las tres, la que ponen en las bodas», añadió. Me esforcé por hacerle ver qué encontraba de especial en esas letras, aunque supongo que debemos aceptar que no todos los gustos son contagiosos.

Entre sustos fiscales y achaques de salud, a Sabina se le aflojó el ánimo y desapareció de los escenarios. Entonces empecé a echarle de menos y reapareció esa urgencia por volver a verle. Tal vez fueron los rumores de que ya no volvería o los pronósticos de que se presentaría con alguna de esas bobadas tipo Tiramisú de Limón o su enésima gira con Serrat, pero que el Sabina de los Dieguitos y Malfadas, de Peor para el sol, de Y sin embargo, Ruido y de tantas canciones, ese ya era historia. Siempre hay alguien deseando firmar la esquela de un talento.

Después de años, mi amigo Andrés y yo le veremos este jueves en Madrid. Y ahora aceptando que, pese a simulacros y amores raros, sigue siendo el autor de esas canciones con las que me he hecho mayor, historias que ahora sí tienen que ver conmigo, aunque no hablen de nadie como yo.  Por eso, aunque en sus letras ya no hay princesas ni atracos,  si lo escucho mientras hago la cena y con la espumadera en la mano canto:  «sobran lunes por la tarde, faltan novios en los cines‘, mi Lama me mira preguntándose si estaré a punto de echarme a llorar o sacarlo a bailar.

Sabina contra Lady Gaga

Un Gordini sin carretera

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Hace unos meses organizamos a mi padre una fiesta por su setenta cumpleaños y me tocó grabarle uno de esos vídeos que dejan a los invitados sorbiendo lágrimas. Rebuscando munición sentimental, hice a mis tías desempolvar álbumes viejos y aparecieron fotografías de mi padre en pantalón corto, de sus años en el seminario o a lomos de un camello en Canarias.  Sin embargo, esta imagen con americana y corbata, caminando en medio del monte, se quedó enredada en mi memoria por una razón que he tardado en entender.

Podría reconstruir la biografía de mi madre sin espacios en blanco, pero mi padre, reservado y poco amigo de recordar, nunca ha sido un libro abierto. A veces tengo la impresión de que el relato de su vida se parece a un rompecabezas que he ido componiendo a lo largo de los años, atento a cualquier hilo que pudiese asomar en una conversación para tirar de él y descubrir que le enviaron interno a Sevilla o que hizo la mili como policía militar. No se trata de que no le conozca. Con solo mirarlo intuyo cómo se siente y puedo anticipar si algo le divertirá o le sacará de quicio.  Tampoco creo que oculte misterios o guarde secretos, hablo de los asuntos corrientes, de esas historias que me permitirían visualizar cómo podían haber transcurrido sus días de escuela, quiénes eran los amigos con los que pasaba el verano o si hubo alguna novia antes de mi madre.

Cuando pensaba qué quería mostrar en el vídeo, estaba seguro de que debía grabar en Parafita, la aldea donde nació y de la que se marchó siendo niño. Mi abuelo compró una casa en Manzaneda cuando mi padre tenía ocho años y se mudaron. Al parecer, me había llevado a Parafita una vez de pequeño, pero no conservaba recuerdos y mis hermanos nunca habían estado. Por la manera como mi familia hablaba de ese lugar, daba por hecho que sería una de esas aldeas fantasma del interior de Galicia. Sin embargo, tenía claro que el sitio donde uno pasa los ocho primeros años de la vida rara vez es un lugar más.

Llegué un sábado soleado de octubre, acompañado de mis tías Chelo y Elvira y mi prima Ana. La carretera que asciende desde el pueblo de Manzaneda, la misma que lleva a la estación de esquí, ofrece vistas espectaculares. Con el cielo despejado, al norte se ven los montes orondos de O Courel; al oeste, el encañonamiento del Sil en la Ribeira Sacra y a nuestra espalda, la poderosa silueta de Peña Trevinca. Poco a poco, la carretera se estrecha y el paisaje de montaña se impone; silencio, aire fresco, prados de brezo, y algún rebaño de cabras guardadas por mastines perezosos. Conduciendo, venían a mi cabeza historias que mi padre me había contado, imágenes fantaseadas de mi abuelo a caballo, bajando a las ferias de Trives por caminos nevados.

Al llegar encontramos un cruceiro y una pequeña capilla, detrás una docena de casas de piedra con tejados de pizarra, un coche con salpicaduras de barro, el sonido de algún cencerro y dos viejas en uno de esos bancos de la diputación, calentándose al sol de las cuatro. Hace setenta años, cuando mi padre nació, no había luz ni agua corriente. Tampoco médico o escuela, ni siquiera un bar donde hacerse compañía. Sólo montaña. Cualquier cosa que ocurriese, la gente sabía que estaba sola.

Con los colores del otoño, el rojo y los dorados de los cancereixos, esa tarde el pueblo lucía hermoso. Sin embargo, no cuesta imaginar los inviernos violentos, el viento helado, la niebla, las noches largas, la lluvia y los caminos enfangados. Una vez, mi padre me contó que, de pequeño, oía aullar lobos desde la cama. Entonces creí que exageraba. También me confesó que fue un niño miedoso, atemorizado por cuentos de viejas, y me habló de la Tomasa, una vecina de la que todos escapaban porque solo con mirar a alguien podía hacer que muriesen sus cerdos.

Nada más bajarnos del coche, Chelo me llevó a la casa familiar, una enorme vivienda de piedra con varias naves y construcciones anexas. Siempre me habían contado que la de mi abuelo era una de las casas grandes de Parafita, que mi familia tenía fincas, ganado, que nunca les faltó de nada, aunque a quienes hemos nacido en pisos con calefacción y televisión nos resulte difícil entender que aquí no faltase de nada. Con mi tía, recorrimos la cuadra, la bodega, el horno donde se cocía el pan, los restos de un telar. Todo lo que se necesitaba se hacía en casa. Hoy sólo sigue habitada la parte principal, con un balcón y unas escaleras con más de un siglo de historia. Detrás de la casa, un camino de tierra, el mismo por el que sube mi padre en la fotografía.

Mi padre pudo estudiar y, cuando regresaba a Manzaneda en verano, sabía que no le esperaban tardes de bañarse en el río y ver pasar las nubes. Mi abuelo le reservaba las tareas más duras. Fue su manera de enseñarle que el campo no le daría mejor futuro que los libros. Antes de entrar en el ministerio, consiguió su primer trabajo en Celeiros, un pueblo tan cerca de Parafita que le permitía dormir en la vieja casa. Su jefe se llamaba Flamíneo, el alcalde de ese ayuntamiento, un hombre curtido por la sierra, del que se contaba que, tras haberse repuesto de una tuberculosis, le obsesionaba tanto fortalecerse que cada día cruzaba a nado el embalse de Chandrexa de Queixa, sin importar que tronase o cayese una nevada. Cuando mi padre reunió un poco de dinero se compró un Gordini. Imagino cuánto le habría gustado presumir volviendo a casa en el coche soñado por cualquier soltero, sin embargo, la montaña enseña a ser humilde y la carretera no llegaba a Parafita. Debía aparcarlo en un recodo y subir por un sendero hasta el pueblo, cuidándose de no estropear sus zapatitos de oficina.

Esta fotografía del veinteañero con americana y corbata, regresando a la aldea con su Gordini recién estrenado, me parece la imagen de tantos padres de esa generación, de una generación que se mudó a la ciudad, que encadenó trabajos mejores, que pudo comprarse un piso, enviar a sus hijos a academias de inglés y pagarles la universidad, que nació en aldeas sin luz, un mundo del que sentimos que nos separan siglos, aunque no estemos tan lejos. En esa imagen veo a padres que supieron mancharse los zapatos para que nosotros creciésemos entre algodones y quizá se me haya quedado grabada porque hace que me pregunte qué fotografía dejaremos nosotros.

Un Gordini sin carretera